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«Si lo que Quiero Decir es Colibrí»—Natalie Diaz

En mojave, las palabras que usamos para describir nuestras emociones son literalmente arrastradas por nuestro corazón antes de decirlas—empiezan con el prefijo wa-, una forma abreviada de iiwa, nuestra palabra para corazón y pecho. Así que nunca preguntaremos a la ligera, ¿Cómo estás? Preguntamos directamente por tu corazón. Tenemos una forma de decir que nuestro corazón está bien y, como puedes imaginar si alguna vez has leído un libro de historia o vivido en este mundo, tenemos muchas formas de decir que nuestro corazón duele.

El gobierno llegó con nosotros primero en forma de caballería, luego de fuerte militar (por eso nos llamamos Fort Mojave), y finalmente de internado. El gobierno no se limitó a simplemente “enseñarnos” inglés en esas escuelas—sino que se llevó sistemática y metódicamente nuestra lengua mojave. Nos quitaron todas las palabras que teníamos. Se llevaron hasta nuestros nombres. En especial, nos quitaron las palabras para referirse a nuestras formas de amar—al silenciarnos, silenciaron las formas en que nos hablábamos acerca de nuestros corazones.

Una de las consecuencias—varias generaciones de angloparlantes nunca han oído decir I love you a sus padres, lo que, a sus ojos, significa que sus padres no los aman. Sin embargo, esos padres nunca dijeron I love you porque no significaba nada para ellos—era una palabra inglesa para ingleses. No hay equivalente en la lengua mojave—las palabras que tenemos para expresar nuestros sentimientos, para mostrar las cosas agitándose por otra persona dentro de nuestro pecho, son demasiado fuertes para ser contenidas por la palabra inglesa love.

Pero después de que los internados y los programas de trabajo los enviaran a las ciudades a trabajar, nuestros hijos dejaron de hablar mojave—les pegaban si los atrapaban hablando o cantando en su lengua. Tal vez cuando volvían a casa sus padres les hablaban de su corazón, pero si lo hacían, los niños ya no lo entendían.

Es verdad, la lengua de los mojave no dice, te amo—y es igual de cierto que el gobierno esperaba que dejáramos de expresar esto entre nosotros, que no volviéramos a darnos cariño. Pero aunque no decimos te amo, decimos mucho más. Tenemos formas de decir que nuestro corazón está floreciendo, estallando, explotando, destellando, palabras para decir que abrazaremos a una persona y nunca la soltaremos, que seremos mezquinos con ella, que nunca la compartiremos, que es nuestro verdadero corazón. E incluso éstas son meras traducciones, lo más que me puedo acercar en español.

A pesar de las caballerías y los internados, nuestra lengua sigue siendo hermosa y apasionada—lleva en sí las formas en que nos amamos y nos tocamos. En mojave, decir, Bésame, es decir Cae en mi boca. Si digo, Se están besando, también estoy diciendo, Se han caído en la boca del otro.

La palabra para colibrí es nyen nyen, y no significa pájaro—es una descripción de lo que hace un colibrí, entrar y salir de la flor. También es la palabra para sexo. Mat ‘anyenm traducido al español significa el cuerpo como un colibrí, o hacer un colibrí del cuerpo. En un nivel muy básico tenemos una palabra que significa cuerpo sexo colibrí al mismo tiempo.

Pienso en las muchas cosas chafas que dice la gente cuando quiere tener sexo con alguien—imagínate cuánta más suerte tendrían si se acercaran a ti con esa mirada de relámpago en los ojos y ese brillo en la boca y dijeran una sola palabra: colibrí. Y tú pensarías: brotar, dulce, alas que giran, corazón de 1,260 latidos por minuto, flor, cerebro de mayores proporciones del reino de las aves, jarabe, iridiscente, néctar, lengua con forma de “w”—lo que significa algo muy cercano a .

Hace poco, una estudiante adulta que está enseñando la lengua a sus hijos en su casa le preguntó a nuestros Ancianos si podían enseñarle a decirle a su hijo que lo ama. Le dijeron que no tenemos ninguna palabra para eso. Pero, la alumna insistió, necesito saberlo porque nunca oí a mis padres decírmelo, y no dejaré que mi hijo crezca sin oírme decirle que lo amo. Los Ancianos le preguntaron, ¿Qué es lo que realmente quieres decirle? En ese momento, la alumna se emocionó, y las palabras se le atascaron en la garganta. En lugar de hablar, hizo un gesto con sus brazos de acercar a alguien, luego cerró los ojos y apretó sus brazos contra su pecho. Ahhh, exclamó uno de los Ancianos, tenemos una palabra para eso—wakavar.Quizá no haya una gran lección que aprender aquí, pero cuando me siento a escribir un poema, llevo todo este lenguaje conmigo a la página—intento descubrir lo que realmente quiero decir, lo que las palabras realmente significan para mí. No quiero decir nunca, amor, si lo que quiero decir es wakavar, si lo que quiero decir es colibrí, si lo que quiero decir es cae en mi boca.


Extraído del blog de Best American Poetry, publicado en el 2014.

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«De aquí no necesito nada»—László Krasznahorkai

Lo dejaría todo aquí: los valles, los montes, los caminos y los arrendajos de los jardines, dejaría aquí a los pavorreales y los padres, el cielo y la tierra, primavera y otoño, dejaría aquí las salidas, el anochecer en la cocina, la última mirada amorosa, y todas las direcciones hacia la ciudad que te hacen temblar: dejaría aquí el espeso crepúsculo cayendo sobre la tierra, la gravedad, la esperanza, el encanto, y la tranquilidad, dejaría aquí a aquellos amados y a aquellos cercanos a mí, todo lo que me ha tocado, todo lo que me ha impactado, todo lo que me ha fascinado y elevado, dejaría aquí lo noble, lo benévolo, lo placentero, y lo demónicamente bello, dejaría aquí a la flor brotando, cada nacimiento y existencia, dejaría aquí el encantamiento, el enigma, las distancias, la intoxicación de eternidades inagotables; porque aquí dejaría esta tierra y estas estrellas, porque no llevaría nada conmigo, porque ya vi lo que viene, y de aquí no necesito nada.


Extraído del libro “The World Goes On” por László Krasznahorkai, publicado en el 2013.

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«El Caso de la Cabaña del Cazador»—Agatha Christie

«Después de todo,» murmuró Poirot, «es posible que esta vez no me muera.»

Viniendo de un enfermo sufriendo de influenza, pensé que el comentario era una muestra de beneficioso optimismo. Yo mismo había sido el primer enfermo. Poirot, a su vez, había caído también. Ahora estaba sentado en la cama, apoyado con almohadas.

«Sí, sí,» continuó mi amiguito. «¡Una vez más volveré a ser yo mismo, el gran Hercule Poirot, el terror de los malos! Mire nomás, mon ami, que tengo un pequeño párrafo para mí solo en Chismes de la Sociedad. ¡Cómo no! ¡Aquí está!

«¡Venga, criminales, salgan todos! Hercule Poirot—y créanme, chicas, es todo un Hércules—nuestro detective favorito no podrá atraparlos. ¿Por qué? Porque él mismo tiene la grippe.«

Me reí.

«Bien por usted, Poirot. Se está convirtiendo en un personaje público. Y por suerte usted no se ha perdido nada especial durante este tiempo.»

«Sí es cierto. Los pocos casos que he tenido que rechazar no me han dado remordimiento.»

Nuestra patrona asomó la cabeza por la puerta.

«Hay un caballero abajo. Dice que quiere ver a M. Poirot o a usted, capitán. Como estaba muy alterado—y aún así es todo un caballero—le traje su tarjeta.»

Me entregó el pedazo de cartulina. «Honorable Roger Havering,» leí.

Poirot hizo un gesto con la cabeza hacia el librero y yo, obediente, saqué el “Quién es Quién.” Poirot lo tomó de mi mano y hojeó las páginas rápidamente.

«Segundo hijo del quinto barón Windsor. Casado en 1913 con Zoe, cuarta hija de William Crabb.»

«Hm,» dije. «Creo que es la chica que solía actuar en el Frivolity—solo que se hacía llamar Zoe Carrisbrook. Recuerdo que se casó con un joven de la ciudad justo antes de la guerra.»

«¿Te interesaría, Hastings, bajar y escuchar cuál es el particular problema de nuestra visita? Preséntele todas mis excusas.»

Roger Havering era un hombre de unos cuarenta años, bien plantado y de elegante apariencia.

Sin embargo, su rostro estaba demacrado y era evidente que sufría una gran agitación.

«¿Capitán Hastings? Usted es el socio de M. Poirot, según tengo entendido. Es imperativo que venga hoy conmigo a Derbyshire.»

«Me temo que eso es imposible,» respondí. «Poirot está enfermo en cama: influenza.»

Su rostro se descompuso.

«Ay, cómo cree, eso es un golpe duro para mí.»

«¿El asunto sobre el que quiere consultarle es serio?

«¡Dios mío, sí! Mi tío, el mejor amigo que tengo en el mundo, fue asesinado vilmente anoche.»

«¿Aquí en Londres?»

«No, en Derbyshire. Estaba en la ciudad y recibí un telegrama de mi esposa esta mañana. Inmediatamente después de recibirlo decidí venir y rogar a M. Poirot que se encargara del caso.»

«Si me disculpa un momento,» dije, arrestado por una idea repentina.

Me apresuré a subir las escaleras y, en breves palabras, puse a Poirot al corriente de la situación. Me quitó de la boca cualquier otra palabra.

«Ya veo, ya veo. Quiere ir usted mismo, ¿o no? Y, pues, ¿por qué no? Ya debería conocer mis métodos. Todo lo que le pido es que se reorte detalladamente todos los días y que siga implícitamente cualquier instrucción que le mande.”

Acepté con muchas ganas, y una hora más tarde estaba sentado frente al Sr. Havering en un vagón de primera clase del Ferrocarril Midland, que se alejaba rápidamente de Londres.

«Para empezar, Capitán Hastings, debe comprender que La Cabaña del Cazador, a donde nos dirigimos y donde tuvo lugar la tragedia, no es más que una pequeña cabañita de cacería en el corazón de las praderas de Derbyshire. Nuestro verdadero hogar está cerca de Newmarket, y normalmente rentamos un departamento en la ciudad durante la temporada. La Cabaña del Cazador está atendida por un ama de llaves que es capaz de hacer todo lo que necesitamos cuando venimos de vez en cuando durante el fin de semana. Por supuesto, durante la temporada de caza, traemos a algunos de nuestros servidores de Newmarket.

«Mi tío, el Sr. Harrington Pace (como podrían saber, mi madre era una tal Srta. Pace de Nueva York), lleva tres años viviendo con nosotros. Nunca se ha llevado bien ni con mi padre ni con mi hermano mayor, y sospecho que el hecho de que yo sea algo como hijo pródigo ha aumentado su afecto hacia mí en lugar de disminuirlo. Claro, yo soy un hombre pobre y mi tío era uno rico; en otras palabras, ¡él pagaba la cuenta! Pero aunque exigente en muchos aspectos, en realidad no era difícil llevarse bien con él, y los tres vivíamos en gran armonía.

«Hace dos días, mi tío, bastante cansado de algunas de nuestras recientes travesuras en la ciudad, sugirió que fuéramos a Derbyshire a pasar uno o dos días. Mi esposa le mandó un telegrama a la Sra. Middleton, el ama de llaves, y nos fuimos esa misma tarde. Ayer por la tarde me vi obligado a regresar a la ciudad, pero mi esposa y mi tío se quedaron. Esta mañana recibí este telegrama.»

Me lo entregó y lo leí:

Ven ya. Tío Harrington asesinado anoche. Trae buen detective si puedes, pero ven.

Zoe.

«¿Entonces aún no sabes detalles?»

«No, supongo que saldrá en los periódicos de la tarde. Sin duda la policía está a cargo.»

Eran alrededor de las tres cuando llegamos a la pequeña estación de Elmer’s Dale. Desde allí, un trayecto de ocho kilómetros nos llevó a un pequeño edificio de piedra gris en medio de los descuidados páramos.

«Un lugar solitario,» observé.

Havering asintió.

«Intentaré deshacerme de él. Nunca podría volver a vivir aquí.»

Le quitamos el seguro a la reja y estábamos subiendo por el estrecho sendero hasta la puerta de roble cuando una figura familiar salió a nuestro encuentro.

«¡Japp!» se me salió.

El inspector de Scotland Yard me sonrió amistosamente antes de dirigirse a mi acompañante.

«¿Sr. Havering, verdad? Me han enviado desde Londres para hacerme cargo de este caso y me gustaría hablar con usted, si me lo permite, señor.»

«Mi esposa…»

«He visto a su buena señora, señor, y al ama de llaves. No le será más que un momento, pero estoy ansioso por volver al pueblo ahora que he visto todo lo que hay que ver aquí.»

«Todavía no sé nada de lo que…»

«Exacto», dijo Japp de una manera serena. «Pero aún así hay uno o dos pequeños puntos sobre los que me gustaría saber su opinión. El Capitán Hastings, que me conoce, irá a la casa y les dirá que usted viene.»

Fui a la casa. Timbré, pues Japp había cerrado la puerta tras de sí. Al cabo de unos momentos me abrió una mujer de mediana edad vestida de negro.

«El Sr. Havering llegará dentro de un momento,» le expliqué. «Ha sido detenido por el inspector. He venido con él desde Londres para investigar el caso. Quizá pueda contarme brevemente lo que ocurrió anoche.»

«Entre, señor.» Cerró la puerta detrás de mí y nos quedamos en el vestíbulo poco iluminado. «Fue después de la cena de anoche, señor, cuando vino el hombre. Pidió ver al Sr. Pace, señor, y al ver que hablaba de la misma manera, pensé que era un caballero americano amigo del Sr. Pace, y le hice pasar a la sala de armas, y luego fui a decírselo al Sr. Pace. No quiso darme su nombre, lo cual, ahora que lo pienso, claro que es un poco extraño.

«Se lo dije al Sr. Pace, y parecía desconcertado, pero le dijo a la señorita: ‘Discúlpame, Zoe, mientras veo qué quiere este tipo.’ Se fue a la sala de armas y yo volví a la cocina, pero al cabo de un rato oí voces fuertes, como si estuvieran discutiendo, y salí al vestíbulo. Al mismo tiempo, la señorita salió también, y justo en ese momento se oyó un disparo y luego un silencio espantoso. Ambos corrimos hacia la puerta de la sala de armas, pero estaba cerrada, y tuvimos que dar la vuelta hasta la ventana. Estaba abierta y dentro estaba el Sr. Pace, todo herido de bala y sangrando.»

«¿Qué fue del hombre?»

«Debió escaparse por la ventana, señor, antes de que llegáramos.»

«¿Y entonces?»

«La Sra. Havering me envió a buscar a la policía. Había que caminar ocho kilómetros. Volvieron conmigo; y el alguacil se quedó toda la noche; y esta mañana llegó el caballero policía de Londres.»

«¿Cómo era ese hombre, el que llamó para ver al Sr. Pace?»

El ama de llaves reflexionó.

«Tenía barba negra, señor, era de mediana edad y llevaba un abrigo ligero. Aparte de que hablaba como un americano, no me llamó mucho la atención.»

«Ya veo. Ahora, ¿me pregunto si puedo ver a la Sra. Havering?»

«Está arriba, señor. ¿Quiere que le diga?»

«Si es tan amable por favor. Dígale que el Sr. Havering está fuera con el Inspector Japp, y que el caballero que ha traído de Londres desea hablar con ella lo antes posible.»

«Muy bien, señor.»

Estaba en una fiebre de impaciencia por llegar a todos los hechos. Japp me llevaba dos o tres horas de ventaja, y su ansiedad por marcharse me hacía estar ansioso por pisarle los talones.

La Sra. Havering no me hizo esperar mucho. Después de unos minutos escuché un paso ligero que bajaba las escaleras, y al levantar la vista vi a una joven muy atractiva que venía hacia mí. Llevaba un jersey de color de fuego que resaltaba la delgadeza juvenil de su figura. Sobre su oscura cabeza llevaba un sombrerito de piel color fuego. Ni siquiera la tragedia actual podía empañar la vitalidad de su personalidad.

Me presenté y ella asintió con un gesto de rápida comprensión.

«Por supuesto que he oído hablar bastente de usted y de su colega, M. Poirot. Han hecho cosas maravillosas juntos, ¿verdad? Fue muy inteligente por parte de mi marido traerle tan pronto. Ahora, ¿me hará preguntas? Es la forma más fácil de saber todo lo que quiera sobre este espantoso asunto.»

«Gracias, Sra. Havering. Ahora, ¿a qué hora llegó este hombre?»

«Debe haber sido justo antes de las nueve. Habíamos terminado de cenar y estábamos sentados tomando café y fumando.»

«¿Su marido ya se había ido a Londres?

«Sí, se fue como a las seis y cuarto.»

«¿Fue en coche hasta la estación, o caminó?»

«Nuestro propio coche no está aquí abajo. Uno salió de la cochera de Elmer’s Dale a buscarlo a tiempo para el tren.»

«¿Parecía el Sr. Pace el mismo de siempre?»

«Absolutamente—normal en todos los sentidos.»

«Ahora, ¿puede describir a este visitante?»

«Me temo que no. No lo vi. La Sra. Middleton lo llevó directamente a la sala de armas y luego vino a decírselo a mi tío.»

«¿Qué dijo su tío?»

«Parecía bastante molesto, pero se fue luego luego. Unos cinco minutos después oí voces que se alzaban. Salí corriendo al vestíbulo y casi choco con la Sra. Middleton. Y luego oímos el disparo. La puerta de la sala de armas estaba cerrada por dentro y tuvimos que rodear la casa hasta la ventana. Por supuesto, eso llevó algún tiempo, y el asesino había podido alejarse bien. Mi pobre tío”—su voz se descompuso—“había recibido un disparo en la cabeza. Luego me di cuenta de que estaba muerto y mandé a la Sra. Middleton a buscar a la policía. Tuve cuidado de no tocar nada en la habitación, sino de dejarla exactamente como la encontré.»

Asentí con la cabeza.

«Y bueno, ¿en cuanto al arma?»

«Bueno, puedo hacer una conjetura, capitán Hastings. En la pared había un par de revólveres de mi marido. Uno de ellos ha desaparecido. Se lo señalé a la policía y se llevaron el otro. Cuando extraigan la bala, supongo que lo sabrán con certeza.»

«¿Puedo ir a la sala de armas?»

«Por supuesto. La policía ha terminado con ella. Pero se han llevado el cadáver.»

Me acompañó a la escena del crimen. En ese momento Havering entró en el pasillo, y con una rápida disculpa, su esposa corrió hacia él. Me quedé solo para emprender mis investigaciones.

Puedo confesar de una vez que fueron bastante decepcionantes. En las novelas de detectives abundan las pistas, pero aquí no pude encontrar nada que me pareciera fuera de lo común, salvo una gran mancha de sangre en la alfombra, donde supuse que había caído el muerto. Examiné todo con minucioso cuidado y tomé un par de fotografías de la habitación con mi pequeña cámara, que había traído conmigo. También examiné el suelo fuera de la ventana, pero parecía haber sido tan fuertemente pisoteado que juzgué inútil perder tiempo en ello. Ya había visto todo lo que La Cabaña del Cazador tenía para mostrarme. Debía volver a Elmer’s Dale y ponerme en contacto con Japp. Entonces, me despedí de los Havering y me llevaron en el coche que nos había traído de la estación.

Encontré a Japp en el Matlock Arms y me llevó inmediatamente a ver el cadáver. Harrington Pace era un hombre pequeño, sobrio, bien afeitado, de aspecto típicamente americano. Le habían disparado en la nuca y el revólver había sido disparado a quemarropa.

«Se dio la vuelta un momento”—comentó Japp—“y el otro tipo sacó un revólver y le disparó. El que nos entregó la Sra.Havering estaba completamente cargado, y supongo que el otro también. Que curioso lo tonta que es la gente. ¡Imagínate tener dos revólveres cargados colgados en la pared!»

«¿Qué piensas del caso?» Pregunté mientras dejábamos atrás la horripilante recámara.

«Bueno, le había echado el ojo a Havering para empezar…. Ay, sí,»—al notar mi exclamación de asombro—»Havering tiene uno o dos incidentes turbios en su pasado. Cuando era niño, en Oxford, hubo un asunto raro con la firma de uno de los cheques de su padre. Todo silenciado, por supuesto. Ahora está muy endeudado, y es el tipo de deudas por las que no le gustaría acudir a su tío; mientras que puedes estar seguro de que el testamento de su tío sería a su favor. Sí, le había echado el ojo, y por eso quería hablar con él antes de que viera a su mujer; pero sus declaraciones encajan perfectamente, y he estado en la estación, y no hay la menor duda de que se marchó en el tren de las seis y cuarto. Eso llega a Londres ahí por las diez y media. Se fue directamente a su club, dice, y si eso se confirma—pues, ¡no puede haber estado disparándolea su tío aquí a las nueve en punto con una barba negra!»

«Ah, sí—iba a preguntarle qué le parecía esa barba.»

Japp guiñó un ojo.

«Creo que creció bastante rápido—creció en las cinco millas que separan a Elmer’s Dale de La Cabaña del Cazador. La mayoría de los americanos que he conocido van bien afeitados. Interrogué primero al ama de llaves y luego a su señorita, y sus historias hacen sentido; pero lamento que la Sra. Havering no haya podido ver al tipo. Es una mujer inteligente, y podría haber notado algo que nos acercara a la pista.»

Me senté y le escribí un extenso relato a Poirot. Pude añadir varios datos más antes de enviar la carta.

La bala había sido extraída y se demostró que había sido disparada por un revólver de tamaño idéntico al que tenía la policía. Además, se habían comprobado y verificado los movimientos del Sr. Havering la noche en cuestión, y se había demostrado sin lugar a dudas que había llegado realmente a Londres en el tren en cuestión. Y en tercer lugar, se había dado un hecho sensacional. Un caballero de la ciudad, residente en Ealing, al cruzar Haven Green para llegar a la estación de ferrocarril del distrito aquella mañana, había observado un paquete de papel marrón atascado entre las barandillas. Al abrirlo, descubrió que contenía un revólver. Entregó el paquete a la comisaría de la policía local, y antes de la noche se comprobó que era el que estábamos buscando, el mismo que nos había dado la Sra. Havering. Se había disparado una bala.

Todo esto lo añadí a mi informe. A la mañana siguiente, mientras estaba desayunando, llegó un telegrama de Poirot:

Por supuesto que el hombre de barba negra no era Havering. Sólo usted o Japp tendrían una idea como esa. Envíeme la descripción del ama de llaves y la ropa que llevaba esta mañana. Lo mismo de la Sra. Havering. No pierda el tiempo tomando fotografías de interiores. Están subexpuestas y no tienen nada de artístico.

Me pareció que el estilo de Poirot era innecesariamente insultante. También me pareció que estaba un poco celoso de mi posición en el lugar, con todas las facilidades para llevar el caso. Su petición de una descripción de la ropa que llevaban las dos mujeres me pareció simplemente ridícula, pero la cumplí tan bien como yo, un simple hombre, era capaz. A las once llegó un telegrama de respuesta de Poirot:

Avise a Japp que arreste al ama de llaves antes de que sea demasiado tarde.

Confundido y sorprendido, le llevé el telegrama a Japp. Maldijo en voz baja.

«¡Él es el bueno, el M. Poirot! Si él lo dice, es que hay algo de verdad ahí. ¡Y apenas me fijé en la mujer! No sé si podré llegar a arrestarla, pero haré que la vigilen. Iremos ahí ahorita mismo a echarle otro vistazo.»

Pero ya era demasiado tarde. La Sra. Middleton, aquella mujer tranquila, de mediana edad, que había parecido tan normal y respetable, se había desvanecido en el aire. Su caja se había quedado atrás. Sólo contenía ropa ordinaria. No había ninguna pista sobre su identidad o su paradero.

De la Sra. Havering obtuvimos todos los datos que pudimos.

«La contraté hace unas tres semanas, cuando la Sra. Emery, nuestra anterior ama de llaves, se fue. Vino de la agencia de la Sra. Selboume en Mount St., un lugar muy conocido. Todas mis amas de llaves vienen de allí. Enviaron a varias mujeres a verme, pero esta Sra. Middleton me pareció la más agradable y tenía espléndidas referencias. La contraté ahí mismo y se lo comuniqué a la Agencia. No puedo creer que hubiera nada malo en ella. Era una mujer tan agradable y tranquila.»

El asunto era ciertamente un misterio.

Aunque estaba claro que la propia mujer no podía haber cometido el crimen, ya que en el momento del disparo la señora Havering estaba con ella en el vestíbulo, sin embargo debía tener alguna relación con el asesinato, o ¿por qué iba a salir corriendo de repente?

Le envié un telegrama a Poirot con los últimos acontecimientos y le sugerí que regresara a Londres para hacer averiguaciones en la agencia Selbourne. La respuesta de Poirot fue rápida:

Es inútil preguntar en la agencia. Nunca habrán oído hablar de ella. Averigüe qué vehículo la llevó a La Cabaña del Cazador cuando llegó allí.

Aunque desconcertado, fui obediente. Los medios de transporte en Elmer’s Dale eran limitados. La cochera local tenía dos coches, y había dos moscas de estación. Ninguno de ellos había sido requerido en la fecha en cuestión. También debo mencionar que las averiguaciones en la Agencia en Londres confirmaron el pronóstico de Poirot. Ninguna mujer llamada «Sra. Middleton» había estado nunca en sus registros. Habían recibido la solicitud de la honorable Sra. Havering de un ama de llaves, y le habían enviado varias candidatas para el puesto. Cuando ella les envió los honorarios del contrato, omitió mencionar a la mujer que había seleccionado.

Se sugiere que el lector haga una pausa en su lectura de la historia en este punto, haga su propia solución del misterio y luego vea lo cerca que está de la del autor—Los Editores.

Algo cabizbajo, regresé a Londres. Encontré a Poirot instalado en un sillón junto al fuego. Me saludó con mucho afecto.

«¡Mon ami Hastings! ¡Cuánto me alegro de verlo! Verdaderamente le tengo un gran cariño. ¿Y se ha divertido? ¿Ha corrido de aquí para allá con el buen Japp? ¿Ha interrogado e investigado hasta saciar su corazón?»

«Poirot,» grité, «¡el asunto es un oscuro misterio! Nunca se resolverá.»

«Es cierto que no es probable que nos cubramos de gloria por ello.»

«No, de verdad. Es un caso difícil de resolver.»

«¡Oh, en cuanto a esos, yo, yo soy muy bueno resolviendo de esos! ¡Una verdadero locuaz! No es eso lo que me avergüenza. Sé muy bien quién mató al Sr. Harrington Pace.»

«¿Lo sabe? ¿Cómo lo descubrió?»

«Sus esclarecedoras respuestas a mis telegramas me proporcionaron la verdad….. Veamos, Hastings, examinemos los hechos metódicamente y en orden. El Sr. Harrington Pace es un hombre con una fortuna considerable que a su muerte pasará sin duda a su sobrino, punto número uno. Su sobrino es conocido por ser desesperadamente duro, punto número dos. También se sabe que su sobrino es… ¿digamos un hombre de moral relajada? ¡Punto número tres!»

«Pero está probado que Roger Havering viajó directamente a Londres.»

«¡Precisément! Y por lo tanto, como el Sr. Havering salió de Elmer’s Dale a las seis y cuarto, y como el Sr. Pace no puede haber sido asesinado antes de salir (o el médico habría dado mal la hora del crimen cuando examinó el cadáver), concluimos, con toda razón, que el Sr. Havering no le disparó a su tío. Pero hay una Sra. Havering, Hastings.»

«¡Imposible! El ama de llaves estaba con ella cuando se hizo el disparo.»

«Ah, sí, el ama de llaves. Pero ha desaparecido.»

«La encontrarán.»

«Creo que no. Hay algo peculiarmente evasivo en esa ama de llaves—¿no le parece? Me llamó la atención de inmediato.»

«Hizo su papel, supongo, y luego salió por los pelos.»

«¿Y cuál fue su papel?»

«Bueno, supongo que admitir a su confederado, el hombre de barba negra.»

«Oh, no, ese no fue su papel. Su papel fue el que usted acaba de mencionar, proporcionar una coartada para la Sra. Havering en el momento del disparo. ¡Y nadie la encontrará, mon ami, porque no existe! ‘No hay tal persona,’ como dice su gran Shakespeare.»

«Fue Dickens,» murmuré, sonriendo. «¿Pero qué quiere decir, Poirot?»

«Quiero decir que Zoe Havering era actriz antes de casarse, que usted y Japp solo vieron al ama de llaves en un pasillooscuro, una figura tenue, de mediana edad, vestida de negro y con una voz débil y apagada, y, por último, que ni usted, ni Japp, ni la policía local a la que el ama de llaves fue a buscar, vieron nunca a la Sra. Middleton y a su amante a la vez. Fue un juego de niños para aquella mujer inteligente y atrevida. Con el pretexto de llamar a su ama, sube corriendo las escaleras, se pone una camisa brillante y un sombrero con rizos negros que se abrocha sobre la transformación gris. Unos pocos toques hábiles, y se quita el maquillaje; un ligero espolvoreado de rojo, y la brillante Zoe Havering baja con su clara voz de timbre.»

«¿Pero el revólver que se encontró en Ealing? ¿La Sra. Havering no pudo haberlo colocado allí?»

«No, eso fue cosa de Roger Havering, pero fue un error por su parte. Me puso sobre la pista correcta. Un hombre que ha cometido un asesinato con un revólver que encontró en el lugar lo tiraría luego luego; no se lo llevaría a Londres. No, el motivo estaba claro; los criminales deseaban centrar el interés de la policía en un lugar muy alejado de Derbyshire; estaban ansiosos por alejar a la policía lo antes posible de las proximidades de La Cabaña del Cazador. Por supuesto, el revólver encontrado en Ealing no era con el que dispararon al Sr. Pace. Roger Havering efectuó un disparo con él, se lo llevó a Londres, fue directamente a su club para establecer su coartada, luego fue rápidamente a Ealing en el Ferrocarril de Distrito, un asunto de unos veinte minutos solamente, colocó el paquete donde fue encontrado y así regresó a la ciudad. Esa encantadora criatura, su mujer, dispara tranquilamente al Sr. Pace después de cenar, ¿recuerda que le dispararon por detrás? ¡Otro punto significativo, ese! Ella recarga el revólver y lo vuelve a poner en su sitio, y luego empieza con su pequeña comedia desesperada.»

«Es increíble,» murmuré, fascinado. «Y aún así…»

«Y aún así es verdad. Bien sûr, amigo mío, ¡es verdad! Pero llevar a esa preciosa pareja ante la justicia, ése es otro asunto. Bueno, Japp debe hacer lo que pueda—le he escrito con todo detalle; pero mucho me temo, Hastings, que nos veremos obligados a dejarlos en manos del Destino—o de le bon Dieu—como usted prefiera.»

«Los malvados florecen como un laurel verde,» le recordé.

«¡Pero a un precio, Hastings, siempre a un precio, croyez moi

Los presentimientos de Poirot se confirmaron. Japp, aunque convencido de la veracidad de su teoría, fue incapaz de reunir las pruebas necesarias para asegurar una condena. La enorme fortuna del Sr. Pace pasó a manos de sus asesinos. Sin embargo, Némesis les alcanzó, y cuando leí en el periódico que el Honorable Roger y la Sra. Havering estaban entre los muertos en el accidente del Air Mail a París, supe que la Justicia estaba hecha y satisfecha.

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«Un Pequeño Viaje»—Ray Bradbury

Había dos cosas importantes: una, que era muy vieja; y dos, que el Sr. Thirkell se la llevaba a Dios. Porque no es como que le dió una palmadita en la mano y le dijo: “Sra. Bellowes, despegaremos al espacio en mi cohete, e iremos a buscar a Dios juntos.”

Y así iba a ser. No era como ningún otro grupo al que la Sra. Bellowes se hubiera unido. En su emoción por iluminar un camino para sus delicados y tambaleantes pies, había encendido cerillos en callejones oscuros, y había encontrado el camino de los místicos hindúes que lograban flotar, sus pestañas parpadeantes como estrelladas sobre bolas de cristal. Había caminado por los caminos de la pradera con filósofos indios importados por las hijas-en-espíritu de Madame Blavatsky. Había peregrinado a las selvas de concreto de California para cazar al vidente astrológico en su hábitat natural. Incluso había consentido en ceder los derechos de una de sus casas para que la usaran para el griterío de un templo de asombrosos evangelistas que le habían prometido humo dorado, fuego cristalino, y la gran mano, tan suave, de Dios viniendo a llevarla a Su casa.

Ninguna de estas personas había dudado, nunca jamás, la fe de la Sra. Bellowes, ni siquiera cuando fue vista alejándose en un carro negro por la noche, o se descubrieron sus fotos, sombrías y poco románticas, en los periódicos en la mañana. El mundo había maltratado y encerrado a estas personas porque sabían demasiado, y eso era todo.

Y entonces, hace dos semanas, ella vio el anuncio del Sr. Thirkell en Nueva York:

¡VENGA A MARTE!

Alójate en el Thirkell Restorium durante una semana. Y luego, ¡al espacio en la mayor aventura que la vida puede ofrecer! 

Pida un folleto gratuito: “Mi Dios, Más Cercano a Usted.”

Tarifas de excursiones. Viaje de ida y vuelta ligeramente más barato.

“Viaje de ida y vuelta,” había pensado la Sra. Bellowes. “¿Pero quién regresaría después de verlo a Él?” Y por eso compró un boleto y voló a Marte y pasó siete suaves días en el Restorium del Sr. Thirkell, el edificio con el letrero que parpadeaba: ¡EL COHETE AL CIELO DE THIRKELL! Había pasado la semana bañándose en aguas turbias y borrando los cuidados de sus pequeños huesos, y ahora estaba inquieta, lista para abordar el cohete privado y especial del Sr. Thirkell, como una bala, para salir disparada hacia el espacio, más allá de Júpiter, Saturno y Plutón. Y así—¿quién podría negarlo?—estaría cada vez más cerca del Señor. ¡Qué maravilla! ¿Puedes sentirlo acercarse? ¿Puedes sentir Su aliento, Su escrutinio, Su Presencia?

“Aquí estoy,” dijo la Sra. Bellowes, “un ascensor antiguo, listo para subir por el hueco. Dios sólo tiene que apretar el botón.”

Y ahora, en el séptimo día, mientras subía los escalones del Restorium, la asaltaron una serie de pequeñas dudas.

“Para empezar,” le dijo en voz alta a nadie, “Marte no es exactamente la tierra de leche y miel que decían que sería. Mi habitación parece una jaula, la piscina realmente es inadecuada y, además, ¿cuántas viudas que parecen champiñones o esqueletos quieren nadar? Y, por último, ¡todo el Restorium huele a col hervida y a tenis!”

Abrió la puerta principal y dejó que se cerrara con un azotón, algo irritada.

Se quedó asombrada al ver a las demás mujeres en el auditorio. Era como pasear por un laberinto de espejos de feria, encontrarse una y otra vez con la misma cara harinosa, las mismas manos de pollo y las pulseras tintineantes. Una tras otra, las imágenes de sí misma flotaban ante ella. Extendió la mano, pero no era un espejo; era otra señora que movía los dedos y decía:

“Estamos esperando al Sr. Thirkell. ¡Shh!”

“Ah,” susurraron todos.

Las cortinas de terciopelo se abrieron.

Apareció el Sr. Thirkell, fantásticamente sereno, con sus ojos egipcios fijos en todos. Pero había algo, aún así, en su aspecto que hacía a uno pensar que en cualquier momento gritaría “¡Hola!” mientras perros peludos saltan sobre sus piernas, a través de sus brazos como aros y sobre su espalda. Luego, con perros y todo, bailaría con una deslumbrante sonrisa de teclado de piano hacia las alas de la nave.

La Sra. Bellowes, con una parte secreta de su mente que constantemente tenía que agarrar con fuerza, esperaba oír el sonido de un gong chino barato cuando entró el Sr. Thirkell. Sus grandes ojos oscuros y líquidos eran tan imposibles que una de las ancianas había afirmado con emoción que había visto una nube de mosquitos revoloteando sobre ellos como lo hacían alrededor de los barriles de lluvia en verano. Y la Sra. Bellowes a veces percibía el aroma de la palomilla teatral y el olor a vapor de melón en su traje bien planchado.

Pero con la misma racionalización salvaje con que había recibido todas las demás decepciones de su desvaneciente vida, mordía la sospecha y susurraba: “Esta vez es de verdad. Esta vez funcionará. ¿Que no tenemos un cohete?”

El Sr. Thirkell hizo una reverencia. Esforzó una repentina sonrisa de Máscara de Comedia. Las ancianas miraron su manzana de Adán e intuyeron el caos allí. Hasta antes de que empezara a hablar, la Sra. Bellowes lo vio recoger cada una de sus palabras, engrasarlas, y asegurarse de que sus palabras corrieran suavemente. El corazón se le apretó como un puño y apretó los dientes de porcelana.

“Amigas,” dijo el Sr. Thirkell, y se pudo oír el chasquido de escarcha en los corazones de toda la asamblea.

“¡No!” dijo la Sra. Bellowes antes de tiempo. Podía oír las malas noticias precipitándose sobre ella, y a ella misma atada a la vía mientras las inmensas ruedas negras amenazaban y el silbato chillaba, impotente.

“Hay un ligero retraso,” dijo el Sr. Thirkell.

En el instante siguiente, el Sr. Thirkell podría haber gritado, o haber estado tentado de gritar: “¡Señoras, tomen asiento!” porque las señoras se habían acercado a él desde sus sillas, protestando y temblando.

“No es mucho retraso.” El Sr. Thirkell levantó las manos para acariciar el aire.

“¿Cuánto tiempo?”

“Sólo una semana.”

“¡Una semana!”

“Sí. Pueden quedarse aquí en el Restorium siete días más, ¿no? Un pequeño retraso no importará, ¿verdad? Han esperado toda una vida. Sólo unos días más.”

A veinte dólares el día, pensó fríamente la Sra. Bellowes. «¿Cuál es el problema?» gritó una mujer.

“Un problema legal,” dijo el Sr. Thirkell.

“Pero, ¿qué no tenemos un cohete?”

“Pues, sí.”

“Pero llevo aquí un mes entero esperando,” dijo una anciana. “¡Demoras, demoras!”

“¡Así es!” dijeron todos.

«Señoras, señoras,» murmuró el Sr. Thirkell, sonriendo serenamente.

«¡Queremos ver el cohete!» Era la Sra. Bellowes que avanzaba, sola, sacudiendo el puño como un martillo de juguete.

El Sr. Thirkell miró a las ancianas a los ojos, como un misionero entre caníbales albinos. “Bueno, bueno,” dijo.

“¡Sí! ¡Ahorita mismo!” gritó la Sra. Bellowes.

“Me temo…” empezó él.

“¡Yo también temo!” dijo ella. “¡Por eso quiero ver la nave!”

“No, no, tranquila, señora…” tronó sus dedos buscando su nombre.

«¡Bellowes!» gritó ella. Ella era un pequeño contenedor, pero ahora todas las presiones hirvientes que se habían acumulado durante largos años salían humeantes por las delicadas rejillas de ventilación de su cuerpo. Sus mejillas se volvieron incandescentes. Con un gemido que era como el silbido melancólico de una fábrica, la Sra. Bellowes corrió hacia adelante y se colgó de él, casi por los dientes, como un perro enloquecido por el verano. No quiso ni pudo soltarlo nunca, hasta que muriera, y las otras mujeres la siguieron, saltando y ladrando como una jauría entera sobre su domador, el que las había acariciado y ante el que se habían retorcido alegremente una hora antes, ahora a su alrededor como remolino, arrugándole las mangas y espantando la serenidad egipcia de su mirada.

«¡Por aquí!» gritó la Sra. Bellowes, sintiéndose como Madame Lafarge. “¡Por la parte de atrás! Ya hemos esperado bastante para ver la nave. Todos los días nos ha retrasado, todos los días hemos esperado, ahora veámosla.”

«¡No, no, señoras!» gritó el Sr. Thirkell, dando un salto.

Atravesaron por la parte trasera del escenario y salieron por una puerta, llevando al pobre hombre con ellas a un cobertizo, y luego salieron, de repente, a un gimnasio abandonado.

“¡Ahí está!” alguien dijo. “El cohete.”

Y luego se hizo un silencio terrible.

Allí estaba el cohete.

La Sra. Bellowes lo miró y sus manos se descolgaron del cuello del Sr. Thirkell.

El cohete era algo así como una olla de cobre mal hecha. Tenía miles de protuberancias y aberturas, tuberías oxidadas y sucias rejillas de ventilación. Las luces estaban nubladas de polvo, como los ojos de un cerdo ciego. Todos lanzaron un pequeño gemido suspirante.

“¿Es ése el cohete Gloria al Todopoderoso?” gritó la Sra. Bellowes, horrorizada.

El Sr. Thirkell asintió y miró sus pies.

“¿Por el que pagamos nuestros mil dólares cada una y vinimos hasta Marte para subir a bordo con usted e ir a buscarlo?” preguntó la Sra. Bellowes.

“Pues eso no vale ni un saco de fideo seco,” dijo la Sra. Bellowes.

“¡Es miserable chatarra!”

Basura, susurraron todas, volviéndose histéricas.

“¡No dejen que se escape!”

El Sr. Thirkell trató de escapar, pero miles de trampas para zarigüeyas se cerraron sobre él por todos lados. Se marchitó. Todas caminaban en círculos como ratones ciegos. Hubo una confusión y un llanto que duró cinco minutos mientras se acercaban y tocaban el Cohete, la Tetera Abollada, el Recipiente Oxidado para los Niños de Dios.

“Bueno,” dijo la Sra. Bellowes. Se acercó a la puerta torcida del cohete y se enfrentó a todos. “Parece que nos han hecho algo terrible,” dijo. “Ya no tengo dinero para volver a casa, a la Tierra, y tengo demasiado orgullo para ir al Gobierno y decirles que un hombre común como este nos ha engañado con los ahorros de toda una vida. No sé cómo se sientan al respecto, todas ustedes, pero la razón por la que todas nosotras hemos venido es porque yo tengo ochenta y cinco años, y ustedes ochenta y nueve, y ustedes setenta y ocho, y todas nosotras nos acercamos a los cien, y no hay nada en la Tierra para nosotras, y no parece que haya nada en Marte tampoco. Todas esperábamos no respirar mucho más aire ni tejer muchas más colchas o nunca habríamos venido aquí. Así que lo que tengo que proponer es algo sencillo: arriesgarnos.”

Extendió la mano y tocó la superficie oxidada del cohete. “Este es nuestro cohete. Hemos pagado nuestro viaje. Y vamos a hacer nuestro viaje.”

Todas se agitaron, se pusieron de puntillas y abrieron la boca asombradas. El Sr. Thirkell empezó a llorar. Lo hizo con bastante facilidad y eficacia.

“Vamos a subir a esta nave,” dijo la Sra. Bellowes, ignorándolo. “Y vamos a despegar hacia donde íbamos.” El Sr.Thirkell dejó de llorar suficiente tiempo para decir: “Pero todo era falso. No sé nada del espacio. Además, Dios no está ahí fuera. Mentí. No sé dónde está y no podría encontrarlo aunque quisiera. Y ustedes fueron tontas al creer en mi palabra.”

“Sí,” dijo la Sra. Bellowes, “fuimos tontas. Estoy de acuerdo. Pero no puede culparnos, porque somos viejas, y era una idea encantadora, buena y bonita, una de las ideas más bonitas del mundo. Ay, en realidad no nos engañábamos pensando que podríamos acercarnos a Él físicamente. Era el sueño amable y loco de la gente mayor, el tipo de cosa a la que te aferras durante unos minutos al día, aunque sabes que no es verdad. Así que, todas las que quieran ir, síganme a la nave.”

“¡Pero no puedes ir!” dijo el Sr. Thirkell. “No tienen navegante. Y esa nave es una ruina.”

“Tú,” dijo la Sra. Bellowes, “serás el navegante.”

Subió al barco y, en un momento, las otras ancianas se adelantaron. El Sr. Thirkell, agitando los brazos frenéticamente, fue sin embargo empujado a través del puerto, y en un minuto la puerta se cerró de golpe. El Sr. Thirkell fue atado al asiento del navegante, con todas hablando a la vez y sujetándolo. Se repartieron los cascos especiales que debían colocarse sobre cada cabeza gris o blanca para suministrar oxígeno extra en caso de una fuga en la nave, y por fin llegó la hora y la Sra. Bellowes se colocó detrás del Sr. Thirkell y dijo: “Estamos listos, señor.”

Él no dijo nada. Les suplicó en silencio, con sus grandes ojos oscuros y húmedos, pero la Sra. Bellowes sacudió la cabeza y señaló el mando.

“Despegue,” y el Sr. Thirkell oprimió un interruptor. Todas cayeron. El cohete se elevó del planeta Marte en un gran despeje ardiente, con el ruido de una cocina entera lanzada por el hueco de un ascensor, con un ruido de ollas y sartenes y calderos y fuegos hirviendo y guisos burbujeando, con un olor a incienso quemado y goma y azufre, con un color de fuego amarillo, y una cinta de rojo que se extendía por debajo de ellos, y todas las viejas cantando y abrazándose, y la Sra.Bellowes arrastrándose en la suspirante, tensa y temblorosa nave.

“Diríjase al espacio, Sr. Thirkell.”

“No puede durar,” dijo el Sr. Thirkell, tristemente. “Esta nave no puede durar. Durará…”

Lo hizo.

El cohete explotó.

La Sra. Bellowes se sintió levantada y lanzada fuertemente, como una muñeca. Oyó los grandes gritos y vio los destellos de los cuerpos navegando a su lado en fragmentos de metal y luz polvorienta.

“¡Auxilio, ayuda!” gritó el Sr. Thirkell, a lo lejos, como un pequeño sonido de radio.

La nave se desintegró en un millón de partes, y las ancianas, las cien, salieron lanzadas hacia delante con la misma velocidad que la nave.

En cuanto al Sr. Thirkell, por alguna razón de trayectoria, tal vez, había salido lanzado por el otro lado de la nave. La Sra.Bellowes lo vio caer separado y lejos de ellas, gritando, chillando.

Ahí va el Sr. Thirkell, pensó la Sra. Bellowes.

Y ella sabía a dónde iba. Iba a ser quemado, asado, y asado bien, pero muy, muy bien. El Sr. Thirkell estaba cayendo al Sol.

Y aquí estamos, pensó la Sra. Bellowes. Aquí estamos, saliendo, y saliendo, y saliendo. Apenas tenía sensación de movimiento, pero sabía que viajaba a ochenta mil kilómetros por hora y que seguiría viajando a esa velocidad durante una eternidad, hasta que…

Vio a las demás mujeres balanceándose a su alrededor en sus propias trayectorias, a cada una le quedaban unos minutos de oxígeno en sus cascos, y cada una miraba hacia arriba, hacia donde se dirigían.

Por supuesto, pensó la Sra. Bellowes. Hacia el espacio. Fuera y fuera, y la oscuridad como una gran iglesia, y las estrellas como velas, y, a pesar de todo, del Sr. Thirkell, del cohete, y de la deshonestidad, vamos hacia el Señor.

Y allí, sí, allí, mientras seguía cayendo, acercándose a ella, ahora casi podía distinguir la silueta, acercándose a ella estaba Su poderosa mano dorada, extendiéndose para sostenerla y consolarla como a un pajarito asustado…

“Soy la señora Amelia Bellowes,” dijo en voz baja, con su mejor voz de compañía. “Soy del planeta Tierra.”

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«El Ruiseñor y la Rosa»—Oscar Wilde

«Me dijo que bailaría conmigo si le llevaba rosas rojas,» gritó el joven Estudiante; «pero en todo mi jardín no hay ninguna rosa roja.» Desde su nido en el roble lo escuchó el Ruiseñor, que miró a través de las hojas y se lleno de asombro.

«¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín!» exclamó, y sus hermosos ojos se llenaron de lágrimas. «¡Ah, de qué cosas tan pequeñas depende la felicidad! He leído todo lo que han escrito los sabios, y todos los secretos de la filosofía son míos, y aún así, por falta de una rosa roja mi vida es miserable.»

«He aquí al fin un verdadero amante,» dijo el Ruiseñor. «Noche tras noche he cantado sobre él, aunque aún no lo conocía; noche tras noche he contado su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabello es oscuro como la flor del jacinto, y sus labios son tan rojos como la rosa de su deseo; pero la pasión ha convertido su cara en pálido marfil, y el dolor ha puesto su sello en su frente.»

«El Príncipe estará dando un baile mañana por la noche,» murmuró el joven Estudiante, «y mi amor estará presente. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le traigo una rosa roja, la voy a sostener entre mis brazos, y ella va a apoyar su cabeza en mi hombro, y su mano va a estar agarrada de la mía. Pero no hay ni una rosa roja en mi jardín, así que me sentaré solo, y ella me pasará. No me va a hacer caso, y mi corazón se va a romper.»

«De verdad que he aquí el verdadero amante,» dijo el Ruiseñor. «Lo que yo canto, él sufre: lo que para mí es alegría, para él es dolor. Segurísimo que el Amor es una cosa maravillosa. Es más precioso que las esmeraldas, y más caro que los ópalos finos. Ni las perlas ni las granadas pueden comprarlo, ni se encuentra en el mercado. No puede comprarse con los comerciantes, ni puede pesarse en la balanza por oro.»

«Los músicos se van a sentar en su escenario,» dijo el joven Estudiante, «y tocarán sus instrumentos de cuerda, y mi amor bailará la canción del arpa y del violín. Bailará con tanta gracia que sus pies no tocarán el suelo, y los cortesanos, con sus alegres vestidos, se amontonarán a su alrededor. Pero conmigo no bailará, porque no tengo ninguna rosa roja que regalarle;» y se echó sobre el cesped, enterró la cara entre las manos, y se puso a llorar.

«¿Por qué llora?» preguntó una pequeñita Lagartija Verde, que pasó corriendo junto a él con la cola en el aire.

«Sí, ¿por qué?» dijo una Mariposa que revoloteaba tras un rayo de sol.

«Sí, ¿por qué?» susurró una Margarita a su vecina, en una voz suave y baja.

«Llora por una rosa roja,» dijo el Ruiseñor.

«¡Por una rosa roja!» todos gritaron; «¡pero qué ridículo!» y la pequeña Lagartija, que era bastante cínica, se moría de risa.

Pero el Ruiseñor entendió el secreto del dolor del Estudiante, y se sentó silenciosamente en el roble, pensando en el misterio del Amor.

De pronto extendió sus alas cafés para volar y se elevó en el aire. Atravesó el bosquecillo como una sombra, y como una sombra navegó por el jardín.

En el centro del prado un hermoso Rosal se encontraba parado, y cuando el Ruiseñor lo vio, voló hacia él y se paró en un rocío.

«Dame una rosa roja,» gritó, «y te canto mi canción más dulce.” Pero el Árbol dijo que no con la cabeza.

«Mis rosas son blancas,” el Árbol contestó, “tan blancas como la espuma del mar, y más blancas que la nieve de la montaña. Pero ve a ver a mi hermano, que crece alrededor del viejo reloj de sol, y tal vez él te dará lo que quieres.» El Ruiseñor voló hacia el Rosal que crecía alrededor del viejo reloj de sol.

«Dame una rosa roja,» gritó, «y te canto mi canción más dulce.» Pero el Árbol dijo que no con la cabeza.

«Mis rosas son amarillas,» respondió, «tan amarillas como el cabello de la sirena que se sienta en un trono de ámbar, y más amarillas que el narciso que florece en el prado antes de que llegue el segador con su guadaña. Pero ve a ver a mi hermano, que crece bajo la ventana del Estudiante, y tal vez te dé lo que quieres.»

El Ruiseñor voló hacia el Rosal que crecía bajo la ventana del Estudiante.

«Dame una rosa roja,» gritó, «y te canto mi canción más dulce.” Pero el Árbol dijo que no con la cabeza.

«Mis rosas son rojas,» respondió, «tan rojas como los pies de la paloma, y más rojas que los grandes abanicos de coral que ondean y ondean en la caverna del océano. Pero el invierno ha helado mis venas, y la escarcha ha cortado mis capullos, y la tormenta ha roto mis ramas, y no tendré rosas este año.»

«Una rosa roja es todo lo que quiero,» gritó el Ruiseñor. «¡Sólo una rosa roja! ¿Hay alguna manera de conseguirla?»

«Hay un modo,» respondió el Árbol; «pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.»

«Dímelo,» dijo el Ruiseñor, «no tengo miedo.»

«Si quieres una rosa roja,» dijo el Árbol, «debes construirla con música bajo la luz de la luna, y mancharla con la sangre de tu corazón. Debes cantarme con el pecho contra una espina. Toda la noche me debes cantar, y la espina debe atravesarte el corazón, y tu sangre vital debe fluir por mis venas y convertirse en la mía.»

«La Muerte es un precio muy grande para una rosa roja,” gritó el Ruiseñor, «y la Vida es muy querida por todos. Es muyagradable sentarse en el verde bosque y contemplar al Sol en su carreta de oro y a la Luna en su carreta de perlas. Dulce es el aroma del espino, y dulces las campanillas que se esconden en el valle, y el arbusto que sopla en la colina. Pero el Amor es mejor que la Vida, y, ¿qué es el corazón de un pájaro comparado con el corazón de un hombre?» Así que el Ruiseñor extendió sus alas cafés para volar, y se elevó en el aire. Pasó por encima del jardín como una sombra, y como una sombra navegó por el bosquecillo.

El joven Estudiante seguía tendido en el cesped, donde el Ruiseñor lo había dejado, y las lágrimas aún no se habían secado en sus hermosos ojos.

«Sé feliz,» gritó el Ruiseñor, «sé feliz; tendrás tu rosa roja. La construiré de música a la luz de la luna, y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Todo lo que te pido a cambio es que seas un verdadero amante, porque el Amor es más sabio que la Filosofía, aunque ella sea sabia, y es más poderoso que Poder, aunque él sea poderoso. Sus alas son del color de llamas, y su cuerpo es de color de llama. Sus labios son dulces como la miel y su aliento es como el incienso.”

El Estudiante alzó la vista del cesped y escuchó, pero no entendía lo que el Ruiseñor le decía, pues sólo sabía lo que está escrito en los libros.

El Roble, en cambio, entendió y se sintió triste, ya que quería mucho al Ruiseñor que había construido su nido en sus ramas.

«Cántame una última canción,» le susurró; «me sentiré muy solo cuando te hayas ido.»

Entonces el Ruiseñor le cantó al Roble, y su voz era como el agua que burbujea de una jarra de plata.

Cuando terminó su canción, el Estudiante se levantó y sacó del bolsillo un cuaderno y un lápiz de plomo.

«Tiene forma,» se dijo, mientras se alejaba por el bosquecillo, «eso no se le puede negar; pero, ¿tiene sentimiento? Me temo que no. De hecho, es como la mayoría de los artistas; es todo estilo, sin nada de sinceridad. No se sacrificaría a sí misma por los demás. Solo piensa en la música, y todo el mundo sabe que las artes son egoístas. Aún así, hay que admitir que tiene algunas notas hermosas en su voz. Lástima que no signifiquen nada ni hagan ningún bien práctico.» Y, entrando en su cuarto, se tendió en su camita y se puso a pensar en su amor; y, después de un rato, se quedó dormido.

Y cuando la luna brilló en los cielos, el Ruiseñor voló al Rosal y apoyó el pecho en la espina. Toda la noche cantó con el pecho apoyado en la espina, y la Luna, fría y cristalina, se inclinó y escuchó. Durante toda la noche el Ruiseñor cantó, y la espina se le clavó más y más profundamente en el pecho, y se le escapó la sangre de la vida.

Cantó primero sobre el nacimiento del amor en el corazón de un niño y una niña. Y en la cima del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, así como fue canción tras canción. Al principio era pálida como la niebla que cuelga sobre el río—pálida como los pies de la mañana y plateada como las alas del amanecer. Como la sombra de una rosa en un espejo de plata, como la sombra de una rosa en un estanque, así era la rosa que florecía en la copa del Árbol.

Pero el Árbol le gritó al Ruiseñor que se apretara más contra la espina. «Aprieta más, pequeño Ruiseñor,” gritó el Árbol, «o llegará el Día antes de que la rosa esté terminada.» Así que el Ruiseñor se apretó más contra la espina, y su canto se hizo cada vez más fuerte, pues cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una doncella.

Y un delicado rubor rosa apareció en las hojas de la rosa, como el rubor en el rostro del novio cuando besa los labios de la novia. Pero la espina aún no había alcanzado el corazón del Ruiseñor, por lo que el corazón de la rosa permaneció blanco, pues sólo la sangre del corazón de un Ruiseñor puede teñir de rojo el corazón de una rosa.

Y el Árbol le gritó al Ruiseñor que se apretara más contra la espina. «Aprieta más, pequeño Ruiseñor,» gritó el Árbol, «o el Día llegará antes de que la rosa esté terminada.” Así que el Ruiseñor se apretó más contra la espina, y la espina le tocó el corazón, y una feroz punzada de dolor lo atravesó. Amargo, amargo fue el dolor, y más y más salvaje creció su canto, pues cantó del Amor que se perfecciona con la Muerte, del Amor que no muere en la tumba.

Y la rosa maravillosa se volvió roja, como la rosa del cielo oriental.

Rojo era el cinturón de pétalos, y rojo como un rubí era el corazón.

Pero la voz del ruiseñor se fue apagando, y sus pequeñas alas comenzaron a batir, y sus ojos fueron cubiertos. Su canto era más y más débil, y sintió que algo lo ahogaba en la garganta.

Entonces soltó un último estallido de música. La Luna Blanca lo escuchó, olvidó el amanecer y se quedó en el cielo. La rosa roja lo escuchó y tembló con éxtasis y abrió sus pétalos al aire frío de la mañana. El eco lo llevó a su caverna púrpura en las colinas, y despertó de sus sueños a los pastores dormidos. Flotó entre los juncos del río y llevaron su mensaje hasta el mar.

«Mira, mira,” gritó el Árbol, «la rosa ya está terminada;» pero el Ruiseñor no respondió, pues estaba muerto en el largo cesped, con la espina clavada en el corazón.

Al mediodía, el Estudiante abrió la ventana y se asomó.

«¡Pero qué suerte tan maravillosa!» exclamó, «¡aquí hay una rosa roja! No he visto una rosa igual en toda mi vida. Es tan hermosa que estoy seguro de que tiene un largo nombre en latín;» y se agachó y la arrancó.

Luego se puso el sombrero y corrió a casa del Profesor con la rosa en la mano.

La hija del Profesor estaba sentada en la puerta, enrollando seda azul en un carrete, y su perrito estaba echado a sus pies.

«Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja,» gritó el Estudiante. «Aquí tienes la rosa más roja del mundo. La llevarás esta noche junto a tu corazón, y mientras bailamos juntos te dirá cómo te quiero.” Pero la muchacha hizo una cara.

«Me temo que no combina con mi vestido,» contestó; «y, además, el sobrino del Chambelán me ha enviado joyas de verdad, y todo el mundo sabe que las joyas cuestan mucho más que las flores.»

«Entonces, ¿sabes qué? Eres muy desagradecida,” dijo el Estudiante, enojado; y aventó la rosa a la calle, donde cayó en la alcantarilla, y una llanta pasó por encima de ella.

«¡Ingrato!» dijo la muchacha. «¿Te digo algo? Eres muy grosero; y, después de todo, ¿quién eres? Sólo un Estudiante. NO sea, ni siquiera creo que tengas hebillas de plata en los zapatos, como el sobrino del Chambelán;” y se levantó de la silla y entró a la casa.

«Qué cosa tan tonta es el Amor,» dijo el Estudiante mientras se alejaba. «No es ni la mitad de útil que la Lógica, porque no prueba nada, y siempre está diciéndole a uno cosas que no van a suceder, y haciéndole creer cosas que no son ciertas. De hecho, es muy poco práctico, y, como en esta época ser práctico lo es todo, me voy de regreso a la Filosofía y estudiaré Metafísica.»

Así que regresó a su habitación, sacó un gran libro polvoriento, y se puso a leer.

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«El Collar»—Guy de Maupassant

Era una de esas chavitas bonitas y encantadoras, hija, como si fuera error del destino, de una familia de oficinistas. No tenía dote, ni expectativas, ni modos para ser reconocida, ni entendida, ni amada, ni casada con un hombre de distinción y fortuna; así que se dejó casarse con un funcionario menor en el Ministerio de Educación.

Se vestía con sencillez porque nunca le había alcanzado para nada más elaborado, pero era tan infeliz como si alguna vez había sido rica. Las mujeres no pertenecen a una casta o clase; su belleza, gracia, y encanto natural toman el lugar de nacimiento y familia. La delicadeza natural, elegancia instintiva, y la astucia determinan su lugar en la sociedad, y hacen que las hijas de los hombres comunes sean equivalentes a las damas más finas.

Sufría sin parar, sintiendo que tenía derecho a todos los placeres y a todos los lujos de la vida. Sufría debido a la pobreza de su hogar mientras miraba las paredes sucias, las sillas maltratadas, y las cortinas feas. Todas estas cosas que otra mujer de su clase ni siquiera habría notado, la atormentaban y le creaban resentimiento. Ver a la niña que le hacía los quehaceres la llenaba de terribles remordimientos y fantasías sin esperanza. Soñaba con recámaras silenciosas, decoradas con tapices orientales, iluminadas desde arriba por antorchas con soportes de bronce, mientras dos altos lacayos en calzones se echaban una siesta en sillones enormes, dormilones gracias al calor opresivo de la estufa. Soñaba con salones grandes con sedas antiguas colgando, muebles elegantes con adornos invaluables, perfumados, hechos para las fiestas con buenos amigos—hombres famosos y buscados que toda mujer envidia y desea.

Cuando se sentó a la cena en una mesa redonda cubierta con una tela ya tres días vieja en frente de su esposo, quien, levantando la tapa de la sopa, gritó emocionado, “¡Ah! ¡Estofado! Qué podría ser mejor,” ella soñaba con cenas finas, con cubiertos brillantes, con tapices que llenarían las paredes con figuras de otra época y con pájaros raros en bosques de hadas; ella soñaba con platillos deliciosos servidos en platos maravillosos, soñaba con piropos gentiles susurrados y escuchados con una inescrutable sonrisa mientras ella comía la carne rosa de una trucha, o las alas de una codorniz.

No tenía ni vestidos, ni joyas, ni nada; y esas eran las únicas cosas que ella amaba. Sentía que había sido hecha para estas cosas. Quería causar tanto encanto, tanta envidia, quería ser deseada y buscada.

Tenía una amiga rica, una antigua colega en el convento, a quien ya no quería visitar porque sufría tanto cuando regresaba a casa. Por días enteros después ella lloraría con pesar, arrepentimiento, desesperación y miseria.

Una noche su esposo llegó a casa triunfante, sosteniendo un sobre grande en su mano.

“Mira,” dijo, “aquí hay algo para ti.”

Ella rompió el sobre y sacó una carta, la cual tenía impresas las palabras:

“El Ministro de Educación y la Sra. Georges Rampouneau solicitan el placer de la compañía del Sr. y la Sra. Loisel en el Ministerio, la noche del lunes 18 de enero.”

En lugar de sentirse encantada, como su marido había esperado, aventó la invitación en la mesa con resentimiento, y murmuró:

“¿Y qué quieres que haga con eso?”

“Pero querida, pensé que te daría mucho gusto. Nunca sales, ¡y será una ocasión tan linda! Me costó tanto trabajo conseguir esa invitación. Todos quieren ir; es muy exclusiva, no es como si dan muchas invitaciones a oficinistas. El ministerio entero va a estar presente.”

Lo miró enojada y dijo, impaciente:

“¿Y qué esperas que me ponga si voy?”

Él no había pensado en eso. Tartamudeó:

“Pero, pues el vestido que usas para ir al teatro. Me parece muy bonito…”

Se detuvo, atónito, estresado al ver a su esposa llorando. Dos lágrimas enormes brotaron lentamente de las orillas de sus ojos a las orillas de su boca. Él tartamudeó:

“¿Qué pasa? ¿Qué pasa?”

Con gran esfuerzo ella superó su tristeza y con calma contestó, mientras se limpiaba los cachetes mojados:

“Nada. Solo que no tengo vestido y entonces no puedo ir a esta fiesta. Dale tu ivitación a algún amigo tuyo cuya esposa tenga mejor ropa que yo.”

Él estaba angustiado, pero intentó de nuevo:

“A ver, Mathilde. ¿Cuánto costaría un vestido apropriado, uno que pudieras usar en otras ocasiones, algo muy sencillo?”

Ella pensó por un momento, calculando el costo, y también preguntándose qué cantidad podría pedir sin un no inmediato y una exclamación alarmada del oficinista codo.

Al fin contestó, vacilante:

“No sé exactamente, pero creo que podría hacerlo con cuatroscientos francos.”

Él se puso un poco pálido, ya que había estado ahorrando esa misma cantidad para comprar un rifle y consentirse a sí mismo con un viaje de cazería el siguiente verano, en el campo cerca de Nanterre, con algunos amigos que le disparaban a las alondras ahí los domingos.

Aún así, dijo:

“Muy bien, te puedo dar cuatroscientos francos. Pero intenta conseguir un vestido realmente hermoso.”

El día de la fiesta se acercaba, y la Señora Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Su vestido estaba listo, de todos modos. Una noche su esposo le dijo:

“¿Qué pasa? Has estado actuando raro estos últimos tres días.”

Ella contestó: “Estoy angustiada porque no tengo joyas, ni una sola piedra preciosa que usar. Me voy a ver pobre. Casi que preferiría no ir a la fiesta.”

“Podrías usar flores,” él dijo, “están muy de moda en esta época del año. Por diez francos podrías obtener dos o tres rosas magníficas.”

Ella no estaba convencida.

“No; no hay nada más humillante que verse pobre en medio de un montón de mujeres ricas.”

“¡Qué estúpida eres!” su marido gritó. “Ve a ver a tu amiga, la Señora Forestier y pregúntale a ver si te presta algunas joyas. La conoces suficientemente bien para eso.”

Lanzó un grito de alegría.

«Por supuesto. No había pensado en eso.»

Al día siguiente fue a casa de su amiga y le contó su angustia.

Madame Forestier fue a su armario de espejos, sacó una caja grande, la trajo, la abrió y le dijo a Madame Loisel:

«Elige, querida.»

Primero vio unas pulseras, luego un collar de perlas, después una cruz veneciana de oro incrustada con piedras preciosas, de exquisita factura. Se probó las joyas en el espejo, dudó, no soportaba desprenderse de ellas, devolverlas. No paraba de preguntar:

«¿No tienes nada más?»

«Pues sí. Pero no sé lo que te gusta.»

De pronto descubrió, en una caja de tela brillante negra, un soberbio collar de diamantes, y su corazón empezó a latir con un deseo incontrolado. Le temblaron las manos al cogerlo. Se lo abrochó al cuello, por encima del vestido de cuello alto, y se quedó extasiada mirándose a sí misma.

Luego preguntó ansiosa, vacilante:

«¿Me prestarías esto, sólo esto?»

«Sí, por supuesto.”

Echó los brazos al cuello de su amiga, la abrazó con entusiasmo y huyó con su tesoro.

Llegó el día de la fiesta. Madame Loisel fue un éxito. Estaba más guapa que todas las demás mujeres, elegante, graciosa, sonriente y llena de alegría. Todos los hombres la miraban, le preguntaban su nombre, intentaban ser presentados. Todos los funcionarios del gabinete querían bailar el vals con ella. El ministro se fijó en ella.

Bailaba desenfrenadamente, con pasión, ebria de placer, olvidándolo todo en el triunfo de su belleza, en la gloria de su éxito, en una especie de nube de felicidad, hecha de todo ese respeto, de toda esa admiración, de todos esos deseos despertados, de esa sensación de triunfo que es tan dulce para el corazón de una mujer.

Se fue como a las cuatro de la mañana. Su marido dormía desde medianoche en una pequeña antesala desierta con otros tres caballeros cuyas esposas se divertían.

Se echó sobre los hombros la ropa que había traído para salir a la calle, la ropa de una vida corriente, cuya modestia contrastaba fuertemente con la elegancia del vestido de baile. Ella lo sintió y quiso salir corriendo, para no ser notada por las otras mujeres que se envolvían en pieles caras.

Loisel la detuvo.

«Espera un momento, te vas a resfriar fuera. Iré a buscar un taxi.»

Pero ella no le hizo caso y bajó corriendo las escaleras. Cuando por fin estuvieron en la calle, no encontraron ningún taxi y empezaron a buscarlo, gritando a los taxistas que veían pasar a lo lejos.

Bajaron desesperados hacia el río Sena, temblando de frío. Por fin encontraron en el muelle uno de esos viejos taxis nocturnos que solo se ven en París de noche, como si se avergonzaran de mostrar su cutrez durante el día.

Los dejaron en la puerta de su casa, en la Rue des Martyrs, y subieron tristemente los escalones hasta su apartamento. Todo había terminado, para ella. Y él se acordaba de que tenía que estar de regreso en su oficina a las diez.

Frente al espejo, se quitó la ropa de los hombros, echándose un último vistazo en todo su esplendor. Pero de repente lanzó un grito. Ya no tenía el collar puesto.

«¿Qué ocurre?» le preguntó su marido, ya medio desnudo.

Ella volteó a verlo, completamente en pánico.

«Tengo… Tengo… Ya no tengo el collar de Madame Forestier.»

Él se levantó, angustiado.

«¡Qué! … ¡cómo! … ¡es imposible!»

Buscaron en los dobleces de su vestido, en los pliegues de su capa, en sus bolsillos, por todas partes. Pero no lo encontraron.

«¿Estás segura de que aún lo llevabas puesto cuando saliste del baile?» él le preguntó.

«Sí. Lo toqué en el lobby del Ministerio.»

«Pero si lo hubieras perdido en la calle lo habríamos oído caer. Debe de estar en el taxi.»

«Sí. Probablemente. ¿Te acuerdas de su número?»

«No. Y tú, ¿no te diste cuenta?»

«No.»

Se miraron fijamente, atónitos. Por fin, Loisel volvió a vestirse.

«Ya vuelvo,» dijo, «voy por todo el recorrido que hicimos, a ver si lo encuentro.»

Se fue. Ella permaneció toda la noche con su vestido de baile, sin fuerza para irse a la cama, ahí sentada en una silla, sin fuego, con la mente en blanco.

Su marido regresó como a las siete. No encontró nada.

Fue a la policía, a los periódicos para ofrecer una recompensa, a las compañías de taxis, a todos lados donde le guiaba el más mínimo pedacito de esperanza.

Esperó todo el día, en el mismo estado de inexpresiva desesperación de antes de este espantoso desastre.

Loisel regresó al anochecer, con la cara pálida; no encontró nada.

«Le tienes que escribir a tu amiga,» le dijo, «dile que el cierre de su collar se rompió, óy que lo estás arreglando. Nos dará tiempo para buscar un poco más.»

Ella le escribió como él le aconsejó.

Después de una semana habían perdido toda esperanza.

Y el Sr. Loisel, que había envejecido cinco años, dijo:

«Tenemos que considerar cómo reemplazar la joya.»

Al día siguiente agarraron la caja que había guardado el collar y fueron a ver al joyero cuyo nombre encontraron dentro. Consultó sus recibos.

«No fui yo, madame, quien vendió el collar; simplemente me encargué de suministrar el estuche.»

Y así fueron de joyero a joyero, buscando un collar como el otro, consultando sus recuerdos, enferms ambos de pena y angustia.

En una tienda del Palais Royal encontraron un collar de diamantes que parecía ser exactamente lo que buscaban. Valía cuarenta mil francos. Podrían comprarlo por treinta y seis mil.

Así que le rogaron al joyero que no lo vendiera durante tres días. Y acordaron que se lo devolvería por treinta y cuatro mil francos si encontraban el otro collar antes de finales de febrero.

El señor Loisel tenía dieciocho mil francos que le había dejado su padre. El resto se lo prestarían.

Y pidió prestado, pidiendo mil francos a un hombre, quinientos a otro, cinco luises aquí, tres luises allá. Dio pagarés, hizo acuerdos ruinosos, trató con usureros, con todo tipo de prestamistas. Comprometió el resto de su vida, se arriesgó a firmar pagarés sin saber si podría honrarlos alguna vez, y, aterrorizado por la angustia que aún le esperaba, por la negra miseria que estaba a punto de caer sobre él, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y todas las torturas morales que estaba a punto de sufrir, fue a buscar el collar nuevo, y depositó sobre el mostrador del joyero treinta y seis mil francos.

Cuando Madame Loisel le devolvió el collar, Madame Forestier le dijo fríamente:

«Debiste haberlo devuelto antes, pude haberlo necesitado.»

Para su alivio, su amiga no abrió el estuche. Si hubiera detectado la sustitución, ¿qué habría pensado? ¿Qué habría dicho? ¿Habría considerado a su amiga una ladrona?

Desde entonces, Madame Loisel conoció la vida de los más desafortunados. Pero desempeñó su papel heroicamente. La terrible deuda debía ser pagada. Ella la pagaría. Despidieron a su criada; cambiaron de casa; rentaron un cuartito bajo el tejado.

Llegó a conocer la monotonía de las tareas domésticas, las odiosas labores de la cocina. Lavó los platos, manchando sus uñas rosadas en las ollas grasientas y en el fondo de las sartenes. Lavaba la ropa sucia, las camisas y los trapos de cocina, que ella colgaba para secar en un tendedero; bajaba la basura a la calle todas las mañanas y subía el agua, deteniéndose en cada oportunidad para recuperar el aliento. Y, vestida como una plebeya, iba a la frutería, a la tienda de ultramarinos, a la carnicería, con su cesta al brazo, regateando, insultando, peleándose por cada miserable centavo.

Cada mes tenían que pagar unos pagarés, renovar otros, conseguir más tiempo.

Su marido trabajaba todas las tardes haciendo cuentas para un comerciante, y, a menudo, hasta altas horas de la noche, se sentaba a copiar un manuscrito a cinco centavos la página.

Y esta vida duró diez años.

Al cabo de diez años lo habían pagado todo, todo, a tasas de interés locas y sus respectivas acumulaciones.

Madame Loisel parecía ya vieja. Se había vuelto fuerte, dura y áspera como todas las mujer como ella. Con el pelo a medio peinar, las faldas desarregladas y las manos enrojecidas, hablaba en voz alta mientras echaba al suelo grandes cubetazos de agua. Pero a veces, cuando su marido estaba en la oficina, se sentaba cerca de la ventana y pensaba en aquella velada del baile de hacía tanto tiempo, cuando había estado tan hermosa y había sido tan admirada.

¿Qué habría pasado si no hubiera perdido aquel collar? Quién sabe. ¡Qué extraña es la vida, qué inestable! ¡Qué poco se necesita para que uno se arruine o se salve!

Un domingo, mientras paseaba por los Campos Elíseos para refrescarse después del trabajo de la semana, vio de pronto a una mujer que caminaba con un niño. Era Madame Forestier, todavía joven, todavía hermosa, todavía encantadora.

Madame Loisel se emocionó. ¿Debería hablar con ella? Sí, por supuesto. Y ahora que había pagado, se lo contaría todo. ¿Por qué no?

Se acercó a ella.

«Buenos días, Jeanne.»

La otra, asombrada de que aquella mujer común se dirigiera a ella con tanta familiaridad, no la reconoció. Tartamudeó:

«Pero, madame, no lo sé. Se habrá equivocado.»

«No, soy Mathilde Loisel.»

Su amiga lanzó un grito.

«¡Oh… mi pobre Mathilde, ¡cómo has cambiado!…»

«Sí, he pasado momentos difíciles desde la última vez que te vi, y muchas miserias… ¡y todo por tu culpa!…»

«¿Yo? ¿Cómo puede ser eso?»

«¿Recuerdas el collar de diamantes que me prestaste para que me lo pusiera en la fiesta del Ministerio?»

«Sí. ¿Qué tiene?»

«Bueno, lo perdí.»

«¿Cómo? Lo trajiste de regreso.»

«Te traje otro exactamente igual. Y nos ha costado diez años pagarlo. No ha sido fácil para nosotros, teníamos muy poco. Pero por fin todo eso se acabó, y estoy muy contenta.»

Madame Forestier se sorprendió.

«¿Estás diciendo que compraste un collar de diamantes para reemplazar el mío?»

«Sí; ¿no te diste cuenta entonces? Eran muy parecidos.»

Sonrió con un placer orgulloso e inocente.

Madame Forestier, profundamente conmovida, la tomó de ambas manos.

«¡Ay, mi pobre Mathilde! ¡El mío era una imitación! ¡Valía quinientos francos a lo mucho!»

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«Cosas Que Mi Madre Dijo»—Nana Kwame Adjei–Brenyah

Lo que más le gustaba a mi madre decirme era, “No soy tu amiga.” Seguido me diría, “Eres mi hijo primogénito, mi único hijo,” como recordatorio para no morir. Amaba decir, como para mantenerme humilde, “Yo no tuve una madre. Tú tienes suerte. Tú tienes una madre.”

Cuando la tele se apagó, mi madre dijo, “Qué bueno. Ahora puedes leer más.” Luego, nuestra casa en las faldas de un monte perdió toda su vida: gas, agua, lo eléctrico.

Un día llegué a casa al cálido aroma de pollo y arroz. No había podido robarme una segunda hamburguesa en la cafetería de la escuela ese día. Mi estómago lloraba. En casa, el refri se había vuelto un ataúd que no lleva nada. La estufa y el horno eran pura decoración con la intención de hacer ver la caja moribunda como un hogar. El hambre pintaba esos días.

“¿De dónde es esto?” pregunté, de una vez sirviéndome una porción saludable de una olla gris desgastada.

Mi madre pretendió no escucharme. Estaba estudiando las páginas de su masiva biblia blanca en la mesa de la cocina. Anchas hojas de luz atravesaban la ventana y la cubrían. Pasaba sus días leyendo esa enorme biblia. Las páginas se deterioraban a finas láminas con sus dedos revoloteando de salmo a salmo. Ella estaría dormida al primer salpicón del atardecer. Yo, por otro lado, estaría despierto por horas. Intentando hacer tarea con el brillo azul de mi celular, aferrándome a su luz hasta que se me muera. En la noche, el hambre y yo nos acurrucamos juntos. Me quedaba dormido pensando que un día yo podría cambiarlo todo.

Esa tarde me comí el pollo y el arroz. Sabía a pimienta y humo. “¿Cómo hiciste esto, Mamá?” pregunté de nuevo. Me miró por encima de su biblia. “Auwrade. ¿Oraste antes de comer? ¿Recitaste tus salmos hoy?” Comí rápido, ávidamente. Mastiqué los huesos hasta que se hicieron astillas en mi boca.

Otra cosa que mi madre decía seguido: “Eres lo mejor que me ha pasado en la vida.”

Luego, cuando estaba en el jardín, dudoso de regresar a la caja moribunda mientras el sol se sumergía, encontré un cachito de pasto quemado y un pequeño círculo de rocas y piedritas ennegrecidas. Una luna de ceniza marcada en un mar del salvaje pasto verde. Toqué una piedra gris parcialmente ennegrecida por flamas para ver si seguía caliente. Me sentí orgulloso y avergonzado.

Para que quede claro, sé que tuve suerte, sé que tengo suerte, no creo que eres estúpida, sé que no soy tu amigo, espero que puedas estar orgullosa de mí.


“Things My Mother Said”—extraído del libro Friday Black publicado en Octubre del 2018.

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«Hoy Cuando Te Pregunté Sobre Una Pareja Que Conocíamos En Canberra»—Kathy Fish

¿Cuáles eran sus nombres?

Él trabajó contigo. Sus hijas la hacían de niñeras. ¿Recuerdas que criaban gallinas en su jardín antes de que fuera cool criar gallinas en tu jardín? Ella me llamaba “linda” y por mucho tiempo pensé que me estaba llamando “vida.” ¿Crees que sigan vivos? Te apuesto a que no los reconocería si pasara al lado de ellos en la calle. Hay tanta gente como esa ahora. Podría llenar un auditorio con todos.

Sacudiste la cabeza como lo haces y te pusiste tus audífonos de regreso, tus pies en el sofá, y bajaste la mirada a tu pantalla. Tu espalda estaba contra la ventana y había comenzado a nevar.

Sacudí mis brazos y deslizaste los audífonos de nuevo hacia arriba, dejándolos encima de tu cabeza como orejas de ratón invertidas.

¿Pero tú qué piensas? ¿Cuál es el punto de lo que sea si una no puede recordar a las personas? Ellos me gustaban tanto. Él había bromeado que bombardear la Casa Blanca sería un desperdicio de buenos explosivos. ¿Qué estaba pasando en el mundo en ese entonces? ¡Cómo nos reímos! Ni me acuerdo cómo se veía. Pequeño y delgado, eso es todo. ¡Qué raro!

Me miraste como si estuviera describiendo la redondez de la tierra o el verde del pasto. No es tan raro, dijiste, jalando tus audífonos a cubrir tus oídos. Algo en tu compu te estaba haciendo reír. Afuera, guantes blancos se habían formado en los pequeños puños de los pinos.

Al rato, cuando cerré los ojos, vino a mí: Sus nombres eran Arlo y Helen Freitag. Tenían cuatro hijas y un basset hound. Un día después de Navidad, nos sentamos alrededor en su comedor mientras Helen contaba una historia muy larga. No recuerdo la historia y no recuerdo el nombre del basset hound o siquiera los nombres de sus hijas, pero recuerdo el ventilador barriendo nuestras caras y el bebé llorando y lo llenos y acalorados y borrachos que estábamos. Cuando ella finalmente terminó todos estábamos tan aliviados. Luego Arlo Freitag jaló a su esposa y la besó de lleno en los labios, y por un buen tiempo.


“Today When I Asked You About A Couple We Knew In Canberra”—extraído de la revista Washington Square Review publicada en la primavera del 2020.

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«Catedral»—Raymond Carver

Este hombre ciego, un viejo amigo de mi esposa, estaba de camino a pasar la noche aquí. Su esposa había muerto. Así que estaba visitando a los familiares de la esposa muerta, en Connecticut. Llamó a mi esposa desde la casa de sus suegros. Se hicieron arreglos. Él vendría en tren, un viaje de cinco horas, y mi esposa se encontraría con él en la estación. No lo había visto desde que trabajó para él un verano en Seattle hace diez años. Pero ella y el ciego habían mantenido contacto. Grababan cintas y las mandaban por correo de ida y vuelta. No me entusiasmaba la idea de su visita. No era nadie que yo conociera. Y el que fuera ciego me molestaba. Mi idea de ceguera venía de las películas. En las películas, el ciego se mueve lentamente y nunca se ríe. A veces los guiaban perros. Un hombre ciego en mi casa no es algo que quería.

Ese verano en Seattle ella necesitaba un trabajo. No tenía nada de dinero. El hombre con el que se iba a casar al final del verano estaba en la academia de policías. Él tampoco tenía nada de dinero. Pero ella estaba enamorada del güey, y él enamorado de ella, etc. Ella había visto algo en el periódico: SE BUSCA AYUDA—Leyéndole a Hombre Ciego, y un número de teléfono. Ella llamó y fue para allá, la contrataron ahí mismo. Trabajó con este ciego todo el verano. Le leyó casos, reportes, ese tipo de cosas. Le ayudó a organizar su pequeña oficina en el departamento de servicio social. Se volvieron buenos amigos, mi esposa y el ciego. En su último día en la oficina, el ciego preguntó si podía tocar su cara. Ella dijo que sí. Me dijo que con sus dedos tocó cada parte de su cara, su nariz—¡hasta su cuello! Nunca lo olvidó. Hasta intentó escribir un poema sobre ello. Ella siempre estaba intentando escribir un poema. Escribía un poema o dos cada año, normalmente después de que algo muy importante le hubiera sucedido.

Cuando ella y yo empezamos a salir, me enseñó el poema. En el poema, ella recordaba sus dedos y la manera en que se habían movido por su cara. En el poema, ella hablaba de lo que había sentido en ese momento, de lo que pasaba por su mente cuando el ciego tocó su nariz y sus labios. Puedo recordar que no me había impresionado mucho el poema. Claro, no le dije eso. Tal vez solo no entiendo la poesía. Admito que no es lo primero que escojo cuando quiero leer algo.

Bueno, este hombre que disfrutó de sus favores primero, este futuro-oficial, él había sido su amor desde la infancia. Así que bueno. Lo que digo es que al final del verano ella dejó que el ciego le tocara la cara con sus manos, le dijo adiós, se casó con su amor de infancia y así, quien para ese entonces ya era un oficial comisionado, y se mudó de Seattle. Pero habían mantenido contacto, ella y el ciego. Ella lo contactó primero después de un año, más o menos. Ella lo llamó una noche desde una base de la Fuerza Aérea en Alabama. Quería hablar. Hablaron. Él le pidió que le mandara una cinta y le contara sobre su vida. Y eso es lo que hizo. Mandó la cinta. En la cinta, ella le contaba al ciego que amaba a su esposo pero que no le gustaba dónde vivían y no le gustaba que era parte de la cosa esa del complejo militar-industrial. Le contó que había escrito un poema y que él era parte. Le contó que estaba escribiendo un poema sobre cómo era ser la esposa de un oficial de la Fuerza Aérea. El poema aún no estaba terminado. Aún lo estaba escribiendo. El ciego grabó una cinta. Le mandó la cinta. Ella hizo una cinta. Y así fue por años. Al oficial de mi esposa lo mandaban de una base a otra. Ella mandó cintas desde BFA Moody, McGuire, McConnell, y finalmente Travis, cerca de Sacramento, donde una noche se sintió muy sola y separada de personas que ella seguía perdiendo en esa vida tan movida. Llegó a sentir que ya no podía dar otro paso. Entonces fue y se tragó todas las pastillas y cápsulas del botiquín y las bajó con una botella de ginebra. Después se metió a un baño caliente y ahí se desmayó.

Pero en vez de morirse, se enfermó. Vomitó. Su oficial—¿por qué debería darle nombre? él fue el amor de la infancia, ¿qué más quiere?—llegó a casa de algún lado, la encontró, y llamó a una ambulancia. Un tiempo después, ella lo puso todo en una cinta y le mandó la cinta al ciego. Por años ella puso todo tipo de cosas en cintas y le mandó las cintas así nomás. Además de escribir un poema cada año, creo que era su pasatiempo principal. En una cinta, ella le dijo al ciego que había decidido dejar de vivir con su oficial por un tiempo. En otra cinta, le contó sobre su divorcio. Ella y yo comenzamos a salir, y claro que le contó al ciego sobre ello. Le contó todo, o así me parecía. Una vez me preguntó si me gustaría escuchar la última cinta que le había enviado el ciego. Esto fue hace un año. Yo estaba en la cinta, me dijo. Así que dije que okay, que la escucharía. Nos serví unos tragos y nos acomodamos en la sala. Nos alistamos para escuchar. Primero insertó la cinta en el reproductor y ajustó unos botones. Luego empujó una palanquita. La cinta soltó un chillido y luego alguien empezó a hablar en esta voz fuerte. Le bajó al volumen. Después de unos minutos de charla inofensiva, escuché mi propio nombre en la boca de este extraño, ¡este ciego que ni conozco! Y luego esto: “De todo lo que me has dicho de él, solo puedo concluir—” Pero fuimos interrumpidos, un golpe en la puerta, algo, y nunca regresamos a la cinta. Tal vez es mejor así. Ya había escuchado todo lo que quería.

Ahora este mismo ciego iba a venir a mi casa a dormir.

“Tal vez lo puedo llevar a jugar boliche,” le dije a mi esposa. Ella estaba preparando un guisado de papa. Dejó el cuchillo que estaba usando y se volteó.

“Si me amas,” dijo, “puedes hacer esto por mí. Si no me amas, okay. Pero si tú tuvieras un amigo, cualquier amigo, y el amigo viniera a visitar, lo haría sentir cómodo.” Se limpió las manos con la toalla para secar platos.

“Yo no tengo amigos ciegos,” le dije.

“Tú no tienes amigos,” dijo ella. “Punto. Además,” dijo, “¡no manches, su esposa acaba de morir!”

No contesté. Me había contado un poco sobre la esposa del ciego. Su nombre era Beulah. ¡Beulah! Ese nombre es de alguien de color.

“¿Su esposa era Negra?” pregunté.

“¿Estás loco?” dijo mi esposa. “¿Te pegaste en la cabeza o algo?” Recogió una papa. La vi caer al piso y rodar bajo la estufa. “¿Qué te pasa?” dijo. “¿Estás borracho?”

“Solo preguntaba,” dije.

Justo entonces mi esposa me puso al corriente con más detalle del que me importaba. Me serví un trago y me senté en la cocina para escuchar. Pedazos de la historia empezaban a caer en su lugar.

Beulah había ido a trabajar para el ciego el verano después de que mi esposa había dejado de trabajar para él. Pronto Beulah y el ciego se armaron una boda en una iglesia. Era una boda pequeña—¿quién querría ir a una boda así en primer lugar?—solo ellos dos, más el ministro y la esposa del ministro. De igual manera, una boda en una iglesia. Era lo que Beulah había querido, él había dicho. Pero aún en ese entonces Beulah debió haber estado cargando el cáncer en sus glándulas. Después de que habían sido inseparables por ocho años—palabra de mi esposa, inseparables—la salud de Beulah rápidamente decayó. Se murió en una habitación de un hospital en Seattle, el ciego sentado al lado de su cama, agarrando su mano. Se habían casado, vivieron y trabajaron juntos, durmieron juntos—tuvieron sexo, seguro—y luego el ciego tuvo que enterrarla. Todo esto sin siquiera poder haber visto cómo se veía la maldita mujer. Era algo que solo no entiendo. Escuchando esto, me sentí mal por el ciego, por un momento. Y luego me encontré pensando en qué vida tan lamentable habría de haber tenido esta mujer. Imagina a una mujer que nunca pudo verse a sí misma como se veía en los ojos de su amado. Una mujer que podría ir día tras día y nunca recibir el menor de los cumplidos de parte de su amado. Una mujer cuyo marido nunca le pudo haber leído la expresión en su cara, fuera miseria o algo mejor. Alguien que podría usar maquillaje o no—¿qué diferencia le haría a él? Ella podría, si quisiera, usar sombra verde en un ojo, un alfiler en su fosa nasal, pantalones amarillos, y zapatos morados, no importaría. Y luego deslizarse a la muerte, la mano del ciego sobre la suya, sus ojos ciegos derramando lágrimas—lo estoy imaginando ahora—su último pensamiento tal vez este: que él nunca supo cómo se veía, y ella en un exprés hacia la tumba. A Robert lo dejaron con una pequeña póliza de seguro y con media moneda de veinte pesos mexicanos. La otra mitad de la moneda se fue a la caja, con ella. Patético.

Así que cuando llegó la hora, mi esposa fue al depósito a recogerlo. Sin nada qué hacer más que esperar—seguro, lo culpaba por eso—me estaba echando un trago, viendo la tele, cuando escuché el carro llegando. Me levanté del sofá con mi trago y fui a la ventana a ver.

Vi a mi esposa riéndose mientras estacionaba el carro. La vi salir del carro y cerrar la puerta. Todavía traía una sonrisa. Simplemente increíble. Fue al otro lado del carro, a donde el ciego ya se estaba empezando a bajar. Este ciego, imagina esto, ¡traía una barba enorme! ¡Una barba en un ciego! Demasiado, digo yo. El ciego agarró una maleta del asiento trasero y la sacó jalandola. Mi esposa lo tomó del brazo, cerró la puerta del carro, y, hablando todo el camino, lo movió por la cochera y luego por los escalones que dan a la entrada de la casa. Apagué la tele. Me terminé mi trago, enjuagué el vaso, sequé mis manos. Y luego fui a la puerta.

Mi esposa dijo, “Quiero que conozcas a Robert. Robert, este es mi esposo. Te he contado todo sobre él.” Ella estaba radiante. Traía a este ciego agarrado de la manga de su abrigo.

El ciego dejó su maleta y me extendió la mano.

La tomé. Apretó fuerte, sostuvo mi mano, y luego la soltó.

“Siento como si ya te conociera,” gritó.

“Igualmente,” dije. No supe qué más decir. Luego dije, “Bienvenido. He escuchado mucho de ti.” Nos comenzamos a mover, un pequeño grupo, de la entrada a la sala, mi esposa guiándolo del brazo. El ciego estaba cargando su maleta en su otra mano. Mi esposa dijo cosas como, “Aquí a tu izquierda, Robert. Sí, así. Ahora con cuidado, ahí hay una silla. Eso. Siéntate justo aquí. Este es el sofá. Acabamos de comprar este sofá hace dos semanas.”

Empecé a decir algo sobre el viejo sofá. Me gustaba ese viejo sofá. Pero no dije nada. Luego quise decir algo más, platiquilla, sobre el viaje escénico por el Hudson. Como de camino a Nueva York, te deberías sentar del lado derecho del tren, y viniendo de Nueva York, del lado izquierdo.

“¿Te fue bien en el tren?” dije. “¿De qué lado te sentaste en el tren, por cierto?”

“Qué pregunta, ¡de qué lado!” dijo mi esposa. “¿Qué importa de qué lado?” dijo.

“Solo preguntaba,” dije.

“Del lado derecho,” dijo el ciego. “No me había subido a un tren en casi cuarenta años. No desde que era un niñito. Con mi papá y mi mamá. Ha sido mucho tiempo. Casi se me había olvidado la sensación. Ahora tengo invierno en mi barba,” dijo. “O eso me han dicho, de todos modos. ¿Me veo distinguido, querida?” el ciego le dijo a mi esposa.

“Te ves distinguido, Robert,” dijo ella. “Robert,” dijo. “Robert, es tan bueno verte.”

Mi esposa al fin quitó su mirada del ciego y me miró a mí. Tuve el sentimiento de que no le gustó lo que vio. Me dio igual.

Nunca había conocido, personalmente, a alguien que estuviera ciego. Este ciego estaba ya muy en sus cuarentas, un hombre pesado y calvo con hombros encorvados, como si estuviera cargando un gran peso ahí. Usaba pantalones color café, zapatos color café, una camisa color café clarito, una corbata, y un rompevientos. Elegante. También traía esta barba enorme. Pero no usaba bastón y no usaba lentes oscuros. Siempre había pensado que lentes oscuros eran necesarios para los ciegos. Cómo quisiera que trajera un par. A primer vistazo, sus ojos se veían como los de cualquiera. Pero si mirabas bien, había algo diferente en ellos. Demasiado blanco en la iris, por un lado, y las pupilas parecían moverse por todos lados sin su conocimiento, o sin que él pudiera detenerlo. Qué miedo. Mientras me le quedaba viendo a su cara, vi la pupila izquierda girar hacia su nariz mientras la otra hacía un esfuerzo para quedarse en un solo lugar. Pero era solo un esfuerzo, ya que un ojo estaba vagando sin su conocimiento, o sin querer.

Dije, “Déjame prepararte un trago. ¿Cuál es tu placer? Tenemos un poquito de todo. Es uno de nuestros pasatiempos.”

“Compadre, yo soy hombre de whiskey,” dijo rápidamente con su vozarrón.

“Cierto,” dije. ¡Compadre! “Seguro que lo eres. Lo sabía.”

Dejó que sus dedos tocaran su maleta, que estaba arrimada al lado del sofá. Estaba orientándose. No lo culpo por eso.

“Me llevo eso a tu cuarto,” dijo mi esposa.

“No, está bien,” el ciego dijo fuertemente. “Puede subir cuando yo suba.”

“¿Algo de agua con el whiskey?” dije.

“Muy poquita,” dijo él.

“Lo sabía,” dije.

Él dijo, “Solo unas gotas. El actor irlandés, ¿Barry Fitzgerald? Soy como ese güey. Cuando bebo agua, dijo Fitzgerald, bebo agua. Cuando bebo whiskey, bebo whiskey.” Mi esposa se rió. El ciego puso su mano bajo su barba. Levantó su barba lentamente y la dejó caer.

Preparé los tragos, tres vasos grandes de whiskey con unas gotas de agua en cada uno. Luego nos pusimos cómodos y platicamos sobre los viajes de Robert. Primero el vuelo largo de la costa oeste a Connecticut, cubrimos eso. Luego de Connecticut para acá en tren. Nos tomamos otro trago para platicar de esa parte del viaje.

Recordé haber leído en alguna parte que los ciegos no fuman porque, se especulaba, no podían ver el humo que exhalaban. Pensé que sabía eso y hasta ahí llegaba mi conocimiento sobre la gente ciega. Pero este hombre viejo fumó su cigarro hasta el filtro y luego prendió otro. Este ciego llenó el cenicero y mi esposa lo vació.

Cuando nos sentamos a la mesa para cenar, nos tomamos otro trago. Mi esposa llenó el plato de Robert con filete en cubos, guisado de papas, ejotes. Yo le mantequillé dos pedazos de pan. Dije, “Aquí hay pan con mantequilla para ti.” Bebí de mi trago. “Ahora, oremos,” dije, y el ciego agachó la cabeza. Mi esposa me miró, boquiabierta. “Oremos para que el teléfono no suene y la comida no se enfríe,” dije.

Le entramos. Nos comimos todo lo que había de comer en la mesa. Comimos como si no hubiera mañana. No hablamos. Comimos. Descuartizamos. Casi nos comemos la mesa. Comimos seriamente. El ciego localizó de inmediato sus comidas, sabía exactamente dónde estaba todo en su plato. Lo miré con admiración mientras usaba su cuchillo y su tenedor para la carne. Cortaba dos pedazos de carne, los llevaba a su boca, y luego se lanzaba por las papas, luego los ejotes, y luego rompía un pedazo del pan con mantequilla y se comía eso. Seguiría todo eso con un gran trago de leche. Tampoco parecía molestarle usar sus dedos de vez en cuando.

Nos terminamos todo, incluyendo la mitad de un pay de fresa. Por un rato, nos quedamos sentados como aturdidos. Sudor en nuestras caras. Finalmente, nos levantamos de la mesa y dejamos los platos sucios. No miramos atrás. Fuimos a la sala y nos hundimos en nuestros lugares de nuevo. Robert y mi esposa en el sofá. Yo en el sillón grande. Nos tomamos dos o tres tragos más mientras ellos hablaban sobre las cosas importantes que les habían pasado en los últimos diez años. La mayoría del tiempo yo solo escuchaba. De vez en cuando participaba. No quería que él pensara que me había ido del cuarto, y no quería que ella pensara que me estaba sintiendo excluido. Hablaban de cosas que les habían pasado a ellos—¡a ellos!—estos últimos diez años. En vano esperé escuchar mi nombre en los dulces labios de mi esposa: “Y luego mi querido esposo llegó a mi vida”—algo así. Pero no escuché nada de eso. Más plática sobre Robert. Robert había hecho un poco de todo, al parecer, un ciego mil-usos así normalón. Pero más recientemente, él y su esposa habían tenido una distribuidora de Amway, de la cual, por lo que entendí, habían ganado bastante. El ciego también era un radioaficionado. Hablaba en su vozarrón sobre conversaciones que había tenido con otros radioaficionados en Guam, en las Filipinas, en Alaska, hasta en Tahití. Dijo que tendría muchos amigos allá, si alguna vez quisiera visitar esos lugares. De vez en cuando volteaba su cara ciega hacia mí, ponía su mano bajo su barba, y me preguntaba algo. ¿Cuánto tiempo llevaba en mi posición actual? (Tres años.) ¿Me gustaba mi trabajo? (No.) ¿Me quedaría en ese trabajo? (¿Qué opción había?) Finalmente, cuando pensé que se estaba cansando, me levanté y prendí la tele.

Mi esposa me miró irritada. Se estaba enojando hasta casi explotar. Luego se volteó con Robert y dijo, “Robert, ¿tú tienes tele?”

El ciego dijo, “Querida, tengo dos teles. Una a color y una cosa solo de blanco y negro, una vieja reliquia. Es chistoso, pero si prendo la tele, y siempre la estoy prendiendo, prendo la de color. Qué chistoso, ¿no creen?”

No sabía qué decir a eso. No tenía nada en lo absoluto qué decir a eso. Sin opinión. Así que vi el programa de noticias e intenté escuchar lo que el locutor decía.

“Esta es una tele a color,” dijo el ciego. “No me pregunten cómo, pero puedo reconocerlo.”

“Cambiamos a color hace tiempo,” dije.

El ciego bebió de su trago. Levantó su barba, la olfateó, y la dejó caer. Se inclinó hacia adelante en el sofá. Acomodó su cenicero en la mesita de al lado, y luego llevó el encendedor a su cigarro. Se reclinó para atrás en el sofá y cruzó sus tobillos.

Mi esposa cubrió su boca, y luego bostezó. Se estiró. Dijo, “Creo que iré arriba y me pondré mi bata. Creo que me voy a cambiar. Robert, tú ponte cómodo.”

“Estoy cómodo,” dijo el ciego.

“Quiero que te sientas cómodo en esta casa,” dijo ella.

“Estoy cómodo,” dijo el ciego.

Ya que ella se había ido del cuarto, él y yo escuchamos el reporte del clima y luego el resumen deportivo. Para ese entonces, ella se había ido por tanto tiempo que no sabía si iba a regresar. Pensé que tal vez se había ido a la cama. Deseé que regresara acá con nosotros. No quería que me dejaran solo con un ciego. Le pregunté si quería otro trago, y dijo que seguro. Luego le pregunté si quería fumar algo de mota conmigo. Le dije que justo había rolado un porrazo. No lo había hecho, pero planeaba hacerlo en como dos sacudidas.

“Sí probaría un poco contigo,” dijo.

“Cómo no,” dije. “Es lo mejor.”

Preparé nuestros tragos y me senté en el sofá con él. Luego nos rolé dos porros bien gordos. Me prendí uno y lo pasé. Lo puse entre sus dedos. Lo agarró e inhaló.

“Manténlo adentro tanto como puedas,” le dije. Pude ver que no sabía ni cómo empezar.

Mi esposa regresó usando su bata rosa y sus pantuflas rosas.

“¿Qué es lo que huelo?” dijo ella.

“Pensé que podríamos fumar algo de cannabis,” dije.

Mi esposa me dio una mirada salvaje. Luego miró al ciego y dijo, “Robert, no sabía que fumabas.”

Él dijo, “Pues ahora lo hago, querida. Hay una primera vez para todo. Pero aún no siento nada.”

“Esto está bastante leve,” dije. “No es muy fuerte. Es mota razonable,” dije. “No alborota.”

“No mucho, compadre,” dijo él, y se rió.

Mi esposa se sentó en el sofá entre el ciego y yo. Le pasé el porro. Lo tomó y le dió unos toques y me lo regresó. “¿A qué lado iba?” dijo ella. Luego dijo, “No debería andar fumando esto. Si ya casi ni puedo abrir los ojos. Fue esa cena. No debí haber comido tanto.”

“Fue el pay de fresa,” dijo el ciego. “Eso fue lo que lo hizo,” dijo, y se rió con su enorme risa. Luego sacudió la cabeza.

“Hay más pay de fresa,” dije.

“¿Quieres un poco más, Robert?” dijo mi esposa.

“Tal vez en un ratito,” dijo.

Le dimos nuestra atención a la tele. Mi esposa bostezó de nuevo. Dijo, “Tu cama ya está hecha, para cuando quieras ir a dormir, Robert. Sé que has de haber tenido un día muy largo. Así que cuando estés listo para ir a la cama, solo dilo.”

Le jaló el brazo, “¿Robert?”

Agarró la onda y dijo, “La he pasado muy bien. Esto está mucho mejor que las cintas, ¿no?”

Yo dije, “Ahí te va,” y le puse el porro entre los dedos. Él inhaló, sostuvo, y luego soltó el humo. Era como si lo hubiera estado haciendo desde que tenía nueve años.

“Gracias, compa,” dijo. “Pero creo que ya estoy. Creo que ya lo empiezo a sentir,” dijo. Le ofreció la bachita a mi esposa.

“Aquí igual,” dijo ella. “Ya estoy, también.” Agarró la bacha y me la pasó. “Puede que me quede aquí sentada entre ustedes dos con los ojos cerrados. Pero no dejen que eso les moleste, ¿okay? Cualquiera de los dos. Si les molesta, me dicen. Si no, puede que me quede aquí sentada con los ojos cerrados hasta que estén listos para ir a la cama,” dijo ella. “Tu cama ya está hecha, Robert, para cuando estés listo. Está justo al lado de nuestro cuarto al subir las escaleras. Te mostraremos cuando estés listo. Ahí me despiertan, muchachos, si me quedo dormida.” Dijo eso y luego cerró los ojos y se durmió.

El programa de noticias terminó. Me paré y cambié de canal. Regresé a sentarme en el sofá. Cómo quería que mi esposa no se hubiera doblado. Su cabeza quedó en la parte de atrás del sofá, su boca abierta. Había girado su cuerpo, entonces la bata se había deslizado un poco, revelando una pierna jugosa. Me estiré para cubrir de nuevo la pierna con la bata, y fue entonces cuando vi al ciego. ¡Qué demonios! Le descubrí la pierna de nuevo.

“Tú me dices cuando quieras más pay de fresa,” dije.

“Lo haré,” dijo.

Dije, “¿Estás cansado? ¿Quieres que te lleve a tu cama? ¿Estás listo para ya darle?”

“Todavía no,” dijo. “No, me quedo despierto contigo, compa. Si eso está bien. Me quedo despierto hasta que tú estés listo para ya dormir. No hemos tenido la oportunidad de platicar. ¿Sabes a lo que me refiero? Siento como que ella y yo hemos monopolizado la noche.” Levantó su barba y la dejó caer. Agarró sus cigarros y su encendedor.

“Está bien,” dije. Y luego dije, “me gusta la compañía.”

Y creo que era verdad. Cada noche fumaba hierba y me quedaba despierto todo el tiempo que pudiera antes de quedarme dormido. Mi esposa y yo casi nunca íbamos a la cama al mismo tiempo. Cuando yo sí iba a dormir, tenía estos sueños. A veces me despertaba de uno de ellos, mi corazón todo loco.

Algo acerca de la iglesia y la edad Media estaba en la tele. No el tipo de cosa que normalmente ves en la tele. Yo quería ver algo más. Le cambié a otros canales. Pero no había nada en ellos, tampoco. Así que le regresé al primer canal y me disculpé.

“Compadre, está bien,” dijo el ciego. “Está bien por mí. Lo que quieras ver está bien. Siempre estoy aprendiendo algo. El aprendizaje nunca termina. No me lastimará aprender algo esta noche. Tengo oídos,” dijo.

No dijimos nada por un buen rato. Él estaba inclinado hacia adelante con su cabeza girada hacia mí, su oído derecho apuntando hacia la tele. Muy desconcertante. De vez en cuando sus párpados caían y luego se abrían otra vez rápidamente. De vez en cuando ponía sus dedos en su barba y la jalaba, como si estuviera pensando sobre algo que estaba escuchando en la tele.

En la pantalla, un grupo de hombres usando capuchas estaba siendo atormentado por hombres vestidos con disfraces de esqueletos y por hombres vestidos de diablos. Los hombres vestidos de diablos traían máscaras, cuernos, y colas largas. Este show era parte de una procesión. El hombre inglés que narraba la cosa dijo que sucedía en España una vez al año. Le intenté explicar al ciego lo que estaba sucediendo.

“Esqueletos,” dijo. “Yo sé sobre esqueletos,” dijo, y asintió con la cabeza.

La tele mostraba esta catedral. Luego había un vistazo largo y lento a otra. Finalmente, la imagen cambiaba a la famosa que está en París, con sus contrafuertes voladores y sus espirales que suben hasta las nubes. La cámara se alejaba para mostrar la catedral entera en el horizonte.

Había veces en las que el hombre inglés que decía cosas se callaba, simplemente dejaba que la cámara se moviera por encima de las catedrales. O la cámara haría un tour entero por las afueras, hombres en los campos caminando detrás de bueyes. Esperé tanto como pude. Luego sentí la necesidad de decir algo. Dije, “Están mostrando el exterior de la catedral, ahora. Gárgolas. Pequeñas estatuas talladas como monstruos. Ahora supongo que están en Italia. Sí, están en Italia. Hay pinturas en las paredes de esta iglesia.”

“¿Y son pinturas al fresco, compadre?” preguntó, y bebió de su trago.

Yo agarré mi vaso. Pero estaba vacío. Intenté recordar lo que pudiera recordar. “¿Me estás preguntando si esas son al fresco?” dije. “Esa es una buena pregunta. No lo sé.”

La cámara se movió a una catedral en las afueras de Lisboa. Las diferencias en la catedral portuguesa comparada a la francesa y la italiana no eran muy grandes. Pero ahí estaban. Más que nada cosas de interiores. Luego algo se me ocurrió, y dije, “Algo se me acaba de ocurrir. ¿Tú tienes idea de lo que es una catedral? O sea, ¿cómo se ven? ¿Me entiendes? Si alguien te dice catedral, ¿tienes noción alguna de lo que están hablando? ¿Sabes la diferencia entre eso y una iglesia bautista, por ejemplo?”

Dejó el humo escurrir de su boca. “Sé que a cientos de trabajadores les tomaba cincuenta o cien años construirlas,” dijo. “Acabo de escuchar al hombre decir eso, claro. Sé que generaciones de las mismas familias trabajaron en una catedral. Lo escuché decir eso, también. Los hombres que comenzaron el trabajo de su vida en ellas, esos hombres nunca vivieron para ver su trabajo completado. En ese sentido, compa, no son muy diferentes al resto de nosotros, ¿o no?” Se rió. Luego sus párpados cayeron de nuevo. Su cabeza cayó. Parecía estar quedándose dormido. Tal vez se estaba imaginando a sí mismo en Portugal. La tele ahora mostraba otra catedral. Esta estaba en Alemania. La voz del hombre inglés siguió como robot. “Catedrales,” dijo el ciego. Se sentó y giró su cabeza, atrás y adelante. “Si quieres saber la verdad, compadre, eso es todo lo que sé. Lo que dije. Lo que lo escuché decir. ¿Pero tal vez tú podrías describirme una? Cómo quisiera que lo hicieras. Me gustaría eso. Si quieres saber, realmente no tengo una buena idea.”

Me le quedé viendo duro a la toma de la catedral en la tele. ¿Cómo podría siquiera comenzar a describirla? Pero supón que mi vida dependiera de ello. Supón que mi vida está siendo amenazada por un güey ahí todo loco que dijo que lo tengo que hacer o voy a ver.

Me le quedé viendo más a la catedral antes de que la imagen cambiara a los campos. No había caso. Volteé a ver al ciego y dije, “Para empezar, son muy altas.” Estaba viendo a mi alrededor buscando pistas. “Llegan bien alto. Arriba y arriba. Hacia el cielo. Son tan grandes, algunas de ellas, que necesitan tener estos soportes. Para mantenerlas paradas, por así decirlo. Estos soportes se llaman contrafuertes. Como que recuerdan a viaductos, por alguna razón. ¿Pero tal vez tampoco sabes de viaductos? A veces las catedrales tienen demonios y cosas así talladas en el frente. A veces reyes y reinas. No me preguntes por qué es así,” dije.

Él asentía con la cabeza. Su torso entero parecía estar moviéndose para adelante y atrás.

“No lo estoy haciendo muy bien, ¿verdad?” dije.

Paró de asentir y se inclinó hacia adelante, en la orilla del sofá. Mientras me escuchaba, recorría sus dedos por su barba. Podía ver que no le llegaba lo que yo decía. Pero aún así esperó a que continuara. Asintió, como para animarme. Intenté pensar en qué más decir. “Son muy grandes,” dije. “Son enormes. Están hechas de piedra. Mármol también, a veces. En esos tiempos, Dios era una parte importante en la vida de todos. Puedes verlo en la construcción de estas catedrales. Lo siento,” dije, “pero parece que eso es lo mejor que puedo hacer por ti. Solo no soy bueno describiéndolo.”

“Está bien, compadre,” dijo el ciego. “Hey, escucha. Espero que no te importe que pregunte. ¿Puedo preguntarte algo? Déjame hacerte una pregunta simple, de sí o no. Solo me da curiosidad, y sin ofender. Eres mi anfitrión. ¿Pero déjame preguntarte si eres religioso de alguna manera? ¿No te importa que pregunte?”

Sacudí la cabeza. Aunque él no podía ver eso. Un guiño es lo mismo que asentir con la cabeza, para un ciego. “Supongo que no creo en eso. En nada. A veces es difícil. ¿Sabes lo que digo?”

“Seguro, lo sé,” dijo.

“Okay,” dije.

El inglés seguía narrando. Mi esposa suspiró en su sueño. Tomó un respiro largo y siguió durmiendo.

“Tendrás que disculparme,” dije. “Pero no puedo decirte cómo se ve una catedral. Solo no está en mí el poder hacerlo. No puedo hacer más de lo que ya hice.”

El ciego se sentó muy quieto, su cabeza agachada, mientras me escuchaba.

Dije, “La verdad es que las catedrales no son nada especial para mí. Nada. Catedrales. Son algo que ver en la tele tarde en la noche. Eso es todo lo que son.”

Fue entonces que el ciego aclaró su garganta. Sacó algo. Agarró un pañuelo de su bolsa trasera. Luego dijo, “Lo entiendo, compa. Está bien. Sucede. No te preocupes.” Dijo, “Hey, escúchame. ¿Me harías un favor? Tengo una idea. ¿Por qué no buscas un poco de papel grueso? Y una pluma. Haremos algo. Dibujaremos una juntos. Tráete una pluma y papel grueso. Ándale, compadre, ve por las cosas.”

Así que fui para arriba. Mis piernas se sentían como si no tuvieran fuerza. Se sentían como se sienten después de correr un poco. Busqué en el cuarto de mi esposa. Encontré unas plumas en una canastita en su mesa. Y luego intenté pensar en dónde buscar el tipo de papel del que él hablaba.

Abajo, en la cocina, encontré una bolsa de compras con cáscaras de cebolla en el fondo. Vacié la bolsa y la sacudí. La traje a la sala y me senté cerca de sus piernas. Moví algunas cosas, suavicé las arrugas de la bolsa, y la extendí en la mesa de centro.

El ciego se bajó del sofá y se sentó al lado de mí, en la alfombra.

Recorrió sus dedos por el papel. Los pasó por arriba y abajo y por los lados del papel. Las esquinas, hasta las esquinas. Tocó las esquinas.

“Muy bien,” dijo. “Muy bien, hagámoslo.”

Encontró mi mano, la mano con la pluma. Cerró su mano sobre mi mano. “Adelante, compadre, dibuja,” dijo. “Dibuja. Ya verás. Yo seguiré contigo. Estará bien. Solo comienza ahora, como te digo. Ya verás. Dibuja,” dijo el ciego.

Así que comencé. Primero dibujé una caja que parecía una manguera. Podía ser la casa en la que yo vivía. Luego le puse un techo. A cada esquina del techo, dibujé chapiteles. Bien loco.

“Chido,” dijo. “Fantástico. Lo estás haciendo bien,” dijo. “Nunca pensaste que algo así pasaría en tu vida, ¿o sí, compadre? Bueno, es una vida extraña, ya lo sabemos. Síguele. No pares.”

Le puse ventanas con arcos. Dibujé los contrafuertes volando. Le colgué unas buenas puertas. No podía parar. La estación en la tele ya no estaba al aire. Dejé la pluma y cerré y abrí los dedos. El ciego sintió el papel. Movió las puntas de los dedos sobre el papel, sobre todo lo que había dibujado, y asintió.

“Lo estás haciendo bien,” dijo el ciego.

Agarré la pluma de nuevo, y él encontró mi mano. Le seguí. No soy artista. Pero de todos modos le seguí.

Mi esposa abrió los ojos y se nos quedó viendo. Se sentó en el sofá, la bata toda abierta. Dijo, “¿Qué están haciendo? Díganme, quiero saber.”

Yo no le contesté.

El ciego dijo, “Estamos dibujando una catedral. Él y yo estamos trabajando en eso. Presiona duro,” me dijo a mí. “Así. Así está bien,” dijo. “Seguro. Lo tienes, compadre. Lo puedo sentir. No creíste que podrías. Pero puedes, ¿o no? Estás cocinando con gas, ya. ¿Entiendes lo que digo? De veras que nos va a salir algo hermoso aquí en un minuto. ¿Qué tal va ese viejo brazo?” dijo. “Ahora ponle gente ahí. ¿Qué es una catedral sin gente?”

Mi esposa dijo, “¿Qué está pasando? Robert, ¿qué estás haciendo? ¿Qué está pasando?”

“Está bien,” le dijo él a ella. “Ahora cierra los ojos,” el ciego me dijo a mí.

Eso hice. Los cerré justo como me dijo.

“¿Están cerrados?” me dijo. “Sin trampa.”

“Están cerrados,” dije.

“Manténlos así,” dijo. “Ahora, no vayas a parar. Dibuja.”

Así que le seguimos. Sus dedos sobre mis dedos mientras mi mano iba por el papel. Nunca he sentido algo así en mi vida hasta ahora.

Luego dijo, “Creo que ya está. Creo que lo tienes.” Dijo, “Dale un vistazo. ¿Qué piensas?”

Pero tenía mis ojos cerrados. Y pensé que los mentendría así por un rato más. Pensé que era algo que debía hacer.

“¿Entonces?” dijo. “¿Estás viendo?”

Mis ojos todavía cerrados. Estaba en mi casa. Sabía eso. Pero no sentía como si estuviera dentro de nada.

Le dije, “De veras que es algo hermoso.”


Extraído del libro “Cathedral” por Raymond Carver, publicado en 1983.

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cuentos Ficción literatura moderna

«El Chacal»—Joy Baglio

Es viernes por la noche y has hecho lo impensable. Sacaste la bola de boliche de tu padre, la del Chacal Fantasma, de su estuche rígido, cerrado con llave debajo de la cama de tu madre—la bola que parece una versión púrpura y negra de la tierra, la cabeza de un chacal saliendo de los remolinos—y te lanzaste a reunirte con Teddy y Zeke y Evan y Marya, más que nada con Marya, para una noche de boliche, el juego con el que tu padre muerto estaba obsesionado: el juego que, según tu madre, arruina a la gente.

Justificas tu desobediencia con lógica: tu madre pudo haber escondido la bola, o se pudo haber deshecho de ella, o por lo menos pudo haber mantenido la llave en secreto, pero no lo hizo, así que, ¿qué te detiene? Y luego está el hecho de que de todos modos la bola es técnicamente tuya, te la dejó tu padre a ti, así que, ¿por qué deberías sentirte culpable?

Teddy te dijo que en Victoria Lanes, 9pm, y llegas temprano al tenue lobby, eres el primero, el velcro de tus zapatos rayados ya amarrado, el Chacal aferrado entre tus manos como si tuvieras miedo de que pudiera desaparecer.

Teddy es tu único amigo, y hasta él mostró duda en su invitación: “Sabes, probablemente podrías venir con nosotros en la noche, no creo que les importe.” Y ahora, no sabes realmente por qué viniste más que por la necesidad de escapar el estar solo con tu madre cada noche y la tele y el gato moribundo que te odia, y las fotos escondidas de tu padre que emanan una presencia que sientes quemando a través de la puerta del closet. Le dijiste que sí a Teddy porque por qué no, porque estás cansado de las reglas de tu madre, porque es el último mes del noveno grado y tal vez este es el mes en el que las cosas cambian, el mes en el que ya no estás atrapado en casa, el mes en el que Zeke deja de hacer esos resoplidos cuando hablas en clase, el mes en el que ya no te avientan chícharos cubiertos de leche en la cafetería, y Marya va a estar ahí, y aunque jugar boliche es un recuerdo distante y borroso, has pensado en ello seguido, una parte de ti que quiere sentir la experiencia del juego que tu padre amó.

“¿Y a él quién lo invitó?” escuchas cuando los demás llegan, y luego “¿No está muerto su papá o algo así?” y Teddy sacude los hombros, como si no supiera. Zeke te está viendo como si hubiera algo mal con tu cara, y Evan actúa como si no te ve. Están en la fila, esperando sus zapatos, y tú estás a una distancia segura, haciendo como si no te das cuenta de nada, eres bueno fingiendo. Trazas el Chacal con tu dedo. No has sostenido esta bola en años, no desde que tu padre la puso en tus manos y dijo, “Esta es la que uso cuando de veras quiero ganar,” y tú te le quedaste viendo como si fuera el mejor secreto que te habían contado en tu vida.

Eres el último en llegar a la banca. Zeke está operando la computadora y pregunta en voz alta “¿Cuál era su nombre?” Estás parado ahí mismo, pero no te voltea a ver, y Teddy murmura tu nombre como si fuera una palabra vergonzosa. La familia en el carril de al lado está cantando Las Mañanitas, el olor de pizza y grasa en el aire, y ahora es tu turno, ni te habías dado cuenta, ¿y por qué decidiste hacer esto de nuevo, en frente de todos ellos? Hay una bola de disco lanzando estrellas que giran por el suelo de madera del carril, y el Chacal se siente sudoroso y demasiado pesado en tu mano, y casi se te cae.

Recuerdas la última vez que viste a tu padre jugar boliche, como un mes antes del accidente. Es uno de los recuerdos más claros que tienes de él, uno de los últimos, también. Te sientas detrás de él en la banca, y el Chacal Fantasma rodando hacia los bolos, su cara saliendo del sistema de retorno de bolas, tu padre guiñándote el ojo después de cada chuza, o a la mujer sentada al lado de ti, nunca estuviste seguro. La habías visto antes con tu padre, una vez en el carro, otra vez con su mano en su brazo. Notaste cómo ella lo miraba, sus ojos feroces y ansiosos y felices, no como los ojos de tu madre. Cuando cayó la llamada un mes después, de algún lugar en Nevada, casi del otro lado del país, te preguntaste si la voz tan delgada y asustada en el otro lado era esa misma mujer. “Lo siento,” es lo que dijo. “Siento ser la que te tiene que decir esto.” Y luego: “Dejó algo para ti.”

Ahora estás sentado con la bola en tus manos. Puedes sentir su calor, puedes ver las líneas aceitosas que serpentean por su superficie, las que tu padre marcaría con gis blanco después de un juego, para saber cómo migraría el eje del giro, un código extraño que solo él podía leer, pero ahora tú lo ves casi brillando, como un sendero de gusanos iridiscentes, y el Chacal parece susurrar por tus dedos. Tal vez tu madre solo tiene miedo de que encontrarás éxito como él lo había hecho, de que la abandonarás, de que te olvidarás de todas las cosas que “niños como tú” (sus palabras) suelen olvidar.

Tu primera chuza y nadie parece notarlo. Tu nombre parpadea en la pantalla pero nadie está viendo, y luego es el turno de Zeke, y tú eres invisible. “Buena,” dice Marya. Está sentada al lado de ti en la banca, en unos jeans y un suéter blanco, y puedes sentir con precisión la distancia entre sus hombros y los tuyos. “Pura suerte,” dices, pero no estás tan seguro. Normalmente no crees en estas cosas, pero pensaste que sentiste su brazo guiando al tuyo, agregando fuerza a tu swing, torque a tu mano justo en último momento, pensaste que lo escuchaste susurrar, “Así” desde algún lugar detrás de ti (o fue eso el puro ruido de los demás) y tal vez es su aliento el que derriba los bolos, no el Chacal.

Pura chiripa, piensas, pero lo raro es que pasa de nuevo en tu siguiente turno. Y de nuevo. Y de nuevo. Turkey, tres chuzas seguidas. Tu cuarto turno: hambone. Tu quinto y hay un zumbido en tus oídos y tus dedos son brillantina y la bola parece hacer cascadas como algo líquido. Tu sexto y ya casi tienes doscientos puntos, y Marya se está riendo con nervios cada vez que te toca, porque ¿Cómo puede estar pasando esto? Porque, ¿Quién eres? Zeke y Evan están callados, y Teddy te hace chócalas y dice, “Les dije que era especial,” y ellos piden usar el Chacal, y dices “Seguro,” pero siempre la mandan al canal, y luego te toca, y son siete seguidas, luego un Schleifer (un término que te enseñó tu padre, cuando los bolos parecen caer uno por uno hasta que no hay ni uno), y luego un Golden Turkey, ocho seguidas, el Chacal una mancha borrosa por el carril. Escuchas: “Está usando una bola rara,” y “Su papá era como profesional, ¿verdad?” y “¡Está haciendo trampa! ¡Hace pura chuza!”

En la banca, esperando tu último turno, el carril cambia, como un estremecimiento rápido, una falla, o tal vez algo anda mal con tus ojos: puedes ver los diminutos rasguños en la madera del piso, los píxeles en las estrellas verdes que giran. Puedes escuchar los golpes de zapatos con la madera, el girar y resoplar del regreso de bolas. Cada sonido es preciso, aislado, y puedes sentir las huellas de los dedos de tu padre en la bola, también, donde su pulgar giraría en el hoyo y lanzaría la cosa como si no pesara nada, y sientes los ojos negros del Chacal sobre ti, y ¿No hay como un dios egipcio con cabeza de chacal? Uno de los niños del carril de al lado ha estado mirando y llega contigo, apunta a la bola: “¿Es magia?” Lo miras preguntándote lo mismo, pero es Marya la que dice, “No es magia; es él,” y el niño te mira con los ojos bien abiertos.

Cuando ves a tu madre en el lobby—sí, ya te cachó, llamó a la mamá de Teddy y a la de Marya y sin duda dijeron algo como, “¿No te dijo que fueron todos a jugar boliche esta noche?”—es como si el techo se cayera con prisa, y no te puedes mover. Casi puedes escuchar sus palabras: “¿Por qué harías esto, jugar el juego que arruinó a tu padre, el juego que se lo llevó?” Pero es tu último turno, te toca, y Marya está diciendo “¡Muéstranos cómo se hace!”—y hasta Zeke está aplaudiendo y chiflando como si ahora estuviera en tu equipo—y aunque sabes que tu mundo no va a cambiar pronto, sabes que pronto se abrirá, más amplio y más amplio y tan amplio que no vas a saber que siquiera hay un techo, y estás pensando en este mundo sin techo que te espera, no en la cara de tu madre, y das tres pasos y lanzas la bola.


“The Jackal”—extraído de la revista Conjunctions publicada el 6 de octubre del 2021.