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«Mi Tío Fred»—Heinrich Böll

La única persona que hace tolerables mis recuerdos de los años después de 1945 es mi Tío Fred. Vino de la guerra a la casa una tarde de verano, con ropa modesta, usando su única posesión, una lata, en un hilo alrededor de su cuello, y aguantando el insignificante peso de unas cuantas colas de cigarrillo que guardaba cuidadosamente en una cajita. Abrazó a mi madre, me besó a mí y a mi hermana, balbuceó algo como “Pan, sueño, tabaco,” y se hizo bolita en el sofá de nuestra familia, así que lo recuerdo como un hombre considerablemente más largo que nuestro sofá, un hecho que lo obligaba a: o mantener sus piernas arriba, o simplemente dejarlas colgando sobre la orilla. Ambas alternativas lo hacían quejarse amargamente contra la generación de nuestros abuelos, a quienes les debíamos la adquisición de este valioso mueble. Él llamaba a estas dignas personas búhos constipados, odiaba su preferencia hacia el rosa nauseabundo de la tapicería, pero no dejaba que nada de esto lo detuviera de complacerse con sueño frecuente y prolongado.

Yo, por mi parte, estaba haciendo una tarea ingrata en nuestra inocente familia: yo tenía catorce en ese entonces, y era el único contacto con esa memorable institución a la cual llamábamos el mercado negro. A mi padre lo habían matado en la guerra, a mi madre le daban una pensión diminuta, y el resultado era que yo tenía el trabajo de regatear para vender los restos de pertenencias rescatadas o de intercambiarlos por pan, carbón y tabaco. En esos días el carbón era la causa de considerables violaciones de derechos de propiedad a las cuales hoy tendríamos que llamar, francamente, robo. Así que la mayoría de los días me verías saliendo a robar o a regatear, y mi madre, aunque se daba cuenta de la necesidad de estas deshonrosas actividades, siempre tenía lágrimas en sus ojos mientras veía cómo me iba a mis complicados asuntos. Era mi responsabilidad, por ejemplo, convertir una almohada en pan, una taza de porcelana en sémola, o tres volúmenes de Gustav Freytag en dos onzas de café, tareas a las cuales yo me dedicaba con cierta cantidad de entusiasmo deportista, pero no completamente sin un sentido de humillación y de miedo. Ya que los valores—así es como los adultos les llamaban, en aquellos tiempos—habían cambiado sustancialmente, y de vez en cuando yo estaba expuesto a la sospecha infundada de deshonestidad porque el valor de un artículo regateado no correspondía en lo más mínimo al que mi madre pensaba que era el apropiado. Debo decir que no era nada agradable la tarea de actuar como negociador entre dos mundos de valores diferentes, mundos que desde entonces parecen haber convergido.

La llegada del Tío Fred nos llevó a todos a esperar una incondicional ayuda masculina. Pero comenzó por decepcionarnos. Desde el primerísimo día yo estaba seriamente preocupado por su apetito, y cuando, sin andar pajareando, le dije esto a mi madre, ella sugirió que lo dejara “encontrar sus pies.” Tardó casi ocho semanas en encontrar sus pies. A pesar del abuso del insatisfactorio sofá, él dormía ahí sin mucho problema y pasaba el día quedándose dormido o describiendo, en una voz de mártir, en qué posición prefería dormir.

Creo que su posición favorita era como la de un corredor a punto de arrancar. Le encantaba acostarse sobre su espalda después de comer, sus piernas arriba, convirtiendo un pedazo enorme de pan en migajas que atrapaba con su boca, y luego se rolaba un cigarro y se dormía por el resto del día hasta la hora de cenar. Era un hombre muy alto y muy pálido, y había una cicatriz circular en su barbilla que hacía que su cara se viera como una estatua de mármol dañada. Aunque su apetito por la comida y el sueño seguían preocupándome, me caía muy bien. Él era el único con quien yo podía por lo menos discutir teorías sobre el mercado negro sin meterme en un pleito. Obviamente él sabía todo acerca del conflicto entre los dos mundos de valores.

Aunque sí, casi le rogamos que nos platicara de la guerra, nunca lo hizo; dijo que no valía la pena hablar de eso. Lo único que a veces haría era contarnos acerca de su inducción, que parecía haber consistido más que nada en una persona uniformada de voz muy alta dándole la orden al Tío Fred de orinar en un tubo de ensayo, una orden que el Tío Fred no fue inmediatamente capaz de acatar, el resultado siendo que su carrera militar estaba condenada desde el principio. Él sostuvo que el interés del Reich de Alemania por su orina lo había llenado de una desconfianza considerable, una desconfianza que confirmó de manera abominable durante seis años de guerra.

Él había sido librero antes de la guerra, y cuando pasaron las primeras cuatro semanas en nuestro sofá, mi madre sugirió, en su manera gentil, de hermana, que investigara sobre su antigua empresa—él cautelosamente me pasó esta sugerencia a mí, pero lo único que descubrí fue un montón de escombros de como seis metros de altura que localicé en la parte de la ciudad que está en ruinas, después de como una hora de pilgrimaje. El Tío Fred se vió muy tranquilo con mis noticias.

Se echó para atrás en su silla, se roló un cigarro, asintió con aire de triunfo hacia mi madre, y le pidió que sacara sus antiguas cosas. En una esquina de nuestra habitación había una caja de madera cuidadosamente cerrada con clavos, la cual abrimos con un martillo y unas tenazas, bajo mucha especulación; lo que encontramos fue: veinte novelas de tamaño mediano y calidad mediocre, un reloj de bolsillo de oro, lleno de polvo pero intacto, dos pares de tirantes, unos cuadernos, su diploma de la Cámara de Comercio, y una libreta de ahorros que mostraban un saldo de mil doscientos marcos. Me dieron a mí la libreta de ahorros para que recolectara el dinero, y el resto de las cosas me las dieron para que las vendiera, incluyendo el diploma de la Cámara de Comercio—aunque para esto no hubo quien ni regateara, ya que el nombre del Tío Fred había sido inscrito en él en tinta india negra.

Esto significaba que por las siguientes cuatro semanas éramos libres de nuestras preocupaciones por pan, por tabaco, y por carbón, que era un gran alivio en especial para mí, ya que todas las escuelas abrieron sus puertas de nuevo, y yo tenía la obligación de completar mi educación.

Hasta este día, mucho después de haber completado mi educación, tengo buenos recuerdos de las sopas que solíamos obtener, más que nada porque podíamos obtener estas comidas casi sin luchar por ellas, y por eso le daban un tono feliz y contemporáneo a todo el sistema educativo.

Pero el evento más increíble durante este periodo era el hecho de que el Tío Fred al fin tomó la iniciativa fácil unas ocho semanas después de su regreso seguro a casa.

Una mañana a fines del verano se levantó del sofá, se rasuró con tanto detalle que nos sentimos aprensivos, nos pidió unos calzones limpios, me pidió prestada mi bicicleta, y desapareció.

Su regreso, ya tarde esa noche, fue acompañado por un montón de ruido y un penetrante olor a vino; el olor a vino emanaba de la boca de mi tío, y el ruidazal se podía rastrear a como media docena de cubetas galvanizadas que había amarrado juntas con una cuerda gruesa. Nuestra confusión no nos dejó hasta que descubrimos que había decidido resucitar el comercio de flores en nuestra destruida ciudad. A mi madre, quien estaba llena de sospecha hacia el nuevo mundo de valores, le valió esa idea, diciendo que nadie iba a querer comprar flores. Pero estaba equivocada.

Era una memorable mañana cuando ayudamos al Tío Fred a llevar las cubetas bien llenas a la parada de tranvía donde se instaló con su negocio. Y aún recuerdo vívidamente cómo se veían esos tulipanes rojos y amarillos, los húmedos claveles, y nunca voy a olvidar lo impresionante que se veía ahí parado en medio de todas las figuras grises y los montones de escombros, empezando: “Flores, flores frescas—¡sin necesidad de cupones!” No necesito describir cómo su negocio floreció: fue un éxito enorme e inmediato. En cuestión de cuatro semanas él ya era dueño de tres docenas de cubetas galvanizadas, dos sucursales, y un mes después ya estaba pagando impuestos. Se respiraba un aire diferente en toda la ciudad: puestos de flores aparecían en esquina tras esquina, era imposible mantener el ritmo de la demanda; se conseguían más y más cubetas, se instalaron cabinas de flores y se armaron carritos de prisa.

De cualquier manera, nos mantuvo abastecidos no solo de flores frescas, sino también de pan y de carbón, y yo pude retirarme del negocio de corredor de bienes, un hecho que ayudó mucho a levantar mis estándares morales. Durante varios años, ya, el Tío Fred ha sido un hombre de sustancia: sus sucursales aún prosperan, tiene un carro, y me ve a mí como su heredero, y me han dicho que me meta a estudiar comercio para que pueda encargarme del lado de los impuestos del negocio, aún antes de heredar cosa alguna.

Cuando lo veo hoy, una figura sólida detrás del volante de su carro rojo, me parece raro recordar que de verdad había un tiempo en mi vida en el cual su apetito me causaba noches sin dormir.


Extraído del libro “Absent Without Leave” por Heinrich Böll, publicado en 1967.

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«¿Dónde Estás?»—Joyce Carol Oates

El esposo había caído en el hábito de llamar a la esposa desde algún lugar en la casa—si ella estaba en el piso de arriba, él estaba abajo; si ella estaba abajo, él estaba arriba—y cuando ella contestaba, “¿Sí? ¿Qué?”, él seguiría llamándola, como si no la hubiera escuchado y con aire de paciencia tensa: “¿Aló? ¿Hola? ¿Dónde estás?” Y entonces ella no tenía opción más que apurarse hacia él, donde sea que él estuviera, en algún otro lado en la casa, abajo, arriba, en el sótano o afuera en el pórtico, en el patio trasero o en la cochera. “¿Sí?”, ella contestaría, intentando mantener la calma. “¿Qué pasa?” Y él le diría—una queja, un comentario, una observación, un recordatorio, una pregunta—y luego, después, ella lo escucharía llamándola de nuevo con una nueva urgencia, “¿Aló? ¿Hola? ¿Dónde estás?”, y ella le contestaría, “¿Sí? ¿Qué pasa?”, intentando determinar dónde estaba. Él seguiría llamándola, sin escucharla, ya que no le gustaba usar su aparato para el oído en la casa, donde solo estaba la esposa para ser escuchada. Se quejaba de que uno de los pequeños dispositivos en forma de caracol le causaba dolor en el oído, el delicado oído interno estaba rojo y hasta había sangrado, entonces él llamaría, de mal humor, “¿Aló? ¿Dónde estás?”—ya que la mujer siempre se estaba yendo a algún lado fuera del rango de su escucha, y nunca sabía dónde diablos estaba ella o qué estaba haciendo; a veces, su propia existencia lo exasperaba—hasta que finalmente ella cedió y corrió sin aliento buscándolo, y cuando él la vio le dijo, quejándose, “¿Dónde estabas? Me preocupo por ti cuando no contestas.” Y ella le dijo, riéndose, intentando reírse, aunque nada de esto era chistoso, “¡Pero aquí he estado todo el tiempo!” Y él contestó, “No, no lo estabas. No lo estabas. Yo estaba aquí, y tú no estabas aquí.” Y luego, ese día, después de su almuerzo y antes de su siesta, a menos que sea antes de su almuerzo y después de su siesta, la esposa escuchó al esposo llamándola, “¿Aló? ¿Hola? ¿Dónde estás?”, y el pensamiento vino a ella, No. Me esconderé de él. Pero ella no haría algo tan infantil. En vez de eso se paró en las escaleras y con sus manos alrededor de su boca como altavoz le contestó, “Estoy aquí. Siempre estoy aquí. ¿Dónde más estaría?” Pero el esposo no podía escucharla y seguía llamando, “¿Aló? ¿Hola? ¿Dónde estás?”, hasta que al fin ella gritó, “¿Qué quieres? Ya te dije, estoy aquí.” Pero el esposo no podía escuchar y siguió llamando, “¿Aló? ¿Dónde estás? ¡Aló!”, y finalmente la esposa no tuvo opción más que ceder, ya que el esposo sonaba muy frustrado y enojado y ansioso. Descendiendo las escaleras, ella se tropezó y se cayó, se cayó duro, y su cuello se rompió en un instante, y se murió al pie de las escaleras, mientras en uno de los cuartos de abajo, o tal vez en la bodega, o en el deck del jardín de atrás de la casa, el esposo seguía llamando, con una urgencia creciente, “¿Aló? ¿Hola? ¿Dónde estás?”


“Where Are You?”—extraído de la revista The New Yorker publicada el 5 de julio del 2018.

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“La Serie de Oradores del Sur de Asia Presenta al Arqueólogo y Aventurero Indiana Jones”—Tania James

“Pero, si me preguntan a mí,” dijo Indiana Jones, “pertenece en un museo.”

Hizo una pausa para que eso pegara.

Estaba sentado en el escenario enfrente de la moderadora, una mujer india cuyo nombre había fracasado en recordar. Sus piernas estaban cruzadas por la rodilla. (Las piernas sí las recordaría.) Tomó el vaso de agua de la diminuta mesa entre ellos y bebió.

La moderadora descruzó las piernas y volteó hacia la audiencia. “Hagamos una pausa aquí para tomar preguntas.”

Él siguió la mirada de la moderadora hacia las masas de gente, desbordando por los pasillos, pegadas a la pared. Por primera vez en la noche, intentó distinguir caras. Muchas de ellas eran de color. Caras de color. No es algo malo. Su mejor amigo era egipcio.

Un micrófono le fue dado al primer cuestionador, un hombre de piel café. “Gracias por su discurso, Dr. Jones. Me pregunto sobre la aldea india, la que lo mandó a usted a su misión de rescatar una piedra mística.”

“La piedra Sankara, correcto. Los aldeanos me mandaron a recuperarla y salvar a sus niños secuestrados de un culto demoníaco.”

“Me preguntaba cómo se llamaba esa aldea.”

“No lo recuerdo.”

“¿No lo recuerda?”

“Acababa de bajar en una balsa por una cascada. Me perdonarán si no recuerdo el nombre de la aldea.” Indy sonrió de un modo que esperaba fuera encantador.

“¿Creo que era Mayapur?” la moderadora intervino, consultando sus notas.

“Eso mero, Mayapur,” Indy dijo. “Y el líder de la aldea se llamaba Chamán.”

“Chamán,” el cuestionador dijo. “Solo… Chamán.”

“Correcto.”

“Entonces si fuera a Mayapur y fuera por ahí preguntando por un tipo que se llama Chamán, la gente estaría como, ah sí, Chamán, vive por, no sé, la Calle Cherokee.”

“Mira, viejo, no sé cual es tu problema—”

“Mi problema es que todos estos nombres suenan inventados.”

“Todos los nombres son inventados. Hey, a mi me dieron el nombre de mi mascota, ¡un perro!”

Algunas personas se rieron. Indy solicitó la siguiente pregunta.

Vino de una mujer bonita en una falda apretada. “Hola, Dr. Jones,” dijo ella, y, conforme prosiguió, él se encontró recordando a una estudiante, una niña, de sus días de profesor. “¿Usted mencionó que, en el banquete del maharajá, fue servido un postre de sesos de mono congelados?”

Él asintió con la cabeza, aún pensando en la estudiante que solía sentarse en la primera fila de su clase de historia. Una vez, en sus párpados, ella le había escrito un mensaje. “Te” en su párpado derecho, y “Amo” en el izquierdo.

“Algunos dicen que esta idea de los asiáticos comiendo sesos de mono es una leyenda urbana, basada en un malentendido del chino hóu tóu gū, que traducido es ‘hongo cabeza de mono.’ ¿Podría ser que usted comió sopa de hongo cabeza de mono? Es un platillo manchuriano.”

Indy recordó la manera en que su ex-estudiante había cerrado y abierto los ojos. Te amo. Te amo. Era más o menos repugnante pensar en ella escribiendo en sus propios párpados. Pero más o menos asombroso, también. ¿Qué no haría ella?

“¿Dr. Jones?” la cuestionadora dijo.

Indy miró a la moderadora, quien también lo estaba mirando a él, de manera ilegible. “Solo comí lo que me dijeron que comiera,” dijo.

Silencio. Bebió un largo trago de agua.

El mundo se ha vuelto hostil a su forma de investigación. Lo que no daría por estar de regreso en las junglas de Honduras o saltando entre trenes a través de una Europa ocupada por nazis, donde él podría dejar que su látigo hablara. Había aceptado esta chamba por los honorarios, más que nada.

Para la pregunta final, la moderadora señaló a una mujer diminuta con cabello negro ondulante. “Sr. Jones,” dijo ella, ya fastidiándolo, ya que él tenía un doctorado. “¿Cómo respondería al reclamo de que usted es más roba-tumbas que arqueólogo? ¿Y hay algún mérito en el argumento de que estas reliquias no pertenecen a museos europeos, sino a los lugares de donde han sido saqueadas?”

“¿Sabes qué?” Indy dijo. “Tengo un par de preguntas. ¿Alguna vez te han azotado a latigazos y alimentado la sangre de Kali a la fuerza? ¿Has sido lisiada por una muñeca de vudú? Yo ya hice todo eso, no por mí mismo, sino por los aldeanos de esa aldea y sus niños. Yo soy el bueno aquí, no el malo.”

“Dr. Jones,” la moderadora dijo, “la pregunta tenía que ver con objetos robados—”

“Bueno, pues adivinen qué, el tiro les sale por la culata…” Su voz se fue perdiendo. Él estaba pensando en el Santo Grial, la copa del rey de reyes, cayendo fuera de su alcance, cayendo a un abismo debajo del Templo del Sol. ¿Y no era siempre así? ¿No lo había eludido finalmente cada objeto que había amado, desapareciendo aún más en la bóveda de la historia? Silenciosamente dijo, “nunca he puesto nada en un museo.”

Miró al piso. El murmullo general era insoportablemente doloroso.

Finalmente, escuchó la gentil voz de la moderadora: “Indiana… Indiana…”

Su tono sonaba tanto como el de su padre en ese momento. Miró en sus cálidos ojos cafés.

“Indy, te trajimos aquí para hablar.”

Estoy hablando.”

“No, para que nosotros pudiéramos hablar contigo.” Le dio una sonrisa con simpatía. “Indy, la verdad es que a muchos de nosotros nos pareces muy heróico y muy sexy. Pero esta misión en India es confusa. Por un lado, estamos halagados. Por otro lado, estamos enojados. Es que es un círculo muy difícil de cuadrar, ¿sabes?”

Indy suspiró; él lo sabía. Las cosas se pusieron raras en India. En el fondo, él siempre lo había sabido.

“¿Podemos estar de acuerdo, Indy, en que India fue un paso en falso? ¿En que deberías quedarte solo con lo de luchar contra nazis?”

“Teoréticamente, seguro, pero el partido nazi ha desaparecido.”

“Y aún así todavía hay nazis. Siempre habrá nazis.”

Frunció el ceño, sospechoso. Cuando miró hacia la audiencia, podía ver olas de caras asintiendo, confirmando la perdurable presencia de nazis. Su mirada se fijó en el signo rojo de salida, brillando como la ardiente piedra Sankara.

“Bueno, entonces,” dijo, “supongo que tengo trabajo qué hacer.”

Estiró sus brazos debajo de la silla para recuperar el fedora que había guardado detrás de sus tobillos todo este tiempo, el sombrero que lo había visto cruzar cada aventura, y se lo puso en la cabeza. Se levantó y trotó hacia un lado, bajando las escaleras. Mientras iba por el pasillo central, la gente comenzó a aplaudir, con incertidumbre al principio. No importaba. Él estaba agradecido. Lo habían salvado.


“The South Asian Speakers Series Presents the Archeologist and Adventurer Indiana Jones”—extraído de la revista The New Yorker publicada el 27 de agosto del 2020.

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«El Príncipe Feliz»—Oscar Wilde

En la cima de la ciudad, en una columna alta, estaba parada la estatua del Príncipe Feliz. Estaba adornado por hoja de oro fino, y por ojos tenía dos brillantes zafiros, y un rubí grande y rojo deslumbraba de la empuñadura de su espada.

Él era muy admirado, así es. “Es tan bello como una veleta,” admiró uno de los Cancilleres del pueblo que buscaba ganar una reputación de buen gusto artístico; “no solo es muy útil,” agregó, con miedo a que la gente lo juzgue impráctico, lo cual de veras que no era.

“¿Por qué no puedes ser como el Príncipe Feliz?” preguntó una sensible madre a su pequeñito, quien lloraba por la luna. “El Príncipe Feliz nunca soñaría en llorar por nada.”

“Yo estoy contento de que hay alguien en el mundo que es muy feliz,” murmuró un hombre decepcionado, mientras admiró con ojos llorosos la magnífica estatua.

“Está igualito a un ángel,” dijeron los Niños de la Caridad, cuando salieron de la catedral en sus vestimentas escarlata y con sus delantales blancos, limpios.

“¿Cómo lo saben?” dijo el Maestro Matemático, “si nunca han visto a uno.”

“¡Ah! cómo no, en nuestros sueños,” contestaron los chamacos; y el Maestro Matemático frunció el ceño y se puso muy severo, porque él no estaba de acuerdo con que los niños soñaran.

Una noche voló por encima de la ciudad una pequeña Golondrina macho. Sus amigos se habían ido a Egipto hace seis semanas, pero él se había quedado atrás, ya que estaba enamorado del Junco más hermoso. Lo había conocido al principio de la primavera, mientras volaba por el río persiguiendo una enorme mariposa amarilla, y había sido tan atraído por su delgada cintura que se detuvo a hablar con él.

“¿Será que te amo?” dijo la Golondrina, a quien le gustaba ser muy directo, y el Junco le hizo una reverencia. Entonces él voló alrededor y alrededor del Junco, tocando el agua con sus alas, creando pequeñas olas plateadas. Esta era su manera de ligar y de ser novios, y duró todo el verano.

“Es una atracción ridícula,” twittearon las demás Golondrinas; “él no tiene dinero, y tiene demasiadas relaciones;” y eso sí era verdad, ya que el río estaba lleno de Juncos. Luego, cuando el otoño llegó, todos ellos se fueron volando.

Después de que se habían ido, él se sintió solito, y comenzó a cansarse de su amante. “No tiene conversación,” dijo, “y me da miedo que es muy coqueto, ya que siempre está ligándose al viento.” Y sí, cada vez que el viento soplaba, el Junco se movía con perfecta gracia. “Admito que él es doméstico,” continuó, “pero yo amo viajar, y mi esposo, en consecuencia, también debe amar viajar.”

“¿Vienes conmigo, nos vamos lejos?” al fin le dijo la Golondrina al Junco; pero el Junco sacudió su cabeza, estaba atado a su hogar.

“Has estado jugando conmigo,” lloró el ave. “Me voy a las pirámides. ¡Adiós!” y se fue volando.

Todo el día voló, y en la noche llegó a la ciudad. “¿Dónde será que me instalo?” dijo; “espero que el pueblo se haya preparado.”

Luego vio la estatua en la alta columna.

“Ahí voy a instalarme, a poner mi nido,” gritó; “qué fino lugar, con tanto aire fresco.” Así que anidó justo entre los pies del Príncipe Feliz.

“Tengo una habitación de oro,” se dijo suavemente a sí mismo mientras miró a su alrededor, y se preparó para dormir; pero justo cuando estaba poniendo su cabeza debajo de su ala, le cayó una gran gota de agua. “¡Qué cosa tan curiosa!” gritó; “no hay ni una sola nube en el cielo, las estrellas brillan con claridad, y aún así, está lloviendo. El clima en el norte de Europa realmente es mierda. A las Golondrinas antes nos gustaba la lluvia, pero era solamente nuestro egoísmo.”

Otra gota cayó.

“¿De qué sirve esta estatua si no puede cubrirme de la lluvia?” dijo; “tengo que buscar un buen lugar, como de chimenea,” y se dispuso a irse volando.

Pero antes de que abriera sus alas, una tercera gota cayó, y él miró hacia arriba y vio—¡Ah! ¿qué es lo que vio?

Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, y lágrimas corrían por sus mejillas doradas. Su cara era tan hermosa bajo la luz de la luna, que la pequeña Golondrina se llenó de lástima.

“¿Quién eres?” le dijo.

“Soy el Príncipe Feliz.”

“¿Entonces por qué estás llorando?” preguntó la Golondrina; “sí que me empapaste.”

“Cuando yo estaba vivo y tenía un corazón humano.” contestó la estatua, “no sabía lo que las lágrimas eran, ya que vivía en el Palacio de Sans-Souci, donde la tristeza no es bienvenida. Durante el día jugaba con mis compas en el jardín, y en la noche yo lideraba el baile del Gran Salón. Alrededor del jardín había una barda elevada, pero nunca me importó mucho preguntar qué había detrás de ella, todo acerca de mí era tan hermoso. Mis mensajeros me llamaban el Príncipe Feliz, y sí que era feliz, si el placer es la felicidad. Así que viví, y luego morí. Y ahora que estoy muerto me han colocado aquí tan alto que puedo ver toda la fealdad y toda la miseria de mi ciudad, y aunque mi corazón está hecho de plomo, no puedo elegir más que llorar.”

“¡Qué! ¿no es de oro sólido?” se dijo la Golondrina a sí mismo. Era demasiado cortés como para hacer algún comentario personal en voz alta.

“Muy, muy lejos,” la estatua continuó en una voz baja y musical, “muy lejos en una pequeña calle hay una pobre casa. Una de las ventanas está abierta, y por ahí puedo ver a una mujer sentada en una mesa. Su cara está flaca y desgastada, y tiene manos rojas y gruesas, todas picadas por la aguja, ya que ella es una costurera. Está bordando unas passifloras en una túnica de seda para que la más hermosa de todas las damas de honor de la Reina use en el siguiente gran baile. En una cama en la esquina del cuarto, su pequeño niño está acostado, enfermo. Tiene fiebre, y está pidiendo naranjas. Su madre no tiene nada que darle más que agua del río, así que él llora. Golondrina, Golondrina, pequeñita Golondrina, ¿no te lanzas a llevarle el rubí que adorna la empuñadura de mi espada? Mis pies están atados a este pedestal y no me puedo mover.”

“Es que me esperan en Egipto,” dijo la Golondrina. “Mis amigos Golondrinas están volando por todo el río Nilo, hablando con las enormes flores de loto. Pronto irán a dormir en la tumba del gran Rey. El Rey mismo está ahí, en su sarcófago pintado. Está envuelto con lino amarillo, y embalmado con especies. Alrededor de su cuello está una cadena de jade verde pálido, y sus manos son como hojas viejas.”

“Golondrina, Golondrina, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “¿no te quedas conmigo por una noche, y la haces de mensajero? El niño tiene tanta sed, y la madre está tan triste.”

“No creo que me gusten los niños,” dijo la Golondrina. “El verano pasado, cuando me estaba quedando por el río, había dos niños malos, los hijos del molinero, y siempre me estaban aventando piedras. Nunca me dieron claro; nosotros las Golondrinas volamos demasiado bien como para eso, y, aparte, yo vengo de una familia famosa por su agilidad; pero aún así, era una señal de falta de respeto.”

Pero el Príncipe Feliz se vio tan triste que la pequeña Golondrina se sintió mal. “Hace mucho frío aquí,” dijo; “pero me quedaré contigo por una noche, y seré tu mensajero.”

“Gracias, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe.

Así que la Golondrina tomó el gran rubí de la espada del Príncipe, y se fue volando con él en su pico por encima de los techos del pueblo.

Pasó por la torre de la catedral, donde los ángeles de mármol blanco habían sido esculpidos. Pasó por el palacio y escuchó el sonido de baile. Una hermosa jovencita salió al balcón con su amante. “Qué maravillosas son las estrellas,” le dijo él a ella, “¡y qué maravilloso es el poder del amor!”

“Espero que mi vestido esté listo a tiempo para el Baile Estatal,” ella contestó; “he pedido que le borden passifloras; pero las costureras son tan huevonas.”

Pasó por encima del río, y vio las linternas colgando de los mástiles del barco. Pasó por el Ghetto, y vio a los viejos Judíos negociando uno con el otro, y pesando dinero en balanzas de cobre. Al fin llegó a la pobre casa y miró hacia adentro. El niño se retorcía con fiebre en su cama, y la madre ya se había quedado dormida, estaba tan cansada. El ave brincó hacia adentro, y dejó el gran rubí en la mesa, al lado del dedal de la mujer. Luego voló suavemente alrededor de la cama, abanicando la frente del niño con sus alas. “Qué fresco me siento,” dijo el niño, “debo estar mejorando”; y se hundió en un delicioso sueño.

Luego la Golondrina voló de regreso al Príncipe Feliz, y le contó lo que había hecho. “Es curioso,” dijo, “pero ahora me siento calientito, aunque hace tanto frío.”

“Eso es porque acabas de hacer una buena acción,” dijo el Príncipe. Y la pequeña Golondrina comenzó a pensar, y luego se quedó dormido. Pensar siempre le causaba sueño.

Cuando el amanecer llegó, él bajó volando al río y se bañó. “Qué fenómeno tan destacable,” dijo el Profesor de Ornitología mientras pasaba por el puente. “¡Una Golondrina en invierno!” Y escribió una carta larga sobre eso para el periódico local. Todos lo parafraseaban, ya que estaba lleno de palabras que no podían entender.

“Esta noche me voy a Egipto,” dijo la Golondrina, con gran ánimo. Visitó todos los monumentos públicos, y se sentó por un buen rato en la cima del campanario de la iglesia. A donde sea que fuera, los Gorriones chillaban y se decían entre sí, “¡Qué extraño y distinguido sujeto!” Lo cual él lo disfrutaba mucho.

Cuando salió la luna, él voló de regreso al Príncipe Feliz. “¿Tienes algún encargo de Egipto?” le dijo; “apenas voy a arrancar.”

“Golondrina, Golondrina, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “¿no te quedas conmigo una noche más?”

“Es que me están esperando en Egipto,” contestó la Golondrina. “Mañana mis amigos van a volar a la Segunda Catarata. El caballo de río se asienta ahí entre los juncos, y en un gran trono de granito se sienta el Dios Memnón. Toda la noche él mira las estrellas, y cuando llega la estrella mañanera brillando, él grita una vez, con alegría, y luego se queda en silencio. Al mediodía, los leones amarillos bajan a la orilla del río a beber. Tienen ojos como piedras verdes de berilo, y su rugir es más fuerte que el rugir de la catarata.”

“Golondrina, Golondrina, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “lejos, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en un desván. Está recargado con un escritorio cubierto de papeles, y en una vasija a su lado hay un montón de violetas ya marchitas. Su cabello es un café fresco, y sus labios son tan rojos como una granada, y tiene unos grandes ojos soñadores. Está intentando terminar una obra para el Director del Teatro, pero tiene demasiado frío como para seguir escribiendo. No hay fuego en su parrilla, y el hambre lo ha hecho desmayarse.”

“Me quedaré contigo una noche más,” dijo la Golondrina, quien realmente tenía un buen corazón. “¿Será que le llevo otro rubí?”

“¡Lástima, ya no tengo otro rubí!” dijo el Príncipe; “mis ojos son todo lo que me queda. Están hechos de unos zafiros muy raros, traídos de India hace mil años. Arranca uno de ellos y llévaselo a él. Él lo venderá al joyero, y comprará comida y leña, y terminará su obra.”

“Mi queridísimo Príncipe,” dijo la Golondrina, “es que no puedo hacer eso”; y comenzó a llorar.

“Golondrina, Golondrina, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “haz lo que digo que hagas.”

Así que la Golondrina le arrancó un ojo al Príncipe, y se fue volando al desván del estudiante. Era fácil entrar, ya que había un hoyo en el techo. El joven tenía su cabeza enterrada en sus manos, así que no escuchó el papaloteo de las alas del pájaro, y cuando alzó la cabeza, encontró el hermoso zafiro recostado en las violetas marchitas.

“Estoy comenzando a sentirme apreciado,” chilló; “esto debe ser de un gran admirador. Ahora sí que puedo terminar mi obra,” y se vio tan feliz.

Al día siguiente, la Golondrina bajó volando al puerto. Se sentó en el mástil de un barco enorme y miró a los marineros jalando unos cofres masivos fuera la bodega usando cuerdas. “¡A-hoy!” todos gritaban cada vez que un cofre salía. “¡Me voy a Egipto!” gritó la Golondrina, pero a nadie le importó, y cuando la luna salió, él se fue volando de regreso al Príncipe Feliz.

“Vengo a decirte adiós,” él chilló.

“Golondrina, Golondrina, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “¿no te quedas conmigo una noche más?”

“Es invierno,” contestó la Golondrina, “y la helada nieve ya va a llegar. En Egipto, el sol es tan cálido sobre las verdes palmeras, y los cocodrilos se acuestan en el lodo y se ven todos huevones. Mis compañeros están construyendo un nido en el Templo de Baalbek, y las palomas rosas y blancas las miran y hacen coo. Querido Príncipe, debo dejarte, pero nunca te olvidaré, y la siguiente primavera vendré con dos hermosas joyas para reemplazar las que tú has dado. El rubí va a ser más rojo que una rosa, y el zafiro tan azul como el gran mar.”

“En la plaza, aquí abajo,” dijo el Príncipe feliz, “está parada una pequeña cerillera. Ha dejado caer sus cerillos en el desagüe, y se han echado a perder. Su padre la va a golpear si no trae de regreso dinero, y ella está llorando. No tiene ni zapatos ni medias, y su pequeña cabeza está desnuda. Arranca mi otro ojo, y dáselo, y su padre no la va a golpear.”

“Me quedo contigo una noche más,” dijo la Golondrina, “pero no puedo arrancarte el ojo. Quedarías bastante ciego.”

“Golondrina, Golondrina, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “haz lo que digo que hagas.”

Así que le arrancó el otro ojo al Príncipe, y bajó volando con él. Se paseó por la pequeña cerillera y le dejó la joya en la palma de su mano. “Qué bonito pedacito de vidrio,” dijo la pequeña; y se fue corriendo a casa, riendo.

Luego la Golondrina regresó al Príncipe. “Ahora estás ciego,” le dijo, “así que me voy a quedar contigo para siempre.”

“No, pequeñita Golondrina,” dijo el pobre Príncipe, “debes irte a Egipto.”

“Me voy a quedar contigo para siempre,” dijo la Golondrina, y se durmió en los pies del Príncipe.

Todo el día siguiente se sentó en el hombro del Príncipe, y le contó historias de lo que había visto en tierras extrañas. Le contó de los ibis rojos, que se paran en largas filas en las orillas del Nilo, y cachan peces de colores con sus picos; de la Esfinge, que es tan vieja como el mismísimo mundo, y vive en el desierto, y lo sabe todo; de los comerciantes, que caminan lento al lado de sus camellos, y llevan canicas de ámbar en sus manos; del Rey de las Montañas de la Luna, quien es tan negro como el ébano, y adora un enorme cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera, y tiene a veinte sacerdotes dándole de comer pasteles de miel; y de los pigmeos que navegan sobre un gran lago abordo de enormes hojas planas, y siempre están en guerra con las mariposas.

“Mi querida pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “me cuentas de cosas maravillosas, pero más maravilloso que cualquier cosa es el sufrimiento de hombres y mujeres. No hay Misterio tan grande como la Miseria. Vuela sobre mi ciudad, pequeñita Golondrina, y dime qué es lo que ves ahí.”

Así que la Golondrina voló sobre la gran ciudad, y vio a los ricos llenos de felicidad en sus bellas casas, mientras los mendigos se sentaban por las rejas. Voló por las vías oscuras, y vio las caras pálidas de los niños hambrientos mirando sin energía las calles negras. Bajo el arco de un puente, dos pequeños estaban agarrados en los brazos del otro, intentando mantenerse calientes. “¡Qué hambre tenemos!” dijeron. “Sáquense de aquí,” les gritó el Vigilante, y se fueron a la lluvia.

Luego voló de regreso al Príncipe y le contó lo que había visto.

“Estoy cubierto de oro fino,” dijo el Príncipe, “debes quitarmelo, hoja por hoja, y dárselo a mis pobres; los vivos siempre piensan que el oro los puede hacer felices.”

Hoja tras hoja del oro fino, la Golondrina quitó, hasta que el Príncipe Feliz se veía muy sombrío y gris. Hoja tras hoja del oro fino, el ave le llevó a los pobres, y las caras de los niños tomaron color, y se rieron y jugaron en la calle. “¡Ya tenemos pan!” lloraron.

Luego vino la nieve, y después de la nieve una helada. Las calles parecían hechas de plata, brillaban tanto; carámbanos largos como dagas de cristal colgaban de las esquinas de los techos, todos salían usando abrigos de piel, y los pequeños niños usaban sombreritos escarlata y patinaban sobre el hielo.

La pobre, pequeña Golondrina tenía más y más frío, pero no iba a dejar al Príncipe, ya que lo amaba demasiado. Recogió migajas afuera de la puerta del panadero cuando el panadero no estaba mirando, y trataba de mantenerse caliente aleteando sus alas.

Pero finalmente, él sabía que iba a morir. Apenas tuvo suficiente fuerza para volar al hombro del Príncipe una vez más. “¡Adiós, mi querido Príncipe!” murmuró, “¿me dejas besar tu mano?”

“Estoy feliz de que al fin vas a Egipto, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “te has quedado aquí demasiado tiempo; pero me debes besar en los labios, porque te amo.”

“No es a Egipto a donde voy,” dijo la Golondrina. “Voy a la Casa de la Muerte. La Muerte es el hermano del Sueño, ¿o no es así?”

Y besó al Príncipe Feliz en los labios, luego cayó muerto a sus pies.

Y en ese momento, dentro de la estatua sonó un crack curioso, como si algo se hubiera roto. El hecho es que el corazón de plomo se había quebrado en dos pedazos. De verdad que era una helada terriblemente dura.

La mañana siguiente, temprano, el Alcalde estaba caminando por la plaza de abajo acompañado de los Cancilleres del pueblos. Mientras pasaba por la columna, miró hacia arriba, hacia la estatua: “¡Por Dios! ¡Qué chafa se ve el Príncipe Feliz!” dijo.

“¡Sí, qué chafa!” chillaron los Cancilleres del pueblo, quienes siempre estaban de acuerdo con el Alcalde; y subieron a verlo bien.

“El rubí se ha caído de su espada, sus ojos ya no están, y ya no es de oro,” dijo el Alcalde, “¡apenas y se ve mejor que un mendigo!”

“Apenitas mejor que un mendigo,” dijeron los Cancilleres del pueblo,

“¡Y hasta hay un pájaro muerto a sus pies!” continuó el Alcalde. “De verdad que necesitamos emitir una proclamación que diga que ningún pájaro tiene permiso para morir aquí.” Y el Secretario del ayuntamiento tomó nota de la sugerencia.

Así que tiraron la estatua del Príncipe Feliz. “Como ya no es hermoso, ya no tiene uso,” dijo el Profesor de Arte de la Universidad.

Luego derritieron la estatua en una fundidora, y el Alcalde organizó una reunión de la Corporación para decidir qué se haría con el metal. “Debemos tener otra estatua, por supuesto,” dijo, “y debe ser una estatua de mí mismo.”

“De mí mismo,” dijo cada uno de los Cancilleres del pueblo, y se pelearon. La última vez que escuché de ellos, todavía se estaban peleando.

“¡Qué cosa tan extraña!” dijo el capataz de los trabajadores en la fundidora. “Este corazón roto de plomo no se derrite en la fundidora. Debemos tirarlo.” Así que lo tiraron en un montón de polvo donde también estaba la Golondrina muerta.

“Tráiganme las dos cosas más preciosas en la ciudad,” le dijo Dios a uno de Sus Ángeles; y el Ángel Le trajo el corazón de plomo y el pájaro muerto.

“Has escogido bien,” dijo Dios, “ya que en el jardín del Paraíso, este pequeño pájaro cantará para siempre, y en mi ciudad de oro, el Príncipe Feliz me alabará.”


“The Happy Prince”—extraído del ebook The Happy Prince and Other Tales, publicado originalmente en 1888, y el 6 de mayo de 1997 en el Proyecto Gutenberg.

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cuentos Ficción

«La Maestra»—Antón Chéjov

Salieron a las ocho y media.

El camino pavimentado estaba seco, un espléndido sol de abril derramaba calor, pero aún había nieve en las zanjas y en el bosque. El invierno, malvado, oscuro, largo, había terminado tan recientemente; la primavera había llegado de repente; pero ni el calor ni el bosque lánguido y transparente, calentado por el aliento de la primavera, ni los pájaros negros volando en los campos sobre enormes charcos que eran como lagos, ni este maravilloso cielo, inmensamente profundo, al cual pareciera que uno se pudiera sumergir con tanta alegría, le ofrecían algo nuevo e interesante a Marya Vasilyevna, quien estaba sentada en la carreta. Llevaba ya trece años enseñando en la escuela, y en el transcurso de todos esos años había ido al pueblo por su salario mil veces; y fuese primavera, como ahora, o una noche lluviosa de otoño, o invierno, a ella le daba igual, y lo que ella siempre, sin variar, anhelaba, era llegar a su destino tan pronto como fuese posible.

Ella sentía como si hubiera estado viviendo por esos lugares por mucho, mucho tiempo, por cien años, y le parecía que ya conocía cada piedra, cada árbol en el camino del pueblo a su escuela. Aquí estaba su pasado y su presente, y se podía imaginar ningún otro futuro más que la escuela, el camino al pueblo y de regreso, y de nuevo la escuela y de nuevo el camino.

Había perdido el hábito de pensar sobre su vida antes de que se volviera maestra y había olvidado casi todo sobre esa época. Había tenido un padre y una madre; habían vivido en Moscú en un departamento grande cerca de la Puerta Roja, pero todo lo que quedaba en su memoria de esa parte de su vida era algo borroso y sin forma, como un sueño. Su padre había muerto cuando ella tenía diez años, y su madre había muerto pronto después de eso. Ella había tenido un hermano, un oficial; al principio acostumbraban escribirse el uno al otro, luego su hermano había dejado de contestar sus cartas, había perdido el hábito. De sus viejas pertenencias todo lo que quedaba era una foto de su madre, pero la humedad de la escuela había desvanecido la imagen, y ahora nada se le podía reconocer más que el cabello y las cejas.

Cuando ya habían recorrido un par de kilómetros, el viejo Semyon, quien estaba conduciendo, volteó y dijo:

“Han detenido a un oficial en el pueblo. Se lo han llevado. Dicen que él y unos alemanes mataron a Alexeyev, el alcalde, en Moscú.»

“¿Quién te dijo eso?”

“Lo leyeron en el periódico, en la casa de Iván Ionov.”

Y de nuevo hubo un largo silencio. Marya Vasilyevna se puso a pensar en su escuela, en los exámenes que se aproximaban, y en la niña y los cuatro niños a quienes mandaría a hacerlos. Y justo cuando pensaba en esos exámenes, la alcanzó un terrateniente llamado Hanov en una carroza de cuatro caballos, el mismísimo hombre que había sido el examinador en su escuela el año pasado. En cuanto él se acercó a su lado, la reconoció y la saludó.

“Buenos días,” dijo. “¿Está conduciendo hacia su casa, señorita?”

Este Hanov, un hombre de como cuarenta, con una cara desgastada y una expresión sin vida, estaba comenzando a envejecer notablemente, pero aún le parecía guapo y atractivo a las mujeres. Él vivía solo en su gran hacienda, no estaba en el servicio militar, y se decía que no hacía nada en casa más que caminar de un lado de su cuarto al otro, chiflando, o jugar ajedrez con su viejo lacayo. Se decía, también, que bebía mucho. Y de hecho, en los exámenes del año pasado, los mismos papeles que él había traído olían a perfume y vino. En esa ocasión, todo lo que usó era nuevecito, y a Marya Vasilyevna le había parecido muy atractivo, y, sentada a su lado, había sentido vergüenza. Ella estaba acostumbrada a ver examinadores fríos y prácticos en la escuela, pero este no recordaba ni una sola oración, no sabía qué preguntas hacer, era excedidamente amable y considerado, y solo daba las calificaciones más altas.

“Estoy de camino a visitar a Bakvist,” él siguió hablándole a Marya Vasilyevna, “pero me pregunto si estará en su casa.”

Salieron del camino pavimentado a un camino de tierra, Hanov liderando el camino y Semyon siguiéndolo. El equipo de cuatro caballos se mantenía por la brecha, lentamente jalando la pesada carroza por el lodo. Semyon cambiaba su ruta todo el tiempo, dejando la brecha de vez en cuando para conducir sobre un montecillo, ahora para bordear un prado, y se bajaba de la carreta con frecuencia, para ayudar al caballo. Marya Vasilyevna siguió pensando en la escuela, y preguntándose si el problema de aritmética de los exámenes estaría fácil o difícil. Y estaba muy irritada con la oficina en Zemstvo, donde no había encontrado a nadie el día anterior. ¡Qué negligencia! Por los últimos dos años ella les había estado pidiendo que despidieran al conserje, que no hacía nada, era grosero con ella, y castigaba a los niños, pero a ella nadie le prestaba atención.

Era difícil encontrar al presidente en la oficina y cuando lo encontrabas, él te diría, con lágrimas en sus ojos, que no tenía tiempo; el inspector había visitado la escuela una sola vez en tres años y no sabía nada de nada sobre ella, ya que antes él trabajaba en el Departamento de Finanzas y había obtenido el puesto de inspector escolar por palancas; la junta escolar rara vez se reunía y nadie sabía dónde; el fideicomisario era un campesino medio analfabeta, dueño de una curtiduría, estúpido, tosco, y un buen amigo del conserje—y Dios sabrá a quién podría ella acudir con sus quejas y preguntas.

“De veras que es muy guapo,” ella pensó, volteando a ver a Hanov.
Mientras tanto, el camino se ponía peor y peor. Manejaron hacia adentro del bosque. Aquí no había manera de salirse del camino, los surcos eran profundos, y agua desbordaba en ellos. Las ramas les pegaban en la cara.

“¿Qué tal el camino?” preguntó Hanov, y se rió.

La maestra lo miró y no pudo entender por qué este extraño sujeto vivía aquí. Su dinero, su interesante apariencia, su finura, ¿qué le podían conseguir en este maldito lugar, con su lodo, su aburrimiento? La vida no le concedió ningún privilegio, y aquí está, como Semyon, trotando lentamente por un camino abominable, sufriendo los mismos malestares. ¿Por qué vivir aquí, cuando uno tiene la oportunidad de vivir en Petersburgo o fuera del país? ¿Y no parecía como si, para un hombre tan rico como él, convertir esta brecha en un buen camino, para evitar tener que pasar esta miseria y ver el sufrimiento escrito en las caras de su conductor y en la de Semyon, fuera una cuestión sencilla? Pero solo se reía, y no le pedía nada más a la vida. Él era amable, gentil, ingenuo; no tenía comprensión de esta ruda vida, no la conocía, de la misma manera en la que no conocía las oraciones en las examinaciones. No le dio nada a la escuela más que unos globos, y con eso creyó sinceramente que era una persona de uso y un trabajador prominente en el campo de educación popular. ¿Y quién necesitaba sus globos aquí?

“¡Agárrese, Vasilyevna!” dijo Semyon.

La carreta se sacudió violentamente y estaba a punto de voltearse; algo pesado le cayó a Marya Vasilyevna en los pies—eran sus compras. Había una subida empinada por un camino lodoso; riachuelos ruidosos fluían por zanjas curvas; el agua había creado grietas en el camino; y ¡cómo podía uno conducir por aquí! Los caballos respiraban con pesar. Hanov se salió de su carroza y caminó a la orilla de la ruta usando su abrigo largo. Estaba caliente.

“¿Qué tal el camino?” repitió, y se rió. “Esta es la manera de quebrar tu carroza.”

“¿Y quién te dijo que fueras conduciendo en este clima?” le preguntó Semyon, gruñón. “Deberías quedarte en casa.”

“Me aburro en casa, abuelo. No me gusta quedarme en casa.”

Al lado del viejo Semyon, Hanov se veía fuerte y lleno de vigor, pero había algo apenas perceptible en su paso que lo traicionaba y lo hacía ver como una criatura débil, ya arruinada, acercándose a su fin. Y de repente parecía como si hubiese un olorcillo de licor en el bosque. Marya Vasilyevna se sintió asustada, y se llenó de lástima por este hombre que se estaba haciendo pedazos sin rima y sin razón, y se le ocurrió que si ella fuera su esposa o su hermana, dedicaría su vida entera a rescatarlo. ¡Su esposa! La vida era tan ordenada que aquí estaba él viviendo en su gran mansión solito, mientras ella vivía en un maldito pueblo solita, y por alguna razón el simple pensamiento que él y ella pudieran encontrarse en condiciones iguales, y que se volvieran íntimos, parecía imposible, absurdo. Fundamentalmente, la vida estaba tan arreglada y las relaciones humanas complicadas más allá de cualquier entendimiento que cuando lo piensas da miedo, y tu corazón se sumerge.

“Y no puedes entender,” ella pensó, “por qué Dios le da buena apariencia, amabilidad, encanto, y ojos melancólicos a personas débiles, infelices, inútiles—por qué son tan atractivos.”

“Aquí debemos ir a la derecha,” dijo Hanov, subiéndose a su carroza. “¡Adiós! ¡Mis mejores deseos!”

Y de nuevo ella se puso a pensar en sus alumnos, en los exámenes, en el conserje, en la junta escolar; y cuando el viento le trajo el sonido de la carroza alejándose estos pensamientos se mezclaban con otros. Ella quería pensar en ojos hermosos, en el amor, en la felicidad que nunca sería…

¿Su esposa? Hace frío por la mañana, no hay nadie para prender la estufa, el conserje se ha ido a algún lado; los niños entran tan pronto como hay luz, llenos de nieve y lodo y haciendo ruido; todo es tan incómodo, tan desagradable. Ella solo tiene un cuarto pequeño y una cocina cercana. Todos los días, cuando termina de dar clases, tiene un dolor de cabeza, y después de cenar tiene agruras. Tiene que recolectar dinero de los niños para leña y para pagarle al conserje, y para dárselo al fideicomisario, y luego para implorarle—a ese insolente y sobrealimentado campesino—por el amor de Dios que le mande leña. Y en la noche ella sueña con exámenes, con campesinos, con tormentas de nieve. Y esta vida la ha envejecido y endurecido, la ha vuelto poco atractiva, angular, y torpe, como si hubieran chorreado plomo dentro de ella. Le tiene miedo a todo y en presencia de un miembro de la junta directiva de Zemstvo o del fideicomisario, ella se para y no se atreve a sentarse de nuevo. Y usa expresiones humildes cuando menciona a cualquiera de ellos. Y a nadie le gusta ella, y la vida pasa tristemente, sin calor, sin amigable simpatía, sin conocidos interesantes. Dada su posición, ¡qué terrible sería si ella se enamorara!

“¡Agárrese, Vasilyevna!”

Otra subida empinada.

Ella había comenzado a dar clases por necesidad, sin sentirse llamada a esa vocación; y nunca había pensado en una vocación, en la necesidad de conocimiento iluminante; y siempre le pareció que lo más importante en su trabajo no eran ni los niños, ni el conocimiento, sino los exámenes. ¿Y cuándo tendría tiempo de pensar en una vocación, o en cualquier conocimiento divino? Los maestros, los médicos humildes, los asistentes de doctores, por todo su trabajo tan terriblemente duro, no tienen ni siquiera el consuelo de pensar que están sirviendo a un bien, o a la gente, porque sus cabezas siempre están llenas de pensamientos sobre su pan de cada día, sobre leña, sobre caminos peligrosos, sobre enfermedades. Es una existencia dura y monótona, y solo los imperturbables caballos de carreta como Marya Vasilyevna pueden aguantarla por mucho tiempo; gente con vida, alerta e impresionable, que habla de su llamado y de servir al bien, se cansa rápidamente, y abandona el trabajo.

Semyon seguía escogiendo el camino más seco y corto, viajando a través de un prado, ahora por detrás de las cabañas, pero en un lugar los campesinos no lo dejaban pasar, y en otro la tierra le pertenecía al sacerdote, así que no la podían cruzar, y en otro Iván Ionov había comprado una parcela de tierra y había creado una zanja a su alrededor. Se regresaban una y otra vez.

Llegaron a Nizhneye Gorodishche. Cerca de la casa de té, en la tierra nevada y llena de caca, había vagones estacionados cargados de botellas de aceite. Había mucha gente en la casa de té, todos conductores, y olía a vodka, tabaco, y piel de oveja. El lugar era muy ruidoso, con gritos y golpes de la puerta, la cual estaba sujetada con una polea. En la tienda de al lado alguien tocaba el acordeón sin parar. Marya Vasilyevna estaba sentada, tomando té, mientras en la mesa de al lado unos campesinos bebían vodka y cerveza, sudorosos por el té que ya habían tomado y por el mal aire.

“¡Hey, Kuzma!” la gente gritaba y gritaba, puro caos y confusión. “¿Qué pasa?” “¡El Señor nos bendiga!” “Iván Dementyich, ¡eso lo haré por ti!” “¡Mira, por aquí, amigo!”

Un campesino con marcas de viruela y una barba negra, bien borracho, de repente se sorprendió por algo y comenzó a decir groserías.

“¡Hey, tú! ¿Por qué hablas así?” Semyon, quien estaba sentado algo alejado de los demás, dijo, enojado. “¿Qué no ves a la joven?”

“¡La joven!” alguien se burló desde otra esquina.

“¡La puerca!”

“No quise decir nada—”  el pequeño campesino estaba avergonzado. “Discúlpeme. Yo pago mis dineros y la joven paga los suyos. ¿Cómo está, señorita?”

“¿Cómo le va?” contestó la maestra.

“Le doy las muchas gracias.”

Marya Vasilyevna tomó su té con placer, y ella, también, comenzó a ponerse roja como los campesinos, y de nuevo se puso a pensar sobre la leña, sobre el conserje…

“Espera, hermano,” alguien dijo desde la mesa de al lado. “Es la señorita maestra de Vyazovye. Lo sé; ella es del buen tipo.”

“¡Es buena gente!”

La puerta azotaba sin cesar, algunos entrando, otros saliendo. Marya Vasilyevna siguió ahí sentada, pensando en las mismas cosas todo el tiempo, mientras el acordeón siguió tocando y tocando detrás de la pared. Los charcos de luz que había en el piso se movieron al mostrador, luego a la pared, y finalmente desaparecieron por completo; esto significaba que ya era después del mediodía. Los campesinos de la mesa de al lado se alistaban para irse. El pequeño campesino se acercó a Marya Vasilyevna tambaleándose un poco para sacudir su mano; siguiendo ese ejemplo, los demás sacudieron la mano de Marya Vasilyevna al salir, uno por uno, y la puerta rechinó y se azotó nueve veces.

“Vasilyevna, alístese,” Semyon le dijo.

Se fueron. Y de nuevo iban a un ritmo lento.

“Hace tiempo estaban construyendo una escuela aquí en Nizhneye Gorodishche,” dijo Semyon, volteando a verla. “¡Se hacían cosas malvadas en ese entonces!”

“¿Qué, cómo?”

“Dicen que el presidente de la junta se embolsó mil fríamente, y el fideicomisario otros mil, y el maestro quinientos.”

“La escuela entera solo cuesta mil. Está mal armar chismes de la gente de esa manera, abuelo. Nada de eso tiene sentido.”

“No sé. Yo solo repito lo que dice la gente.”

Pero estaba claro que Semyon no le creía a la maestra. Los campesinos no le creían. Siempre pensaban que le pagaban demasiado, veintiún rublos al mes (cinco hubieran sido suficientes), y que ella se embolsaba la mayoría del dinero que recibía para leña y para el salario del conserje. El fideicomisario pensaba lo mismo que los campesinos, y él mismo ganaba algo por la leña y recibía un sueldo de parte de los campesinos por actuar como fideicomisario—sin el conocimiento de las autoridades.

El bosque, gracias a Dios, estaba detrás de ellos, y ahora sería un camino despejado y nivelado hasta Vyazovye, y ya no tendrían que viajar muy lejos. Todo lo que tenían que hacer era cruzar el río, luego las vías del tren, y luego estarían en Vyazovye.

“¿A dónde vas?” Marya Vasilyevna le preguntó a Semyon. “Toma el camino a la derecha, cruzando el puente.”

“Pero es lo mismo si vamos por acá, no está tan profundo.”

“Pues no vayas a ahogar al caballo.”

“¿Qué?”

“Mira, Hanov está conduciendo hacia el puente también,” dijo Marya Vasilyevna, viendo al equipo de cuatro caballos lejos a su derecha. “Creo que es él.”

“Segurísimo que es él. Así que no encontró a Bakvist en su casa. Qué estúpido es. ¡Señor, apiádate de nosotros! Está conduciendo por allá, ¿y para qué? Es dos kilómetros enteros más corto por aquí.”

Llegaron al río. En el verano es una corriente delgada, fácil de cruzar y normalmente ya seco en agosto, pero ahora, después de las inundaciones de primavera, era un río de doce metros de anchura, rápido, lodoso, y frío; en la orilla, y hasta el agua, había marcas de llanta frescas, así que había sido cruzado justo por ahí.

“¡Arre!” gritó Semyon con ira y ansiedad, jalando las riendas violentamente y moviendo sus codos como un pájaro mueve sus alas. “¡Arre!”

El caballo entró al agua hasta su panza y se detuvo, pero luego luego se movió de nuevo, esforzando sus músculos, y Marya Vasilyevna sintió frío en sus pies.

“¡Arre!” ella también gritó, parándose. “¡Arre!”

Llegaron a la otra orilla.

“¡Qué buen desastre, el Señor se apiade de nosotros!” murmuró Semyon, acomodando el arnés del caballo. “Es una aflicción, este Zemstvo.”

Sus zapatos estaban llenos de agua, las orillas de su vestido y de su abrigo estaban empapadas y goteando; el azúcar y la harina se habían mojado, y eso era lo peor de todo, y Marya Vasilyevna solo pudo sobarse las manos con desesperación y dijo:

“¡Ay Semyon, Semyon! ¡Qué tipo eres, de verdad!”

En el cruce de vías de tren, la pluma estaba abajo. Un tren exprés venía de la estación. Marya Vasilyevna se paró en frente del cruce, esperando a que el tren pase, temblando del frío. Ya se podía ver Vyazovye, y la escuela con el techo verde, y la iglesia con sus cruces como en llamas, reflejando el sol del atardecer; y las ventanas de la estación también parecían estar en llamas, y un humo rosado salía del motor… Y le pareció a ella que todo temblaba del frío.

Aquí estaba el tren; las ventanas, como las cruces de la iglesia, reflejaban la luz flameante; le lastimaba los ojos verlas. En uno de los vagones de primera clase, una dama estaba parada, y Marya Vasilyevna la vio de reojo cuando pasó enfrente. ¡Su madre! ¡Qué semejanza! Su madre había tenido el mismo cabello abundante, la misma frente, y esa misma manera de sujetar su cabeza. Y con una claridad asombrosa, por primera vez en esos trece años, ella pudo imaginar lúcidamente a su madre, a su padre, su hermano, su departamento en Moscú, el acuario con los pececitos, todo hasta el más mínimo detalle; de repente escuchó los sonidos del piano, la voz de su padre; se sintió como era en ese entonces, joven, guapa, bien vestida, en un cuarto brillante y calientito, con su propia gente. Un sentimiento de alegría y felicidad de repente la abrumó, y se agarró la cabeza en éxtasis, y dijo suavemente, implorando:

“¡Mamá!”

Y comenzó a llorar, sin saber por qué.

Justo en ese momento Hanov llegó con su equipo de cuatro caballos, y viéndolo ella imaginó una felicidad como nunca la ha habido, y sonrió y le asintió como si él fuera igual a ella, como si fueran íntimos, y le pareció a ella que el cielo, las ventanas, los árboles, todo brillaba con su felicidad, su triunfo. No, su padre y su madre nunca habían muerto, ella nunca había sido maestra, eso había sido un largo, raro, y opresivo sueño, y ahora había despertado…

Y de repente todo eso se desvaneció. La pluma estaba subiendo lentamente. Marya Vasilyevna, entumecida y temblando del frío, se subió a la carreta. La carroza con cuatro caballos cruzó las vías del tren y Semyon la siguió. El guardia del cruce se quitó su sombrero.

“Vyazovye. Hemos llegado.”


“The Schoolmistress”—extraído de la colleción The Schoolmistress and Other Stories publicada el 21 de febrero del 2006 en el Proyecto Gutenberg.

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cuentos Ficción

«Estoy Viva, Te Amo, Te Veo En Reno»—Vylar Kaftan

Tenemos una historia de conexiones perdidas, tú y yo. Hace años, cuando dijiste adiós desde el lanzamiento, mi vuelo estaba aterrizando en Zúrich. Había cambiado de avión, había sido desviada desde Fráncfort. Por eso te contestó mi buzón de voz. Hubiera contestado si hubiera podido, y te hubiera deseado suerte, aunque tú quisieras una vida sin mi. Nunca pude ver Europa satélite, como tú—solo Europa continente, donde conocí a mi primer esposo. El que deseé que fueras tú.

Cuando escuché tu mensaje, me dio gusto que estabas feliz—sí, siempre te he querido feliz, aún durante nuestro divorcio. Pensé en ti viajando a Alfa Centauri, el tiempo entre nosotros dilatándose como un portal. Lo imaginé como una película en cámara lenta. Estarías de regreso en cuarenta años. Yo tendría sesenta y cuatro, y tú solo tendrías la mitad de eso.

Guardé tu mensaje por semanas, hasta que lo borré por accidente. Se sintió simbólico. Seríamos más felices separados, pensé. Pero “separados” era siempre la manera en la que estábamos conectados. La palabra nos define en relación al otro: uno no puede estar separado sin el otro.

—.—.—.—.—

Einstein pasó diez años pensando en un espejo que le preocupaba. Si viajaba a la velocidad de la luz y miraba en un espejo de mano, ¿vería su reflejo o no? Dejando a un lado cuestiones de vampirismo, o cuestiones de la calidad necesaria para que un espejo no se rompa a altas velocidades, la respuesta tiene que ser sí. La relatividad significa que no sabes qué tan rápido vas a menos que tengas un punto de referencia.

—.—.—.—.—

Hemos estado juntos desde que tengo memoria. Solo niños, corriendo por los suburbios de Sacramento. Me gustabas porque tú sí jugarías con una niña. Yo corría más rápido, peleaba más fuerte, y pegaba más fuerte que cualquier niño—y lo sabía. ¿Recuerdas esa vez que jugamos a Capturar la Bandera y tú no podías encontrar la mía? La atoré en unos tubos de desagüe. Todavía se alcanzaba a ver la puntita. Eso cuenta.

Yo era la vecina de al lado—ningún peligro, de confianza, indeseable. Cuando tenía trece, y tú tenías dieciséis—estaba loca por ti. Pero tú estabas ciego. “Mejores amigos para siempre,” me dijiste.

Pensé que nunca me verías como una mujer de tu edad. Tenía que escuchar de todas las chavas con las que saliste. ¿Recuerdas esa pelirroja culera que le robaba cigarros a su abuela? Seguro le dio cáncer de pulmón.

“Mejores amigos,” también te dije. Estábamos juntos, pero separados.

Antes me preguntaba cómo hacerle para que me vieras. ¿Debería decirte lo que sentía por ti? ¿O quedarme callada y esperar a que me vieras?

Pero tú tomaste la decisión por mi: me dejaste y te fuiste a la militar. Así que yo me uní al Cuerpo de Paz—el opuesto polar de lo que tú hiciste. Esto nos unió de nuevo como imanes. Por eso terminamos viviendo juntos en San Francisco. Roomies y amantes.

No sabía, en ese entonces, claro—pero todo esto lo descifré en nuestro viaje a Alfa Centauri.

Dos imanes, separados, continúan ejerciendo fuerza el uno hacia el otro. Su poder vive en el espacio entre ellos.

—.—.—.—.—

Einstein dice que nada se mueve a la velocidad de la luz, ya que entre más rápido vayan las cosas, más pesadas se vuelven.

Es verdad que mientras aceleraba, todo pesaba más: dos décadas de criar hijos, malabareando clases de flauta con mi carrera de fotografía, balanceando el peso de un matrimonio contra la independencia de la soltería. Pero el peso es relativo, y lo que es pesado en la Tierra es ligero en la luna y monstruoso en Júpiter. Aún así la masa es la misma. Entre más cambian las cosas, más permanecen igual.

Cuando pienso en los cambios en las vidas de mis padres—y en cuántas cosas más he visto, en menos años—pienso en la ley de Moore.

Mi mundo se duplica cada año. En algún lado en la antigua Italia, Galileo está buscando por el cielo con su telescopio, preguntándose por qué su vida no se siente tan plena como debería. Es porque yo lo tengo todo, cuatro siglos después—su vida, y la de otros millones.

La secuencia de duplicación sorprende a las personas que nunca lo habían pensado bien.

—.—.—.—.—

Reno, una vez me dijiste. Reno, Nevada. Cuando vivimos en San Francisco, en ese mini-departamento arriba de la taquería en Mission District. ¿Recuerdas esa conversación? Estábamos sentados en ese horrible sofá café que rescataste de un basurero. Estabas calentando la cena en el micro, y el cuarto olía a curry. La neblina llegó a la ciudad y los dos usábamos suéteres viejos. Todavía no entendía la relevancia de Reno.

“Si nos separamos,” dijiste.

“¿Por qué Reno?”

“Está tierra adentro. Cuando el gran terremoto llegue a la bahía, Reno estará a salvo. O si hay un ataque de misiles o algo. Nadie le apunta a Reno.”

“Estás siendo paranoico,” te dije.

Te dio igual. “Ya sé.”

Habíamos estado viviendo juntos por seis meses. Éramos buenos roomies—los dos escandalosos, nada ordenados. Tú sacabas la basura y yo me encargaba del correo; los dos lavábamos los platos cuando era necesario, y nunca más que eso. No me importaban tus esquís de agua recargados contra el refri, o tu libro de física tirado entre las manchas de pizza de la alfombra. A ti no te importaba la manera en la que siempre azotaba puertas y cajones, sin importar lo silenciosa que intentaba ser. Era un buen arreglo. Pero no era lo que quería.

Sabía que me amabas, por supuesto. Estaba escrito en tus ojos cuando me mirabas, un problema sin respuesta clara. Cuando una fuerza irresistible se encuentra con un objeto inalterable, ¿qué sucede?

Se encuentran. Eso es todo lo que sabemos. En relación al otro, están en contacto. Desde adentro del objeto o de la fuerza, no hay manera de saber si estás en movimiento.

—.—.—.—.—

Por un rato, yo era Caronte a tu Plutón, conservando las mismas caras el uno al otro mientras circulábamos sin fin.

Y en todo esto tú todavía pensabas en mí como una luna, y en ti como un planeta. Pero no es tan fácil como eso. Nuestra órbita es errática, una elipse entre círculos, un patrón poco convencional en un sistema solar normal. ¿Ves el sol, lejos, en la distancia? Aún cuando nuestra órbita pasa cerca del sol, toma cuatro horas para que su luz nos alcance. Es un punto central que nos mantiene capturados. Lo rodeamos para que no nos vayamos volando al espacio. Es un punto de referencia, y comprueba que siempre estamos en movimiento.

Seguimos moviéndonos, junto con todo lo demás. Aún si no podemos ver a dónde o cómo.

—.—.—.—.—

Para cuando nos juntamos, fue más por conveniencia que por cualquier otra cosa.

Era lo que hacíamos: tener sexo, pelear, cortar, conocer a alguien más. Y luego, cuando la nueva relación se quemaba, como una cinta de magnesio flameada y desaparecida, nos encontraríamos de nuevo.

Lo mejor entre nosotros era el sexo. Nos peleábamos—oh, sí, nos peleábamos—y luego cogíamos para reconciliarnos. Duro, caliente, cachondo. Me entrarías justo antes de que estuviera lista—haciéndome lista—luego terminarías justo después de mi, los dos colapsaríamos juntos, atrapados en los pozos de gravedad del otro.

Cuando dormías, acariciaba tus dedos ásperos, llenos de callos, y las cortadas en tus pies que te salían por esquiar en agua y que cerrabas con Kola Loka. Yo pensaría en nuestra siguiente pelea, y mi cuerpo se estremecía queriéndote.

“Me caso contigo,” una vez dijiste, “si no encuentras a alguien más.”

Me reí porque pensé que estabas bromeando. Ni podías proponerme matrimonio bien.

Era el último empujón en la órbita decadente. Yo no iba a ser tu plan B. Desde la vez que dijiste eso, nuestra ruta hacia abajo era garantizada, calculable. Nos peleamos por el recibo telefónico, por las sobras de comida china, por el plato roto que no se barrió. Cuando me dijiste de tu nuevo trabajo reparando naves de relatividad, yo estaba contenta, en secreto. Tu trabajo te llevaría a Reno. Fuera de mi camino.

—.—.—.—.—

Yo te había superado completamente, nos había superado—o por lo menos lo había hecho cuando te fuiste. Yo estaba lista para alguien nuevo.

Gunther, el ingeniero alemán, era todo lo que tú no fuiste. Así que me casé con él. Una vez que sabías sus primeros dígitos, se repetían en un patrón predecible. Era un maravilloso padre a nuestros dos hijos. Pensé en ti, a veces, cuando criaba a mis niños, perfectos cuadrados en su mundo racional. Nunca te olvidé.

Gracias a la genética, supimos sobre los problemas de corazón de Gunther desde antes de que sucedieran. Él duró más de veinticinco años, y luego desapareció. Mis hijos ya estaban viviendo por su cuenta, así que tenía tiempo y dinero. Era libre de escoger irracionalmente, así que comencé a esquiar en agua.

Cuando regresaste, estaba sorprendida de que hayas llegado a mi puerta—y hasta más sorprendida de que me quisieras. No pensé que te quedarías conmigo—un treintañero guapo con esta vieja seca. Decías y decías que te gustaba mi madurez, que pensabas que yo era sexy. Pero para mí era diferente. Te vi como a mis niños. Más como un hijo que una pareja.

Si no encuentras a alguien más.

Es una terrible propuesta. Hace que una mujer se sienta como si solo la estuvieras aguantando. Y encontré a alguien más. Llevaba veinticinco años felices con él, mientras tú solo atravesaste unos meses. Acumulé el peso de años—de una mujer construyendo décadas con su pareja, de una madre reviviendo al criar a sus hijos. Todo el peso que acumulé—sin mencionar mi nueva panza.

Pero me casé contigo de todos modos. Tú querías estar conmigo, lo dijiste. Todos tus pensamientos recientes te lo dijeron. Mi edad no importaba—aún me querías a , la mujer que habías amado todo este tiempo, tú lo dijiste.

En cuanto a mí, tenía todo lo que siempre había querido—pero no era lo que pensé que sería.

Una noche, después de hacer el amor en la playa, miré las estrellas. Brillaban con la luz de hace billones de años. Las estrellas nos ofrecieron tiempo separados. Por eso vendí todo lo que tenía—para ver lo que tú habías visto.

Las nuevas naves de relatividad eran aún más rápidas que la tuya había sido, y ahora estaban abiertas a turistas. Solo habían sido cuarenta años aquí, al final del día. Perdón que no te dejé una nota.

Pensé que todo era relativo.

—.—.—.—.—

Gunther siempre era paciente conmigo. Lento. Esperaría a que yo tuviera un orgasmo, como si estuviera sosteniendo abierta la puerta del carro para que me suba, y luego se vendría rápidamente, y en silencio. A veces yo pretendía que él era tú para que las cosas fueran más excitantes. Una vez imaginé que él era Albert Einstein. Era el acento, lo juro.

Contigo, el tirón electromagnético nos unió. Podíamos ionizar un poco, visitando otras moléculas y formando uniones débiles—pero siempre regresábamos a estar juntos, circulándonos el uno al otro sin fin.

Un electrón y un protón. Tú y yo.

Por mucho tiempo pensé que yo era el electrón, girando en patrones salvajes a tu alrededor. Luego me di cuenta de que el electrón eras tú, porque yo siempre supe o dónde estabas o qué tan rápido ibas, pero nunca ambos.

—.—.—.—.—

Así que te dejé y me fui a las estrellas, como tú lo habías hecho. ¡Alfa Centauri! La brillante estrella marcada en mi mente. Era una vacación para mi, un tiempito lejos de la Tierra. Por primera vez, vi las luces de cerca. La nave de lujo iba al 99% de la velocidad de la luz. Mucho más rápido de lo que tú fuiste, más rápido que antes.

Pensé que estarías muerto cuando yo regresara. Simplificaba las cosas. Ponía un alto a las peleas. Tú serías cenizas, como siempre habías querido. Ni siquiera tendría que ver tu cuerpo. Lo pensé, mientras miraba por la ventana de la nave, y me di cuenta de que todavía estaba pensando en ti. Ahí fue cuando me di cuenta de que no importa qué tan lejos me fuera, o qué tan rápido, aún respondo a ti en todas las maneras.

Cada acción produce una reacción igual y opuesta. Nuestro enlace me jala de regreso, y te amo.

—.—.—.—.—

Razones por las cuales te he amado:

  1. Sí.
  2. Sí, otra vez.
  3. Porque tú eres tú.

Ninguna de estas son amor, tal vez, pero son fuerzas de física. Y si el amor no está sujeto a la física, entonces no tiene lugar en nuestro universo. No puedo creer que eso sea cierto.

—.—.—.—.—

Justo cuando regresé, tú te fuiste de nuevo, como una bola de metal pegándole a otra—el lado opuesto de nuestro juguete de energía cinética. Tú estabas por la galaxia de Andrómeda, moviéndote al 99.38% de la velocidad de la luz.

Más sencillo, de hecho. Tenía sesenta y ocho. Tú te habías ido.

Era tiempo de seguir adelante.

El mundo había cambiado desde que me fui. La expectativa de vida humana había subido a 150 años. Nunca lo había imaginado posible. Me quedaban décadas para la música, el arte, lo que sea que yo soñara. Mi salud era buena—se deshicieron de un tumor maligno en mi pecho y me hicieron un riñón nuevo, dos veces—pero fuera de eso, mi cuerpo siguió funcionando por años.

Pero la parálisis de mi sistema nervioso—eso no tenía cura. Elegí la criogénesis, esperando que encontraran una cura. Si la encontraban, años después, me revivirían y me curarían.

Fue emocionante. Me preguntaba si sería difícil dormir, como en Nochebuena—sin saber lo que la mañana de la Navidad traería. Pero claro, el congelamiento fue instantáneo. Mientras me acostaba en la cámara de congelación, estaba pensando: Reno. Ahí es a donde debí haber ido, cuando llegó el desastre. Estaba pensando en ti.

Y luego estaba congelada, como Caronte y Plutón.

—.—.—.—.—

Si soy un tren saliendo de Filadelfia a las 3:00, yendo a 80 kilómetros por hora, y tú eres un tren en las mismas vías saliendo de San Francisco a las 4:00, yendo a 90 kilómetros por hora, ¿a qué hora vamos a chocar y salir de las vías?

Más importante, si nos movemos a la velocidad de la luz, y apunto una luz hacia ti, ¿vas a parpadear y me vas a decir que te deje de cegar, o no me vas a ver hasta que ya es demasiado tarde?

Si Einstein está volando al lado de nuestro tren, viendo un espejo y preguntándose a dónde se fue su reflejo—¿vas a preguntarle si hay algo que puede estar quieto, o si todo siempre está en movimiento? En relación a todo lo demás, por supuesto.

Y pregunta sobre Reno. Si nuestros trenes chocan ahí, ¿deberíamos considerar que han dejado de moverse? ¿O siguen en movimiento en la Tierra, en relación a todo lo demás en el universo?

—.—.—.—.—

Todos estamos unidos en el mismo futuro, excepto tú. El tiempo se mueve tan rápidamente—acelerando hasta el punto en el que casi no podemos imaginar qué es lo que sigue. Me fui a dormir esperando ser curada. En vez de eso, la inteligencia artificial me despertó y me dijo que yo ya no necesitaba mi cuerpo. Descargó mi mente, y ahora veo. Tú y yo somos excéntricos, pero parte de un sistema solar, y ya sé a dónde pertenecemos. Viajar por circuitos para mí es fácil, expandir mi mente por toda la red—y luego condensarme tan diminuta que puedo ser insignificante en el universo, aquí en un rincón de una ciudad virtual.

Veo que han despachado una nave en tu búsqueda, moviéndose al 99.99% de la velocidad de la luz. Te alcanzará eventualmente. Te descargarán y te mandarán volando de regreso a mí. Aquí, donde pertenecemos. Creo que nunca dejé tu órbita.

—.—.—.—.—

Te escribí un mensaje largo para explicarte todo esto, pero creo que voy a borrarlo todo y dejar solo ocho palabras. Te cuento el resto cuando llegues—cuando nuestro movimiento perpetuo llegue a una parada relativa.


“I’m Alive, I Love You, I’ll See You In Reno”—extraído de la revista en línea Lightspeed Magazine, publicado en el 2010.

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«Intentaba Describir Cómo Se Siente» y Otros Cuentos—Noy Holland

Intentaba Describir Cómo Se Siente

Es como estar en una ciudad hermosa en la noche de una inundación bíblica. Un millón de dólares—todos míos—ya gastados. Como una pelota de playa saltando suelta por el mar. Baby, apareces en mi avenida, baby, y los edificios caen a sus rodillas. Yo soy la inundación yo soy la inundación que los derriba. Yo soy el zoológico y los animales en él y te doy de comer de mi mano. Come de mi mano. Tienes que dejarme. Cada chico que he amado se arrancó la cara y te la dio. Todos ellos son tú. Es tu cara en lugar de estrellas y estrellas en movimiento, árticas—y tú eres el atar. La corona brillante de Cristo. Tú me haces soltarme desde el centro, soy una cosa derretida. Soy como fuego pero lento como piedra. Como si fuera el planeta y tú el eje. Sé el eje. Tú sé la cosa en la que giro. Arriba en lo ígneo. Arriba en la decadencia. Hazme una luna, creador de lunas. Woo. Así así así.


Barney Greengrass

Él es un gran ruso judío del Bronx. Sus manos son enormes. Toma el lápiz de su boca, marcas de diente en la madera, y le dice a ella, Tenemos una conexión psíquica. Él le toma la orden y regresa con cuatro servilletas para que ella anote sus respuestas. Ahora, mírame. Aleja la mirada. Cualquier ciudad. Tu helado favorito. Cualquier palabra en español. Cualquier número entre uno y mil. 978. FLOTACIÓN. CHOCOLATE. CHICAGO. No leí tu mente. La alimenté. Las respuestas lúcidas y como bloques y nuevas.


Vegas

Cuando Danny y su novia de muchos años terminan, ella ofrece, como consolación, hacerle su trabajo dental gratis. Ella es dentista. O, trabaja para una dentista. Ella lo pone bajo sedación. Danny está bajo tanta sedación, él revive la escena de un niño devorado detrás de plexiglás en el zoológico: el niño en un reto, el oso en el suelo, abierto, cortado. Ahí está el niño. Su cara es la de Danny. El oso es un oso polar viejo, el cielo ese azul loco. Mientras tanto la ex de Danny le arranca todos los dientes de su cabeza con ese instrumento que usan. Cuando él despierta, ella está en Vegas. Su novia actual, muerta de asco, no tarda nada en dejarlo, también. ¿Qué instrucción podríamos extraer de esta historia? ¿Qué debería hacer nuestro Danny?


Una Vez Escribí Un Cuento

Una vez escribí un cuento sobre un adicto al opio con un auto que se maneja solo.

Una vez escribí un cuento sobre un avestruz.

Una vez escribí un cuento sobre un niño ciego vestido en seda de superhéroe.

Una vez escribí un cuento sobre un colibrí ahogándose en un plato de crema.

Luego escribí un cuento sobre un adicto a los animales con una mula con dos orejas mordidas. La mula era Muescas. Siempre gentil. Cada noche de su vida, él le dijo a Muescas buenas noches hasta que al fin ella lo llevó lejos y desapareció.

Una vez escribí un cuento sobre hasta que la muerte nos separe. Extravagante, la noche de la boda, a nadie le alcanzaría para tanto lujo. La novia vestía de lentejuelas. La encontraron en el baño del motel. Su esposo la había acuchillado en la tina, las lentejuelas de la cama a la tina esparcidas como monedas, como escamas, como lentejuelas. Iridiscentes, incandescentes. Como una sirena, como un pájaro.

Una vez escribí un cuento sobre un niño que yo amé que destruyó todo lo que había hecho para mi y lo sigue destruyendo aún.

Una vez escribí un cuento sobre una Jennifer y un bebé llamado Lloyd y un judío.

Una vez escribí un cuento sobre ti.

Tú dijiste, ¿De qué se trata?

Yo dije, De ti.


Todos los cuentos extraídos del libro «I Was Trying To Describe What It Feels Like» por Noy Holland, publicado por Counterpoint Press en el 2017.

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«Después De Que Me Aventaran Al Río Y Antes De Ahogarme»—Dave Eggers

Oh soy un perro veloz. Soy veloz-veloz. Es verdad y amo ser veloz lo admito lo amo. Ya sabes de perros veloces. Perros que solo corren y dices, ¡Wow! ¡Ése es un perro veloz! Bueno ese soy yo. Un perro veloz. Soy un perro veloz veloz. ¡Hoooooooo! ¡Hooooooooooooo!
Deberías verme alguna vez. Solo mira lo rápido que voy cuando voy lo más rápido que puedo, cuando realmente me tengo que mover por algo, cuando de verdad voy—te digo, de veras me muevo, como un misil, como un misil entre árboles y alrededor de arbustos y luego pop! Puedo ir sobre una cerca o un bebé o una roca o lo que sea porque soy un perro veloz veloz y puedo brincar como una pinche gacela.
¡Hoooooooo! Güey, ay güey.
Lo amo lo amo. Corro para sentir el fresco aire fresco por mi pelaje. Corro para sentir el agua fría salir de mis ojos. Corro para sentir mi mandíbula aflojarse y mi lengua toda guanga y salida de un lado de mi boca y voy y voy y voy mi nombre es Steven.
Puedo comer pizza. Puedo comer pollo. Puedo comer yogurt y pan de centeno con semillas de comino. Realmente no importa. Dicen No, no, no te comas esa cosa, tú, eso no es para ti, es para nosotros, ¡para la gente! Y me lo como de todos modos, me lo como con gusto, me como la comida y me siento bien y vivo y corro y corro y miro a la gente y escucho sus estúpidas conversaciones saliendo de sus aperturas que son bocas y sus terribles ojos.
Lo veo en las ventanas. Veo lo que pasa. Veo los momentos de unión y calma y también la traición y yo corro y corro. Tú dime que lo que todos ellos dicen importa. He escuchado y hace mucho lo dejé de hacer. Solo dime que importa y te escucharé y voy a querer ser convencido. Tú dime que lo que se dice está haciendo una diferencia, que esas palabras valen la pena y significan algo. Yo veo lo que pasa. Vivo con gente que es alemana. Coleccionan jarras. Son buenas personas. Su hijo está muerto. Yo veo lo que pasa.
Cuando corro puedo dar vueltas como si fuera magia o algo. Puedo dar vuelta como si ni hubiera una vuelta. Doy vuelta y voy tan rápido que es como si todavía fuera recto. A través de los árboles como misil, por los árboles amo correr con mis garras alcanzando y agarrando tan rápido que es como si me estuviera llevando todo conmigo.
Wow, amo tanto todo esto.
Una vez estuve en un río. Me aventaron a un río cuando era pequeño. Nunca sabes. Estaba nadando, intentando saber por qué me habían aventado a un río. Tenía seis meses de nacido, y mis ojos quemaban, el agua estaba mala. Chapoteaba y era como rogar. La tierra en cualquier lado era una tira negra, indiferente. Vi el agua gris y luego el agua más oscura de abajo y luego mis piernas no funcionaban, estaban atoradas en un tipo de alga o telaraña y luego estaba en el aire.
Abrí mis ojos que quemaban y vi al hombre de amarillo. El pescador. Me levantaron del agua, el agua debajo de mi. Luego temblando en el piso de su bote blanco de plástico y me veían con sus bigotes. Me sequé con el sol. Me trajeron al lugar con las jaulas y grité por días. Otros también estaban gritando. Todos estaban locos. Luego gente y un auto y era nuevo en casa. Comí y dormí y estaba seco, paredes de madera. Dos personas y dos niñas, gemelas flacas que duermen en el cuarto de al lado, con una casa de muñecas entre ellas.
Cuando estoy afuera corro. Corro del cemento paso los lugares y luego a donde los lugares terminan y luego al bosque. En el bosque están los otros perros.
Yo soy el más veloz. Desde que Tomás se fue yo soy el más veloz. También salto lo más lejos. Ya no tengo que gritar. Puedo ir más allá de los edificios donde la gente se queja y luego al bosque donde no puedo oírlos y correr con estos perros. Hoooooooooooooooo! Me siento bien aquí, me siento fuerte. A veces soy una máquina, moviéndose tan rápido, una máquina con todo trabajando perfectamente, mis garras agarrando la tierra como si yo fuera el que la hace girar. Wow, oh, sí.
Todos los días en la calle paso a las mismas personas. Ahí están los hombres, dos de ellos, vendiendo burritos desde un food truck de aluminio. Ellos son hombres felices; su música está a todo volumen y tintinea como un brazalete. Ahí están las mujeres de la farmacia afuera en su break, fumando y riéndose, sus hombros temblando. Ahí está el hombre que duerme en el suelo con el hoyo en sus pantalones, por donde se le sale el culo crudo y lleno de percebes y todo azul-café. Un brazo extendido, intentando alcanzar la puerta del edificio. Él duerme tanto.
Cada noche camino desde la vecindad y me dirijo al bosque y me junto con los otros. Afuera está lleno de sombras, las nubes bajas. Veo los azules brincando adentro de las ventanas. Quiero a toda esa gente fuera de los edificios y llevadas al desierto para que podamos llenar los edificios con agua. Es una idea que tengo. Los edificios serían buenos si se llenaran con agua, o si estuvieran debajo del agua. Algo para limpiarlos, lo que sea. ¿Cuánto tardaría limpiar esos edificios? Señor, nadie sabe nada de esto. Tantos de los sonidos que escucho simplemente no puedo soportar. Esta gente.
Las únicas que me gustan son las niñas y los niños. Voy a las niñas y lamo a los niños. Corro hacia ellas y les encimo mi nariz en sus panzas. No quiero que trabajen. Quiero que se queden como están y que corran conmigo, aunque son lentos, tan tan lentos. Yo corro a su alrededor una y otra vez mientras ellas corren de frente. Son lentas pero son cosas perfectas, casi perfectas.
Paso los edificios. Adentro, las mujeres están poniendo hilos de cabello detrás de sus orejas, y sus hijos mayores se paran frente al espejo por horas, moviéndose tentativamente a su música. Sus padres están jugando ajederez con sus tíos que se están quedando con ellos por como un mes. Están felices de que se tienen los unos a los otros, y yo paso, mis garras haciendo click con el cemento, paso el hombre en el suelo con su brazo extendido, paso el food truck metálico con la música, y veo la luz detrás de los techos.
No he estado en un techo pero una vez estuve en un avión y me pregunté por qué nadie me había dicho. Que las nubes eran más encantadoras desde arriba.
Cuando los edificios se vacían, a veces veo al tren deslizarse a través de los árboles negros, todas las ventanas verdes y la gente de adentro en camisas blancas. Veo desde el bosque, la tierra en mis uñas tan suave. Solo no te puedo decir cuánto amo todo esto, este tren, este bosque, esta tierra, el olor de perros cercanos esperando para correr.

En el bosque tenemos carreras y saltamos. Corremos desde la entrada del bosque, donde las veredas comienzan, por el negro-oscuro interior y fuera al prado y cruzando el prado y hacia el siguiente bosque, sobre el arroyo y luego a lo largo del arroyo hasta la autopista.
Esta noche es fresca, casi fría. No hay estrellas o nubes. Todos somos impotentes pero podemos correr. Troto por el sendero y veo a los demás. Seis de ellos esta noche—Edward, Franklin, Susan, Mary, Robert, y Victoria. Cuando los veo quiero estar enamorado de todos ellos al mismo tiempo. Quiero que todos estemos juntos; me siento tan bien de estar cerca de ellos. Algún tipo de matrimonio. Hablamos de que la noche está enfriando. Hablamos de que en el bosque no hace tanto frío cuando estamos juntitos. Conozco a todos estos perros menos a unos pocos.
Esta noche corro contra Edward. Edward es un bull terrier y es veloz y fuerte pero sus ojos quieren ganar demasiado; nos da miedo. No lo conocemos bien y se ríe demasiado fuerte y solo con sus propios chistes. No escucha; él espera.
La pista es una sencilla. Corremos desde la entrada por el negro-oscuro interior y fuera hacia el prado y a través del prado y al siguiente bosque, por el arroyo, luego sobre el espacio sobre las tuberías de drenaje y luego por el arroyo hasta la autopista.
El salto sobre las tuberías es la parte difícil. Corremos al lado del arroyo y luego la orilla del río sobre él se levanta así que estamos tres, cuatro metros sobre el arroyo y luego casi cinco. Después la orilla es interrumpida por una tubería, como de metro y medio de altura, así que la orilla a cinco metros tiene un espacio de cuatro metros y tenemos que correr y brincar para hacerla. Tenemos que sentirnos fuertes para hacerla. En la orilla del arroyo, cerca de la tubería, en la tierra y en las hierbas y en las ramas de los árboles grises y ásperos están las ardillas. Las ardillas tienen cosas que decir; hablan antes y después de que saltamos. A veces mientras saltamos ellas hablan.
“Está corriendo chistoso.”
“Ella no la va a hacer al otro lado.”
Cuando aterrizamos dicen cosas.
“Él no aterrizó tan bien como yo quería que lo hiciera.”
“Ella aterrizó mal. Porque aterrizó mal estoy enojada.”
Cuando no la hacemos al otro lado, y en lugar caemos a la orilla arenosa, las ardillas dicen otras cosas, sus ojos llenos de felicidad.
“Me hace reír que no la hizo al otro lado.”
“Estoy muy feliz de que haya caído y de que parece que está lastimado.”
No sé por qué las ardillas nos ven, o por qué nos hablan. Ellas no intentan brincar el hueco. El correr y el saltar se siente tan bien—hasta cuando no ganamos o nos caemos al hueco se siente tan bien cuando corremos y saltamos—y cuando terminamos las ardillas nos están hablando a nosotros y una a otra en sus pequeñas voces nerviosas.
Nosotros vemos a las ardillas y nos preguntamos por qué están ahí. Queremos que corran y salten con nosotros pero ellas no lo hacen. Ellas se sientan y hablan sobre las cosas que hacemos. A veces uno de los perros, irritado más allá de la tolerancia, captura a una ardilla con su boca y la tritura. Pero luego la siguiente noche están de regreso, todas las ardillas, más de ellas. Siempre más.
Esta noche voy a correr contra Edward y me siento bien. Mis ojos se sienten bien, como que voy a ver todo antes de que tenga que hacerlo. Veo colores como tú escuchas aviones jet.
Cuando corremos al lado del arroyo me siento fuerte y veloz. Hay espacio para que ambos corramos y yo quiero correr a lo largo del arroyo, quiero correr al lado de Edward y luego saltar. Es todo lo que puedo ver, el salto, la distancia debajo de nosotros, el momentum llevándome al otro lado del hueco. No manches, a veces solo quiero que este sentimiento se quede y dure.
Esta noche corro y Edward corre, y lo veo empujando duro, y sus garras agarrando, y parece que los dos estamos agarrando la misma cosa, agarrando hacia la misma cosa. Pero seguimos agarrando y agarrando y hay suficiente para que los dos agarremos, y después de nosotros habrá otros que agarrarán de esta tierra del arroyo y siempre siempre será así.
Edward me está empujando un poco mientras corro. Edward me está empujando, chocando contra mi. Todo lo que quiero es correr pero él está gritando y chocando conmigo, intentando morderme. Todo lo que quiero es correr y luego saltar. Estoy diciéndole que si los dos solo corremos y saltamos sin chocar ni morder vamos a correr más rápido y saltar más lejos. Seremos más fuertes y haremos cosas más hermosas. Él me muerde y choca conmigo y me grita de cosas mientras corremos. Cuando llegamos a la vuelta él me intenta hacer chocar contra el árbol. Me derrapo y luego encuentro mi equilibrio y sigo corriendo. Lo alcanzo rápido y porque soy más veloz lo alcanzo y lo rebaso y estamos en la recta y agarro velocidad, la reúno de todos lados, atraigo la energía de todo lo que vive a mi alrededor, se conduce a través de la tierra y mis garras mientras yo agarro y agarro y consigo toda la velocidad y luego veo el espacio. Dos zancadas más y salto.
Lo deberías hacer alguna vez. Soy un cohete. Mi tiempo sobre el hueco es una vida. Soy una nube, tan lenta, por un instante soy una nube lenta cuyo movimiento es elegante, indiferente, como el sueño.
Luego todo se acelera y las hojas y la tierra negra vienen hacia mi y yo aterrizo y me derrapo, mis garras llenándose de tierra y arena. Logro saltar el espacio por medio metro y volteo a ver a Edward brincando, y la cara de Edward mirando al otro lado, mirando a mi lado del espacio, y sus ojos aún en el pasto, explotando por él, y luego se está cayendo, y solo sus patas delanteras, sus garras, aterrizan sobre la orilla. Él grita algo mientras agarra, sus ojos intentando jalar el resto de él hacia arriba, pero se desliza hacia abajo por la orilla.
Él está bien pero en el pasado otros se han lastimado. Un perro, Wolfgang, murió aquí, hace años. Los otros perros y yo saltamos hacia abajo para ayudar a Edward a subir. Él está gimiendo pero está feliz de que estábamos corriendo juntos y de que saltó.
Las ardillas dicen cosas.
“Ese no fue tan buen salto.”
“Ese fue un terrible salto.”
“Él no estaba intentando lo suficiente cuando saltó.”
“Mal aterrizaje.”
“Pésimo aterrizaje.”
“Su mal aterrizaje me hace enojar mucho.”
Yo corro el resto de la pista solito. Termino y regreso y veo las otras carreras. Veo y me gusta verlos correr y saltar. Somos suertudos de tener estas piernas y este suelo, y que nuestros músculos funcionan con velocidad y que nuestra sangre se agita y de que podemos verlo todo.

Después de que todos corremos nos vamos a casa. Pocos de los perros viven al otro lado de la autopista, donde hay más tierra. Algunos viven por donde yo vivo, y trotamos juntos de regreso, cruzamos el bosque y fuera por la entrada y de regreso a las calles y los edificios con las luces azules brincando adentro. Ellos saben tan bien como yo sé. Ellos ven a los hombres y las mujeres hablando por el vidrio y diciendo nada. Ellos saben que adentro los niños están empujando sus juguetes por los suelos de madera. Y en sus camas la gente se estira por las sábanas, jalando, sus pies pataleando.
Rasco la puerta y pronto la puerta se abre. Piernas blancas desnudas debajo de una bata roja. Pelos negros corren por la piel blanca. Me como la comida y voy al cuarto y espero a que se duerman. Yo duermo al pie de la cama, sobre sus pies, sintiendo el aire de la ventana que apenas está abierta entrando de manera fresca y familiar. En el cuarto de al lado, las gemelas flacas duermen junto a su casa de muñecas.
La siguiente noche camino solito al bosque, mis garras taconeando en el cemento. El hombre que duerme duerme cerca de la puerta, sus manos entre sus rodillas, rezando. Veo a un grupo de hombres cantando en la esquina bien borrachos, pero son perfectos. Sus voces se juntan y pulen el aire entre ellos, sus voces libres y perfectas salen de sus bocas viejas y borrachas. Me siento y los veo hasta que me notan.
“Sácate de aquí, pinche perro.”
Veo los edificios terminar y espero al tren por las ramas. Espero y casi puedo escuchar el canto todavía. Espero y ya no quiero esperar pero entre más espero más espero que el tren sí llegue. Veo a un cuervo rebotar enfrente de mi, su cabeza pivoteando, paranoico. Luego el tren suena desde la parte negra y densa del bosque, donde no se puede ver, luego se puede ver, pasando por las partes ligeras del bosque, y sale disparado, los cuadritos verdes brillando y adentro los cuerpos con sus camisas blancas. Intento remojarme de esto. Esto no puedo creer que merezco. Quiero cerrar mis ojos para sentir esto más pero luego me doy cuenta de que no debería cerrar mis ojos. Mantengo mis ojos abiertos y veo y luego el tren se fue.
Esta noche corro contra Susan. Susan es una retriever, pequeña, veloz y bella con ojos negros. Arrancamos, a través de la entrada, por el negro-oscuro interior y fuera hacia el prado. En el prado respiramos el aire y sentimos la luz de la luna parcial. Tenemos sombras negras que se extienden a lo largo del pasto verde-gris. Corremos y nos miramos y sonreímos porque ambos sabemos lo bueno que esto es. Tal vez Susan es mi hermana.
Luego estamos llegando al segundo bosque y nos lanzamos como sexo y damos las vueltas, pasamos la curva donde Edward me empujó, y luego a lo largo del arroyo. Estamos corriendo juntos y no realmente compitiendo. Queremos que el otro corra más rápido, mejor. Nos miramos el uno al otro enamorados con nuestros movimientos y fuerza. Susan es tal vez mi mamá.
Luego la recta antes del brinco. Ahora tenemos que pensar en nuestras propias piernas y músculos y ritmo antes de saltar. Susan me voltea a ver y sonríe de nuevo pero se ve cansada. Dos zancadas más y salto y entonces soy la nube lenta mirando las caras de mis amigos, los otros perros fuertes, luego el suelo duro llega a mi y aterrizo y escucho su grito. Volteo a ver su cara cayendo y corro a la orilla. Robert y Victoria ya están ahí abajo con ella. Su pierna está rota y sangrando de la articulación. Grita y luego gime, sabiéndolo ya todo.
Las ardillas están arriba y hablando.
“Bueno, parece que le pasó lo que se merece.”
“Eso te pasa cuando no brincas bien.”
“Si fuera una mejor saltadora esto no hubiera pasado.”
Algunas de ellas se ríen. Franklin está enojado. Camina despacio a donde están sentadas; no se mueven. Toma a una de ellas en su mandíbula y todos sus huesos crujen. Sus voces siempre están hablando pero se nos olvida que son tan pequeñas, sus cabecitas y huesitos. Las demás salen corriendo. Él avienta a la ardilla quebrada al agua lenta.
Nos vamos a casa. Troto a los edificios con Susan en mi espalda. Pasamos las ventanas brillando de azul y los hombres en el food truck con la música a todo lo que da. La llevo a casa y rasco su puerta hasta que la dejan pasar. Me voy a casa y veo a las gemelas flacas con su casa de muñecas y voy al cuarto con la cama y caigo dormido antes de que lleguen.

La siguiente noche no quiero ir al bosque. No puedo ver a alguien caer, y no puedo escuchar a las ardillas, y no quiero que Franklin las aplaste en su mandíbula. Me quedo en casa y juego con las gemelas en sus pijamas. Me ponen sobre una funda de almohada y me jalan por los pasillos. Me encanta la velocidad y se ríen. Tomamos curvas donde me topo contra paredes y se ríen. Corro lejos de ellas y luego hacia ellas y por debajo de sus piernas. Gritan, les encanta. Las quiero tanto, a estas gemelas, y quiero que vengan y corran conmigo. Me quedo con ellas esta noche y luego me quedo en casa por días. Me alejo de las ventanas. Está calientito en la casa y como más y me siento con ellas mientras ven la tele. Llueve por una semana.
Cuando voy al bosque otra vez, después de diez días fuera, Susan ha perdido su pierna. Todos los perros están ahí. Susan tiene tres piernas, una venda alrededor de su hombro. Su sonrisa es una cosa nueva y más frágil. Hace más frío y el viento es gacho y penetrante. Mary dice que la lluvia ha agrandado al arroyo, su corriente está demasiado fuerte. El brinco sobre el drenaje es más ancho ahora, así que decidimos que no vamos a hacerlo.
Corro contra Franklin. Franklin todavía está enojado por lo de la pierna de Susan; ninguno de nosotros puede creer que cosas así pasan, que ella perdió una pierna y ahora cuando sonríe parece que está pidiendo morir.
Cuando llegamos a la recta me siento tan fuerte que sé que voy a seguirle. No estoy seguro de que la voy a hacer pero sé que puedo saltar y llegar lejos, más lejos que nunca, y sé que estaré flotando como una nube por tanto tiempo. Quiero esto. Quiero esto tanto, el flotar.
Corro y veo a las ardillas y sus bocas ya están formando las palabras que van a decir si no la hago al otro lado. En la recta Franklin se para y me grita para que yo pare pero son unas cuantas zancadas más y nunca me había sentido tan fuerte así que salto sí salto. Floto por mucho tiempo y lo veo todo. Veo mi cama y las caras de mis amigos y parece que ya lo saben.
Cuando mi cabeza golpeó fue obvio. Mi cabeza golpeó y hubo un momento en el cual aún podía ver—vi la cara de Susan, sus ojos bien abiertos, vi ramas entrecruzadas sobre mi y luego la corriente me llevo y caí.
Después de que me caí y estaba fuera de vista las ardillas hablaron.
“No debió haber saltado ese salto.”
“La neta se vió muy tonto cuando se pegó en la cabeza y se deslizó al agua.”
“Era un idiota.”
“Todo lo que hizo no tuvo valor.”
Franklin estaba enojado y agarró cinco o seis de ellas con su boca, triturándolas, aventándolas una después de otra. Los otros perros miraron; ninguno sabía si la matanza de ardillas los hacía feliz o no.

Después de que morí, muchas cosas pasaron que no esperaba.
La primera es que ahí estaba, adentro de mi cuerpo, por un buen tiempo. Estaba en el fondo del río, atorado entre palos y ramas, por seis días. Estaba muerto, pero ahí estaba todavía, y podía ver con mis ojos. Podía moverme adentro de mi cuerpo como si fuera una bolsa floja y calientita. Dormía en esa bolsa floja y calientita, como si fuera una pequeña casa de pelaje. De vez en cuando podía mirar por los ojos de la bolsa, para ver que pasaba afuera, en el río. Nunca vi mucho a través del agua sucia.
Ya me habían aventado al río antes, un río diferente, cuando era joven por un hombre porque yo no quería pelear. Se suponía que yo tenía que pelear y él me pateó y me pegó en la cabeza e intentó hacer que yo fuera malo. Yo no sabía por qué me pateaba, me pegaba. Yo quería que él fuera feliz. Quería que las ardillas saltaran y fueran tan felices como nosotros los perros. Pero ellas son diferentes a nosotros, y el hombre que me aventó al río también era diferente. Yo pensé que todos eramos iguales pero mientras estaba en mi cuerpo muerto y miraba el turbio suelo del río yo supe que algunos quieren correr y algunos tienen miedo de correr y tal vez ellos están arruinados y están enojados por eso.
Dormí en mi saco de cuerpo quebrado en el fondo del río, y me pregunté qué pasaría. Estaba oscuro adentro, y rancio, y el aire era difícil de inhalar. Me canté a mi mismo.
Después del sexto día me desperté y todo brillaba. Sabía que estaba de regreso. Ya no estaba en ese saco suelto sino que ahora estaba en un cuerpo como el mío, de antes; era el mismo. Me paré y estaba en un valle enorme de botones de oro. Podía oler su olor y caminé a través de las flores, mis ojos al nivel del amarillo, una línea borrosa de amarillo. Mi cabeza pesaba por la belleza del amarillo todo borroso. Amé respirar así de nuevo, y verlo todo.
Debería decir que es casi que lo mismo aquí que allá. Hay más montes, y más cascadas, y las cosas son más limpias. Me gusta. Cada día camino por un buen rato, y no tengo que caminar de regreso. Puedo caminar y caminar, y cuando me canso me duermo. Cuando me despierto, puedo seguir caminando y nunca extraño donde comencé y no tengo casa.
Aún no he visto a nadie. No extraño el cemento raspando mis pies, o los edificios con los hombres durmiendo, alcanzando. A veces extraño a los otros perros y correr.
La gran sorpresa es que resulta que Dios es el sol. Hace sentido, si lo piensas. Por qué no lo vimos antes no lo sé. Cada día el sol estaba justo ahí, en llamas, nuestro planeta y los demás flotando alrededor de él, siempre pidiendo disculpas, y nosotros no pensamos que era Dios. ¿Por qué habría un Dios y también un sol? Claro que Dios es el sol.
Todos en la vida anterior estaban de malas, yo creo, porque solo querían saber.


«After I Was Thrown in the River and Before I Drowned»—extraído de los archivos públicos de North Dakota State University.

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«El Corazón Delata»—Edgar Allan Poe

¡Es verdad!—nervios—muchos, muchos, horrorosos nervios he tenido y tengo; pero, ¿por qué dirías que estoy mal de la cabeza? La enfermedad ha agudizado mis sentidos—no los ha destruido—ni los ha debilitado. Sobre todo estaba agudizado el sentido de escuchar. Escuché todas las cosas en el cielo y en la tierra. Escuché muchas cosas en el infierno. ¿Cómo, entonces, es que me he perdido en la locura? ¡Escucha! y observa qué tan sanamente—qué tan tranquilamente te puedo contar la historia entera.

Es imposible decir cómo la idea entró a mi cerebro; pero una vez concebida, me persiguió día y noche. Sin objetivo. Sin pasión. Yo amaba al viejo. Él nunca me hizo mal. Nunca me insultó. De su oro no tenía yo deseo alguno. ¡Yo creo que fue su ojo, sí, fue eso! Uno de sus ojos parecía el de un buitre—un ojo azúl pálido, con una ligera capa sobre él. Cuando el ojo caía en mi dirección, mi sangre se enfriaba; y por grados—poco a poco—me convencí de quitarle la vida a ese viejo, y entonces deshacerme de ese ojo para siempre.

Ahora este es el punto. Tú crees que sufro de locura. Los locos no saben nada. Pero me hubieras visto. Hubieras visto qué tan sabiamente procedí—con qué cuidado—con qué precaución—¡con qué disimulo me fui a hacer ese trabajo! Nunca fui tan amable con el viejo como lo fui la semana entera antes de que lo matara. Y cada noche, como a medianoche, giraba la perilla de su puerta para abrirla—¡oh, tan suavemente! Y luego, cuando ya la había abierto lo suficiente para mi cabeza, metía una linterna oscura, toda cerrada, cerradita, para que nada de luz saliera, y metía mi cabeza. Ay, ¡te hubieras muerto de risa viendo lo astutamente que metía la cabeza! La movía muy despacio—muy, muy despacio, para no molestar el sueño del viejo. Me tomaba una hora entera meter mi cabeza lo suficiente como para verlo acostado en su cama. Jaja—¿crees que alguien demente tendría la sabiduría como para hacer esto? Y luego, cuando mi cabeza ya estaba bien adentro del cuarto, abría la linterna con cuidado—ay, con tanto cuidado—con muchísimo cuidado (ya que rechinaba)—la abría solo poquito, para que un solo rayo delgado de luz cayera en el ojo de buitre. Y esto lo hice por siete largas noches—cada noche justo a medianoche—pero siempre encontré el ojo cerrado; así que era imposible hacer el trabajo; ya que no era el viejo el que me sacaba de onda, era su Ojo Maligno. Y cada mañana, cuando el día comenzaba, entraba sin miedo a su cuarto, y le hablaba con coraje, llamándolo por su nombre con ganas, preguntándole cómo había pasado la noche. Así que ya ves, él hubiera sido un viejo demasiado profundo, de seguro, como para sospechar que cada noche, justo a las doce, yo lo miraba mientras dormía.

En la octava noche tuve hasta más cuidado de lo normal al abrir su puerta. El minutero de un reloj se mueve más rápido que mi mano. Nunca antes había sentido el alcance de mis propios poderes—de mi inteligencia. Apenas podía contener mis sentimientos de triunfo. Y pensar que ahí estaba, abriendo la puerta, poco a poco, y él ni podía soñar de lo que yo hacía y pensaba, en secreto. La idea me dio un poco de risa; y tal vez me escuchó reír; ya que de repente se movió en su cama, como sorprendido. Ahora podrías pensar que me dio miedo y me rajé—pero no. Su cuarto estaba tan negro como el vacío, una oscuridad densa (ya que las persianas estaban cerradas con seguro, por temor a los ladrones), entonces ya sabía que él no podía ver la apertura de la puerta, y empujé más y más, sin parar.

Tenía mi cabeza adentro, y estaba a punto de abrir la linterna, cuando mis dedos se resbalaron por el cierre de metal, y el viejo se levantó en la cama, gritando—“¿Quién anda ahí?”

No me moví y no dije nada. Por una hora entera no moví ni un músculo, y en todo ese tiempo no lo escuché acostarse. Todavía estaba sentado en la cama, escuchando;—justo como yo lo había hecho, noche tras noche, escuchando a los relojes de muerte de la pared.

Escuché un ligero gemido, y sabía que era el gemido de terror mortal. No era un gemido de dolor o de tristeza—¡oh, no!—era el sonido bajo y ahogado que viene del fondo de un alma cuando se sobrecarga de temor. Ya conocía bien ese sonido. Muchas noches, justo a medianoche, cuando todo el mundo duerme, ha salido de mi propio pecho, fortaleciendo más y más, con su terrible eco, los terrores que me distraían. Te digo que lo conocía bien. Sabía lo que el viejo sentía, y me daba lástima, aunque en el corazón me reía. Sabía que había estado acostado despierto desde el primer ruidito, cuando lo vi moverse en la cama. Sus miedos solo se habrían incrementado desde entonces. Seguro había estado intentando invalidar sus miedos, pero no lo logró. Se había estado diciendo a sí mismo—“No es nada, viento en la chimenea—solo es un ratón cruzando por el piso,” o, “Es solo un grillo, haciendo lo suyo.” Sí, había estado intentando hacerse sentir mejor con estos pensamientos: pero todo en vano. Todo en vano; porque la Muerte, al acercarse, lo había estado acosando con su propia sombra, cubriendo al viejo, su víctima. Y era la triste influencia de esta sombra que le había causado sentir—aunque ni la vio, ni la escuchó—sentir la presencia de mi cabeza en el cuarto.

Cuando ya había esperado un buen rato, muy pacientemente, sin escuchar que se acostara, decidí abrir un poquito—una pequeña, pequeña apertura en la linterna. Así que la abrí—no te imaginas el silencio y cuidado—hasta que un rayo de luz tan delgado como el hilo de una telaraña se disparó desde la apertura hasta el ojo de buitre.

Estaba abierto—bien, bien abierto—y me enojé, pura furia, mientras lo veía. Lo vi perfectamente—un azul gastado, con una capa horrible que enfriaba mis huesos hasta la médula; pero no podía ver nada más de la cara del viejo, o de su persona: ya que había dirigido el rayo como por instinto precisamente al maldito ojo.

Y ahora, ¿no te he dicho que lo que confundes por locura es solo súper agudeza de los sentidos?—ahora, te digo, viene a mis oídos un sonido bajo, callado, y rápido, como el de un reloj cubierto en algodón. Conocía ese sonido bien, también. Era el latido del corazón del viejo. Me enfureció más, tal y como el sonido de un tambor estimula a un soldado hacia el coraje.

Pero aún así me aguanté. Apenas y respiré. Sostuve la linterna sin moverme. Intenté con todo mi ser mantener el rayo justo en su ojo. Mientras tanto el efecto infernal del corazón incrementó. Más y más rápido, y más y más fuerte cada instante. ¡El terror del viejo debió haber sido extremo! ¡Sonaba más y más duro cada momento!—¿me entiendes bien? Te he dicho que tengo nervios: así que los tengo. Y ahora, a la hora más muerta de la noche, entre todo el silencio de esa vieja casa, un sonido tan extraño como este me llenaba con un terror descontrolado. Pero aún así me aguanté, sin moverme. ¡Y el latido sonaba más y más! Pensé que el corazón explotaría. Y ahora una nueva ansiedad me agarra—¡un vecino va a escuchar este sonido! ¡La hora del viejo había llegado! Con un grito fuerte, abrí la linterna y salté hacia el cuarto. Gritó una vez—solo una vez. En un instante lo jalé al piso, y jalé la cama, bien pesada, sobre él. Luego sonreí, muy feliz, con el trabajo hecho bien hasta entonces. Pero, por muchos minutos, el corazón latió con un sonido ahogado. Esto, de todos modos, no me sacó de onda; no se escucharía a través de la pared. Después dejó de sonar. El viejo estaba muerto. Quité la cama y examiné el cuerpo. Sí, era piedra, muerto muertísimo. Puse mi mano sobre su corazón y la dejé ahí muchos minutos. No había pulso. Estaba muertísimo. Su ojo ya no me sería un problema.

Si todavía crees que sufro de locura, no creerás eso cuando te cuente de las precauciones tan sabias que tomé para esconder el cuerpo. La noche pasó mientras trabajé con prisa pero en silencio. Primero que nada, descuarticé el cuerpo. Le corté la cabeza y los brazos y las piernas.

Luego levanté tres tablas de madera del piso de su cuarto, y metí todos esos pedazos entre los espacios del suelo. Luego reemplacé las tablas de manera tan astuta que no hay ojo humano—ni siquiera el suyo—que pueda detectar algo fuera de lugar. No había nada que lavar—ninguna mancha—nada de sangre en ningún lugar. Tuve demasiado cuidado como para eso. Usé una tina—¡jajaja!

Cuando terminé de hacer todo eso, ya eran las cuatro de la mañana—todavía tan oscuro como la medianoche. Cuando la campana sonó para dar la hora, alguien tocó la puerta que da a la calle. Bajé a abrirla con un corazón ligero—porque, ¿qué tenía yo que temer? Entraron tres hombres, quienes se introdujeron, con perfecta suavidad, como policías. Un vecino escuchó un grito durante la noche; había sospechas de que algo estaba mal; llegó esta información a las oficinas policiacas, y ellos (los policías) ahora tenían que inspeccionar el lugar.

Sonreí—porque, ¿qué tenía yo que temer? Les di la bienvenida. El grito, les dije, fue uno que tuve mientras soñaba. El viejo, les mencioné, no estaba en el país. Los llevé por toda la casa. Les dije que buscaran—que buscaran bien. Los llevé a su cuarto. Les enseñé sus tesoros, seguros, sin haber sido tocados. Con total entusiasmo y confianza, jalé sillas al cuarto, y les dije que aquí mismo descansaran, mientras yo, con seguridad en la audacidad de mi perfecta victoria, me senté justo encima del lugar donde descansaba el cuerpo de la víctima.

Los oficiales estaban satisfechos. Mi manera los había convencido. Yo mostraba plena tranquilidad. Se sentaron, y mientras yo contestaba, a gusto, ellos platicaban de cosas familiares. Pero, después de un rato sentí palidez y quise que se fueran. Mi cabeza me dolía, y como que había un zumbido en mis oídos: pero se quedaron y platicaban y platicaban. El zumbido se volvió más claro:—siguió y se volvió más claro: hablé más para deshacerme de ese sentimiento: pero continuó y tomó más claridad—hasta que, al fin, encontré que el ruido no estaba dentro de mis oídos.

Seguro me puse de color amarillo;—pero hablé con más fluidez, y con una voz más aguda. Y aún así el sonido se volvió más fuerte—¿y qué podía hacer? Era un sonido bajo, callado, y rápido, como el de un reloj cubierto en algodón. No podía respirar—y aún así los policías no lo escuchaban. Hablé más rápido—más y más, hablé y hablé; pero el ruido incrementaba sin parar. Me paré y empecé a discutir estupideces, en voz aguda y de manera violenta; pero el ruido solo incrementaba, más y más. ¿Por qué no se iban? Caminé por el cuarto pisoteando fuerte, como si las observaciones de estos hombres me emocionaran mucho—pero el ruido crecía, más y más. ¡Ay güey! ¿Qué podía hacer? Me enfurecí—pura rabia—¡puras groserías! Mandé volando mi silla, golpeando y raspando toda la madera, pero nada, el ruido incrementó sobre todo y siguió incrementando. Creció más—y más—¡y más! Y aún así los hombres platicaban, sonriendo. ¿Será que no escuchaban? ¡Por dios!—no, ¡no! Ellos escucharon—¡sospecharon!—¡supieron!—¡se estaban burlando de mi horror!—eso pensé, y eso pienso. ¡Pero cualquier cosa era mejor que esa agonía! ¡Cualquier cosa era más tolerable! ¡No podía más con esas sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir!—y ahora—¡otra vez!—¡escucha! ¡más y más y más y más fuerte!—

“¡Villanos!” grité, “¡Ya dejen de fingir! ¡Lo admito!—Levanten las tablas del suelo, ¡aquí, aquí!—¡es el latido de este horrible corazón!”


«The Tell-Tale Heart»—extraído de The Works of Edgar Allan Poe, publicado en The Project Gutenberg en abril del 2000.

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cuentos Ficción

«Todd»—Etgar Keret

Mi amigo Todd quiere que le escriba un cuento que le ayude a llevar chicas a su cama.
“Ya has escrito cuentos que hacen a las chicas llorar,” dice. “Y unos que las hace reír. Así que ahora escribe uno que las haga brincar a la cama conmigo.”
Le intento explicar que no funciona de esa manera. Es cierto, hay algunas chicas que lloran cuando leen mis cuentos, y hay algunos chicos que—
“Olvida a los chicos,” Todd interrumpe. “Los chicos no me las hacen. Te lo digo de neta, para que no escribas un cuento que lleve a cualquiera que lo lea a mi cama, solo chicas. Te lo digo para evitar penas.”
Así que le explico de nuevo, en mi tono paciente, que no funciona de esa manera. Un cuento no es un hechizo mágico o hipnoterapia; un cuento solo es una manera de compartir con otras personas algo que sientes, algo íntimo, a veces hasta vergonzoso, que—
“Va,” Todd interrumpe de nuevo, “entonces hay que compartir algo vergonzoso con tus lectores que haga que las chicas brinquen a la cama conmigo.” Todd solo no escucha. Nunca escucha, por lo menos a mi no.
Conocí a Todd en un evento de lectura que organizó en Denver. Esa noche, cuando habló de los cuentos que amaba, se emocionó tanto que comenzó a tartamudear. Tiene mucha pasión, ese Todd, y mucha energía, y es obvio que no sabe realmente a dónde canalizarlo todo. No platicamos mucho, pero vi de inmediato que era una persona lista y un mensch. Alguien en quién puedes depender. Todd es el tipo de persona que quieres a tu lado en una casa en llamas o en un barco que se hunde. El tipo de güey que sabes que no saltará a un bote salvavidas dejándote atrás.
Pero en este momento no estamos en una casa en llamas o en un barco que se hunde, solo estamos bebiendo lattés de leche de soya orgánica en una cafetería naturista toda funky en Williamsburg. Y eso me pone un poco triste. Porque si hubiera algo quemándose o hundiéndose en el área, podría recordar por qué me cae bien, pero cuando Todd comienza a fastidiarme con que le escriba un cuento, es difícil de digerir.
“Titula el cuento ‘Todd el Hombre,’” me dice. “O tan solo ‘Todd.’ ¿Sabes qué? Solo ‘Todd’ está mejor. Así, las chicas que lo lean no sabrán hacia dónde va el cuento, y luego, al final, cuando llegue—bam! No sabrán qué les pegó. De repente, todas me verán diferente. De repente, todas sentirán su pulso palpitar en sus sienes, y tragaran saliva y dirán, ‘Dime, Todd, ¿vives por aquí?’ o ‘Detente, no me veas así,’ pero en un tono que realmente dice lo opuesto: ‘Por favor, por favor, sigue mirándome así,’ y las miraré, y sucederá, de repente, como si no tuviera nada que ver con el cuento que tú escribiste. Eso es todo. Ese es el tipo de cuento que quiero que escribas para mi. ¿Entiendes?”
Y le digo, “Todd, no te he visto en un año. Cuéntame qué te ha estado pasando, ¿qué hay de nuevo? Pregúntame cómo estoy, cómo está mi hijo.”
“No hay nada de nuevo conmigo,” dice impacientemente, “y no necesito preguntarte sobre tu hijo, ya sé todo sobre él. Te escuché en la radio hace unos días. Todo lo que hiciste en esa jodida entrevista fue hablar de él. Cómo dijo esto y cómo dijo lo otro. El entrevistador te pregunta sobre escribir, sobre la vida en Israel, sobre la amenaza Iraní, y como mandíbula de Rottweiler, te enganchas a frases de tu hijo, como si fuera algún tipo de genio Zen.”
“De verdad es muy listo,” digo defensivamente. “Tiene un ángulo de vida único. Diferente al de nosotros, los adultos.”
“Bien por él,” Todd se queja. “Entonces, ¿qué? ¿Me vas a escribir ese cuento o no?”
Así que estoy sentado en la madera falsa del escritorio de plástico del hotel de cinco estrellas falsas que son tres estrellas que el consulado Israelí rentó para mi por dos días, intentando escribirle a Todd su cuento. Me cuesta trabajo encontrar algo en mi vida que esté lleno del tipo de emoción que hará que las chicas brinquen a la cama de Todd. No entiendo, por cierto, qué problema tiene Todd con encontrar chicas por su cuenta. Es un güey que se ve bien y es bastante encantador, el tipo que embaraza a una mesera guapa de algún comedor en algún pueblo pequeño y se larga. Tal vez ese es el problema: no proyecta lealtad. Hacia las mujeres, quiero decir. Románticamente hablando. Porque cuando se trata de casas en llamas o barcos que se hunden, como ya lo he dicho, puedes contar en él hasta el final. Así que tal vez eso es lo que debería escribir: un cuento que haga que las chicas piensen que Todd será fiel. Que podrán confiar en él. O lo opuesto: un cuento que le haga claro a todas las chicas que lo lean que la lealtad y la confianza están sobrevalorados. Que tienes que seguir a tu corazón a todo lo que da y no preocuparte sobre el futuro. Sigue a tu corazón y encuéntrate embarazada mucho después de que Todd se haya largado a organizar una lectura de poesía en Marte, patrocinado por NASA. Y durante la transmisión en vivo, cinco años después, cuando le dedique el evento a ti y a Sylvia Plath, podrás apuntar con un dedo a la pantalla en tu sala y decir, “¿Ves ese hombre en el traje espacial, Todd Junior? Ése es tu papá.”
Tal vez debería escribir un cuento sobre eso. Sobre una mujer que conoce a alguien como Todd, y es encantador y está a favor del amor libre y eterno y toda esa mierda en la que creen los hombres que quieren cogerse a todo el mundo. Y le da una apasionada explicación sobre la evolución, sobre cómo las mujeres son monógamas porque quieren a un hombre para proteger a sus hijos, y sobre cómo los hombres son polígamos porque quieren impregnar al mayor número de mujeres posible, y no hay nada que puedas hacer al respecto, es la naturaleza, y es más fuerte que cualquier candidato conservador a la presidencia, o cualquier artículo de Cosmopolitan llamado “Cómo Aferrarte a Tu Esposo.”
“Tienes que vivir en el momento,” el tipo en el cuento dirá, luego se acostará con ella y le romperá el corazón. Él nunca actuará como cualquier mierda que ella puede olvidar fácilmente. Él actuará como Todd. Lo que significa que aún cuando le jode la vida entera, él será amable y lindo y exhaustivamente intenso, y—sí—también conmovedor. Y eso hará que todo ese negocio de dejarlo sea aún más difícil. Pero al final, cuando suceda, ella se dará cuenta que la relación aún valió la pena. Y esa es la parte difícil: la parte de “Aún valió la pena.” Porque puedo conectar con el resto del escenario como un celular al internet, pero la parte de “Aún valió la pena” es más complicada. ¿Qué podría obtener la chica del cuento de todo ese accidente de golpe y fuga con Todd además de otra triste abolladura en su alma?
“Cuando se despertó en la cama, él ya se había ido,” Todd lee la página en voz alta, “pero su olor se quedó. El olor de las lágrimas de un niño cuando hace un berrinche en la juguetería…”
Se detiene de repente y me mira decepcionado. “¿Qué es esta mierda?” me pregunta. “Mi sudor no huele. No mames, yo ni sudo. Compré un desodorante especial que está activo las veinticuatro horas del día, y no solo me lo pongo en las axilas, sino en todo mi cuerpo, hasta en mis manos, por lo menos dos veces al día. Y el niño… qué manera de arruinarlo, güey. Una chica que lea un cuento como este—ni de chiste viene conmigo.”
“Léelo hasta el final,” le digo. “Es un buen cuento. Cuando terminé de escribirlo, lloré.”
“Bien por ti,” Todd dice. “Doble bien por ti. ¿Sabes cuándo fue la última vez que lloré? Cuando me caí de mi bici de montaña y me abrí el cráneo y necesité veinte puntadas. Eso es dolor, también, y no tenía seguro médico, tampoco, entonces, mientras me cosían, no podía ni gritar y sentirme mal por mi mismo como cualquier otra persona, porque yo tenía que pensar de dónde sacaría ese dinero. Esa fue la última vez que lloré. Y el hecho de que tú lloraste, es conmovedor, de verdad, pero no resuelve mis problemas con las chicas.”
“Solo intento decir que es un buen cuento,” le digo, “y que me da gusto que lo escribí.”
“Nadie te pidió que escribieras un buen cuento,” dice Todd, enojándose. “Te pedí que escribieras un cuento que me ayude. Que le ayude a tu amigo lidiar con un problema real. Es como si te hubiera pedido donar sangre para salvar mi vida y en vez escribes un buen cuento y lloras cuando lo lees en mi funeral.”
“No estás muerto,” digo. “Ni siquiera te estás muriendo.”
“Sí lo estoy,” Todd grita, “lo estoy. Me estoy muriendo. Estoy solo y para mi, solo es como pinche muerto. ¿No ves eso? Yo no tengo un hijo locuaz en kinder cuyos comentarios inteligentes puedo compartir con mi hermosa esposa. No lo tengo. ¿Y este cuento? No dormí toda la noche. Solo me acosté en la cama y pensé: Ya casi está aquí, mi amigo escritor de Israel está a punto de lanzarme un salvavidas, y ya no estaré solo. Y mientras estoy aquí con ese pensamiento alentador, tú estás sentado, escribiendo un cuento hermoso.”
Hay una pequeña pausa, y al final le digo a Todd que lo siento. Las pequeñas pausas sacan eso de mi. Todd asiente con la cabeza y dice que no me preocupe. Que él mismo se dejó llevar un poco de más. Es totalmente su culpa. Nunca me debió haber pedido hacer una cosa tan estúpida, para empezar, pero estaba desesperado. “Se me olvidó por un minuto que tú eres tan estricto sobre escribir que necesitas metáforas y percepciones y todo eso. En mi imaginación era más sencillo, más divertido. No una obra maestra. Algo ligero. Algo que comienza con ‘Mi amigo Todd me pidió que le escriba un cuento que le ayude a llevar chicas a su cama’ y termina con algún truco cool postmodernista. Ya sabes, sin sentido, pero no ordinariamente sin sentido. Sexy sin sentido. Misterioso.”
“Puedo hacer eso,” le digo después de otra pequeña pausa. “Puedo escribir uno así, también.”


Extraído de la revista en línea Electric Literature publicada el 27 de marzo del 2013.