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«El Ruiseñor y la Rosa»—Oscar Wilde

«Me dijo que bailaría conmigo si le llevaba rosas rojas,» gritó el joven Estudiante; «pero en todo mi jardín no hay ninguna rosa roja.» Desde su nido en el roble lo escuchó el Ruiseñor, que miró a través de las hojas y se lleno de asombro.

«¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín!» exclamó, y sus hermosos ojos se llenaron de lágrimas. «¡Ah, de qué cosas tan pequeñas depende la felicidad! He leído todo lo que han escrito los sabios, y todos los secretos de la filosofía son míos, y aún así, por falta de una rosa roja mi vida es miserable.»

«He aquí al fin un verdadero amante,» dijo el Ruiseñor. «Noche tras noche he cantado sobre él, aunque aún no lo conocía; noche tras noche he contado su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabello es oscuro como la flor del jacinto, y sus labios son tan rojos como la rosa de su deseo; pero la pasión ha convertido su cara en pálido marfil, y el dolor ha puesto su sello en su frente.»

«El Príncipe estará dando un baile mañana por la noche,» murmuró el joven Estudiante, «y mi amor estará presente. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le traigo una rosa roja, la voy a sostener entre mis brazos, y ella va a apoyar su cabeza en mi hombro, y su mano va a estar agarrada de la mía. Pero no hay ni una rosa roja en mi jardín, así que me sentaré solo, y ella me pasará. No me va a hacer caso, y mi corazón se va a romper.»

«De verdad que he aquí el verdadero amante,» dijo el Ruiseñor. «Lo que yo canto, él sufre: lo que para mí es alegría, para él es dolor. Segurísimo que el Amor es una cosa maravillosa. Es más precioso que las esmeraldas, y más caro que los ópalos finos. Ni las perlas ni las granadas pueden comprarlo, ni se encuentra en el mercado. No puede comprarse con los comerciantes, ni puede pesarse en la balanza por oro.»

«Los músicos se van a sentar en su escenario,» dijo el joven Estudiante, «y tocarán sus instrumentos de cuerda, y mi amor bailará la canción del arpa y del violín. Bailará con tanta gracia que sus pies no tocarán el suelo, y los cortesanos, con sus alegres vestidos, se amontonarán a su alrededor. Pero conmigo no bailará, porque no tengo ninguna rosa roja que regalarle;» y se echó sobre el cesped, enterró la cara entre las manos, y se puso a llorar.

«¿Por qué llora?» preguntó una pequeñita Lagartija Verde, que pasó corriendo junto a él con la cola en el aire.

«Sí, ¿por qué?» dijo una Mariposa que revoloteaba tras un rayo de sol.

«Sí, ¿por qué?» susurró una Margarita a su vecina, en una voz suave y baja.

«Llora por una rosa roja,» dijo el Ruiseñor.

«¡Por una rosa roja!» todos gritaron; «¡pero qué ridículo!» y la pequeña Lagartija, que era bastante cínica, se moría de risa.

Pero el Ruiseñor entendió el secreto del dolor del Estudiante, y se sentó silenciosamente en el roble, pensando en el misterio del Amor.

De pronto extendió sus alas cafés para volar y se elevó en el aire. Atravesó el bosquecillo como una sombra, y como una sombra navegó por el jardín.

En el centro del prado un hermoso Rosal se encontraba parado, y cuando el Ruiseñor lo vio, voló hacia él y se paró en un rocío.

«Dame una rosa roja,» gritó, «y te canto mi canción más dulce.” Pero el Árbol dijo que no con la cabeza.

«Mis rosas son blancas,” el Árbol contestó, “tan blancas como la espuma del mar, y más blancas que la nieve de la montaña. Pero ve a ver a mi hermano, que crece alrededor del viejo reloj de sol, y tal vez él te dará lo que quieres.» El Ruiseñor voló hacia el Rosal que crecía alrededor del viejo reloj de sol.

«Dame una rosa roja,» gritó, «y te canto mi canción más dulce.» Pero el Árbol dijo que no con la cabeza.

«Mis rosas son amarillas,» respondió, «tan amarillas como el cabello de la sirena que se sienta en un trono de ámbar, y más amarillas que el narciso que florece en el prado antes de que llegue el segador con su guadaña. Pero ve a ver a mi hermano, que crece bajo la ventana del Estudiante, y tal vez te dé lo que quieres.»

El Ruiseñor voló hacia el Rosal que crecía bajo la ventana del Estudiante.

«Dame una rosa roja,» gritó, «y te canto mi canción más dulce.” Pero el Árbol dijo que no con la cabeza.

«Mis rosas son rojas,» respondió, «tan rojas como los pies de la paloma, y más rojas que los grandes abanicos de coral que ondean y ondean en la caverna del océano. Pero el invierno ha helado mis venas, y la escarcha ha cortado mis capullos, y la tormenta ha roto mis ramas, y no tendré rosas este año.»

«Una rosa roja es todo lo que quiero,» gritó el Ruiseñor. «¡Sólo una rosa roja! ¿Hay alguna manera de conseguirla?»

«Hay un modo,» respondió el Árbol; «pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.»

«Dímelo,» dijo el Ruiseñor, «no tengo miedo.»

«Si quieres una rosa roja,» dijo el Árbol, «debes construirla con música bajo la luz de la luna, y mancharla con la sangre de tu corazón. Debes cantarme con el pecho contra una espina. Toda la noche me debes cantar, y la espina debe atravesarte el corazón, y tu sangre vital debe fluir por mis venas y convertirse en la mía.»

«La Muerte es un precio muy grande para una rosa roja,” gritó el Ruiseñor, «y la Vida es muy querida por todos. Es muyagradable sentarse en el verde bosque y contemplar al Sol en su carreta de oro y a la Luna en su carreta de perlas. Dulce es el aroma del espino, y dulces las campanillas que se esconden en el valle, y el arbusto que sopla en la colina. Pero el Amor es mejor que la Vida, y, ¿qué es el corazón de un pájaro comparado con el corazón de un hombre?» Así que el Ruiseñor extendió sus alas cafés para volar, y se elevó en el aire. Pasó por encima del jardín como una sombra, y como una sombra navegó por el bosquecillo.

El joven Estudiante seguía tendido en el cesped, donde el Ruiseñor lo había dejado, y las lágrimas aún no se habían secado en sus hermosos ojos.

«Sé feliz,» gritó el Ruiseñor, «sé feliz; tendrás tu rosa roja. La construiré de música a la luz de la luna, y la teñiré con la sangre de mi propio corazón. Todo lo que te pido a cambio es que seas un verdadero amante, porque el Amor es más sabio que la Filosofía, aunque ella sea sabia, y es más poderoso que Poder, aunque él sea poderoso. Sus alas son del color de llamas, y su cuerpo es de color de llama. Sus labios son dulces como la miel y su aliento es como el incienso.”

El Estudiante alzó la vista del cesped y escuchó, pero no entendía lo que el Ruiseñor le decía, pues sólo sabía lo que está escrito en los libros.

El Roble, en cambio, entendió y se sintió triste, ya que quería mucho al Ruiseñor que había construido su nido en sus ramas.

«Cántame una última canción,» le susurró; «me sentiré muy solo cuando te hayas ido.»

Entonces el Ruiseñor le cantó al Roble, y su voz era como el agua que burbujea de una jarra de plata.

Cuando terminó su canción, el Estudiante se levantó y sacó del bolsillo un cuaderno y un lápiz de plomo.

«Tiene forma,» se dijo, mientras se alejaba por el bosquecillo, «eso no se le puede negar; pero, ¿tiene sentimiento? Me temo que no. De hecho, es como la mayoría de los artistas; es todo estilo, sin nada de sinceridad. No se sacrificaría a sí misma por los demás. Solo piensa en la música, y todo el mundo sabe que las artes son egoístas. Aún así, hay que admitir que tiene algunas notas hermosas en su voz. Lástima que no signifiquen nada ni hagan ningún bien práctico.» Y, entrando en su cuarto, se tendió en su camita y se puso a pensar en su amor; y, después de un rato, se quedó dormido.

Y cuando la luna brilló en los cielos, el Ruiseñor voló al Rosal y apoyó el pecho en la espina. Toda la noche cantó con el pecho apoyado en la espina, y la Luna, fría y cristalina, se inclinó y escuchó. Durante toda la noche el Ruiseñor cantó, y la espina se le clavó más y más profundamente en el pecho, y se le escapó la sangre de la vida.

Cantó primero sobre el nacimiento del amor en el corazón de un niño y una niña. Y en la cima del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, así como fue canción tras canción. Al principio era pálida como la niebla que cuelga sobre el río—pálida como los pies de la mañana y plateada como las alas del amanecer. Como la sombra de una rosa en un espejo de plata, como la sombra de una rosa en un estanque, así era la rosa que florecía en la copa del Árbol.

Pero el Árbol le gritó al Ruiseñor que se apretara más contra la espina. «Aprieta más, pequeño Ruiseñor,” gritó el Árbol, «o llegará el Día antes de que la rosa esté terminada.» Así que el Ruiseñor se apretó más contra la espina, y su canto se hizo cada vez más fuerte, pues cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una doncella.

Y un delicado rubor rosa apareció en las hojas de la rosa, como el rubor en el rostro del novio cuando besa los labios de la novia. Pero la espina aún no había alcanzado el corazón del Ruiseñor, por lo que el corazón de la rosa permaneció blanco, pues sólo la sangre del corazón de un Ruiseñor puede teñir de rojo el corazón de una rosa.

Y el Árbol le gritó al Ruiseñor que se apretara más contra la espina. «Aprieta más, pequeño Ruiseñor,» gritó el Árbol, «o el Día llegará antes de que la rosa esté terminada.” Así que el Ruiseñor se apretó más contra la espina, y la espina le tocó el corazón, y una feroz punzada de dolor lo atravesó. Amargo, amargo fue el dolor, y más y más salvaje creció su canto, pues cantó del Amor que se perfecciona con la Muerte, del Amor que no muere en la tumba.

Y la rosa maravillosa se volvió roja, como la rosa del cielo oriental.

Rojo era el cinturón de pétalos, y rojo como un rubí era el corazón.

Pero la voz del ruiseñor se fue apagando, y sus pequeñas alas comenzaron a batir, y sus ojos fueron cubiertos. Su canto era más y más débil, y sintió que algo lo ahogaba en la garganta.

Entonces soltó un último estallido de música. La Luna Blanca lo escuchó, olvidó el amanecer y se quedó en el cielo. La rosa roja lo escuchó y tembló con éxtasis y abrió sus pétalos al aire frío de la mañana. El eco lo llevó a su caverna púrpura en las colinas, y despertó de sus sueños a los pastores dormidos. Flotó entre los juncos del río y llevaron su mensaje hasta el mar.

«Mira, mira,” gritó el Árbol, «la rosa ya está terminada;» pero el Ruiseñor no respondió, pues estaba muerto en el largo cesped, con la espina clavada en el corazón.

Al mediodía, el Estudiante abrió la ventana y se asomó.

«¡Pero qué suerte tan maravillosa!» exclamó, «¡aquí hay una rosa roja! No he visto una rosa igual en toda mi vida. Es tan hermosa que estoy seguro de que tiene un largo nombre en latín;» y se agachó y la arrancó.

Luego se puso el sombrero y corrió a casa del Profesor con la rosa en la mano.

La hija del Profesor estaba sentada en la puerta, enrollando seda azul en un carrete, y su perrito estaba echado a sus pies.

«Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja,» gritó el Estudiante. «Aquí tienes la rosa más roja del mundo. La llevarás esta noche junto a tu corazón, y mientras bailamos juntos te dirá cómo te quiero.” Pero la muchacha hizo una cara.

«Me temo que no combina con mi vestido,» contestó; «y, además, el sobrino del Chambelán me ha enviado joyas de verdad, y todo el mundo sabe que las joyas cuestan mucho más que las flores.»

«Entonces, ¿sabes qué? Eres muy desagradecida,” dijo el Estudiante, enojado; y aventó la rosa a la calle, donde cayó en la alcantarilla, y una llanta pasó por encima de ella.

«¡Ingrato!» dijo la muchacha. «¿Te digo algo? Eres muy grosero; y, después de todo, ¿quién eres? Sólo un Estudiante. NO sea, ni siquiera creo que tengas hebillas de plata en los zapatos, como el sobrino del Chambelán;” y se levantó de la silla y entró a la casa.

«Qué cosa tan tonta es el Amor,» dijo el Estudiante mientras se alejaba. «No es ni la mitad de útil que la Lógica, porque no prueba nada, y siempre está diciéndole a uno cosas que no van a suceder, y haciéndole creer cosas que no son ciertas. De hecho, es muy poco práctico, y, como en esta época ser práctico lo es todo, me voy de regreso a la Filosofía y estudiaré Metafísica.»

Así que regresó a su habitación, sacó un gran libro polvoriento, y se puso a leer.

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«El Príncipe Feliz»—Oscar Wilde

En la cima de la ciudad, en una columna alta, estaba parada la estatua del Príncipe Feliz. Estaba adornado por hoja de oro fino, y por ojos tenía dos brillantes zafiros, y un rubí grande y rojo deslumbraba de la empuñadura de su espada.

Él era muy admirado, así es. “Es tan bello como una veleta,” admiró uno de los Cancilleres del pueblo que buscaba ganar una reputación de buen gusto artístico; “no solo es muy útil,” agregó, con miedo a que la gente lo juzgue impráctico, lo cual de veras que no era.

“¿Por qué no puedes ser como el Príncipe Feliz?” preguntó una sensible madre a su pequeñito, quien lloraba por la luna. “El Príncipe Feliz nunca soñaría en llorar por nada.”

“Yo estoy contento de que hay alguien en el mundo que es muy feliz,” murmuró un hombre decepcionado, mientras admiró con ojos llorosos la magnífica estatua.

“Está igualito a un ángel,” dijeron los Niños de la Caridad, cuando salieron de la catedral en sus vestimentas escarlata y con sus delantales blancos, limpios.

“¿Cómo lo saben?” dijo el Maestro Matemático, “si nunca han visto a uno.”

“¡Ah! cómo no, en nuestros sueños,” contestaron los chamacos; y el Maestro Matemático frunció el ceño y se puso muy severo, porque él no estaba de acuerdo con que los niños soñaran.

Una noche voló por encima de la ciudad una pequeña Golondrina macho. Sus amigos se habían ido a Egipto hace seis semanas, pero él se había quedado atrás, ya que estaba enamorado del Junco más hermoso. Lo había conocido al principio de la primavera, mientras volaba por el río persiguiendo una enorme mariposa amarilla, y había sido tan atraído por su delgada cintura que se detuvo a hablar con él.

“¿Será que te amo?” dijo la Golondrina, a quien le gustaba ser muy directo, y el Junco le hizo una reverencia. Entonces él voló alrededor y alrededor del Junco, tocando el agua con sus alas, creando pequeñas olas plateadas. Esta era su manera de ligar y de ser novios, y duró todo el verano.

“Es una atracción ridícula,” twittearon las demás Golondrinas; “él no tiene dinero, y tiene demasiadas relaciones;” y eso sí era verdad, ya que el río estaba lleno de Juncos. Luego, cuando el otoño llegó, todos ellos se fueron volando.

Después de que se habían ido, él se sintió solito, y comenzó a cansarse de su amante. “No tiene conversación,” dijo, “y me da miedo que es muy coqueto, ya que siempre está ligándose al viento.” Y sí, cada vez que el viento soplaba, el Junco se movía con perfecta gracia. “Admito que él es doméstico,” continuó, “pero yo amo viajar, y mi esposo, en consecuencia, también debe amar viajar.”

“¿Vienes conmigo, nos vamos lejos?” al fin le dijo la Golondrina al Junco; pero el Junco sacudió su cabeza, estaba atado a su hogar.

“Has estado jugando conmigo,” lloró el ave. “Me voy a las pirámides. ¡Adiós!” y se fue volando.

Todo el día voló, y en la noche llegó a la ciudad. “¿Dónde será que me instalo?” dijo; “espero que el pueblo se haya preparado.”

Luego vio la estatua en la alta columna.

“Ahí voy a instalarme, a poner mi nido,” gritó; “qué fino lugar, con tanto aire fresco.” Así que anidó justo entre los pies del Príncipe Feliz.

“Tengo una habitación de oro,” se dijo suavemente a sí mismo mientras miró a su alrededor, y se preparó para dormir; pero justo cuando estaba poniendo su cabeza debajo de su ala, le cayó una gran gota de agua. “¡Qué cosa tan curiosa!” gritó; “no hay ni una sola nube en el cielo, las estrellas brillan con claridad, y aún así, está lloviendo. El clima en el norte de Europa realmente es mierda. A las Golondrinas antes nos gustaba la lluvia, pero era solamente nuestro egoísmo.”

Otra gota cayó.

“¿De qué sirve esta estatua si no puede cubrirme de la lluvia?” dijo; “tengo que buscar un buen lugar, como de chimenea,” y se dispuso a irse volando.

Pero antes de que abriera sus alas, una tercera gota cayó, y él miró hacia arriba y vio—¡Ah! ¿qué es lo que vio?

Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, y lágrimas corrían por sus mejillas doradas. Su cara era tan hermosa bajo la luz de la luna, que la pequeña Golondrina se llenó de lástima.

“¿Quién eres?” le dijo.

“Soy el Príncipe Feliz.”

“¿Entonces por qué estás llorando?” preguntó la Golondrina; “sí que me empapaste.”

“Cuando yo estaba vivo y tenía un corazón humano.” contestó la estatua, “no sabía lo que las lágrimas eran, ya que vivía en el Palacio de Sans-Souci, donde la tristeza no es bienvenida. Durante el día jugaba con mis compas en el jardín, y en la noche yo lideraba el baile del Gran Salón. Alrededor del jardín había una barda elevada, pero nunca me importó mucho preguntar qué había detrás de ella, todo acerca de mí era tan hermoso. Mis mensajeros me llamaban el Príncipe Feliz, y sí que era feliz, si el placer es la felicidad. Así que viví, y luego morí. Y ahora que estoy muerto me han colocado aquí tan alto que puedo ver toda la fealdad y toda la miseria de mi ciudad, y aunque mi corazón está hecho de plomo, no puedo elegir más que llorar.”

“¡Qué! ¿no es de oro sólido?” se dijo la Golondrina a sí mismo. Era demasiado cortés como para hacer algún comentario personal en voz alta.

“Muy, muy lejos,” la estatua continuó en una voz baja y musical, “muy lejos en una pequeña calle hay una pobre casa. Una de las ventanas está abierta, y por ahí puedo ver a una mujer sentada en una mesa. Su cara está flaca y desgastada, y tiene manos rojas y gruesas, todas picadas por la aguja, ya que ella es una costurera. Está bordando unas passifloras en una túnica de seda para que la más hermosa de todas las damas de honor de la Reina use en el siguiente gran baile. En una cama en la esquina del cuarto, su pequeño niño está acostado, enfermo. Tiene fiebre, y está pidiendo naranjas. Su madre no tiene nada que darle más que agua del río, así que él llora. Golondrina, Golondrina, pequeñita Golondrina, ¿no te lanzas a llevarle el rubí que adorna la empuñadura de mi espada? Mis pies están atados a este pedestal y no me puedo mover.”

“Es que me esperan en Egipto,” dijo la Golondrina. “Mis amigos Golondrinas están volando por todo el río Nilo, hablando con las enormes flores de loto. Pronto irán a dormir en la tumba del gran Rey. El Rey mismo está ahí, en su sarcófago pintado. Está envuelto con lino amarillo, y embalmado con especies. Alrededor de su cuello está una cadena de jade verde pálido, y sus manos son como hojas viejas.”

“Golondrina, Golondrina, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “¿no te quedas conmigo por una noche, y la haces de mensajero? El niño tiene tanta sed, y la madre está tan triste.”

“No creo que me gusten los niños,” dijo la Golondrina. “El verano pasado, cuando me estaba quedando por el río, había dos niños malos, los hijos del molinero, y siempre me estaban aventando piedras. Nunca me dieron claro; nosotros las Golondrinas volamos demasiado bien como para eso, y, aparte, yo vengo de una familia famosa por su agilidad; pero aún así, era una señal de falta de respeto.”

Pero el Príncipe Feliz se vio tan triste que la pequeña Golondrina se sintió mal. “Hace mucho frío aquí,” dijo; “pero me quedaré contigo por una noche, y seré tu mensajero.”

“Gracias, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe.

Así que la Golondrina tomó el gran rubí de la espada del Príncipe, y se fue volando con él en su pico por encima de los techos del pueblo.

Pasó por la torre de la catedral, donde los ángeles de mármol blanco habían sido esculpidos. Pasó por el palacio y escuchó el sonido de baile. Una hermosa jovencita salió al balcón con su amante. “Qué maravillosas son las estrellas,” le dijo él a ella, “¡y qué maravilloso es el poder del amor!”

“Espero que mi vestido esté listo a tiempo para el Baile Estatal,” ella contestó; “he pedido que le borden passifloras; pero las costureras son tan huevonas.”

Pasó por encima del río, y vio las linternas colgando de los mástiles del barco. Pasó por el Ghetto, y vio a los viejos Judíos negociando uno con el otro, y pesando dinero en balanzas de cobre. Al fin llegó a la pobre casa y miró hacia adentro. El niño se retorcía con fiebre en su cama, y la madre ya se había quedado dormida, estaba tan cansada. El ave brincó hacia adentro, y dejó el gran rubí en la mesa, al lado del dedal de la mujer. Luego voló suavemente alrededor de la cama, abanicando la frente del niño con sus alas. “Qué fresco me siento,” dijo el niño, “debo estar mejorando”; y se hundió en un delicioso sueño.

Luego la Golondrina voló de regreso al Príncipe Feliz, y le contó lo que había hecho. “Es curioso,” dijo, “pero ahora me siento calientito, aunque hace tanto frío.”

“Eso es porque acabas de hacer una buena acción,” dijo el Príncipe. Y la pequeña Golondrina comenzó a pensar, y luego se quedó dormido. Pensar siempre le causaba sueño.

Cuando el amanecer llegó, él bajó volando al río y se bañó. “Qué fenómeno tan destacable,” dijo el Profesor de Ornitología mientras pasaba por el puente. “¡Una Golondrina en invierno!” Y escribió una carta larga sobre eso para el periódico local. Todos lo parafraseaban, ya que estaba lleno de palabras que no podían entender.

“Esta noche me voy a Egipto,” dijo la Golondrina, con gran ánimo. Visitó todos los monumentos públicos, y se sentó por un buen rato en la cima del campanario de la iglesia. A donde sea que fuera, los Gorriones chillaban y se decían entre sí, “¡Qué extraño y distinguido sujeto!” Lo cual él lo disfrutaba mucho.

Cuando salió la luna, él voló de regreso al Príncipe Feliz. “¿Tienes algún encargo de Egipto?” le dijo; “apenas voy a arrancar.”

“Golondrina, Golondrina, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “¿no te quedas conmigo una noche más?”

“Es que me están esperando en Egipto,” contestó la Golondrina. “Mañana mis amigos van a volar a la Segunda Catarata. El caballo de río se asienta ahí entre los juncos, y en un gran trono de granito se sienta el Dios Memnón. Toda la noche él mira las estrellas, y cuando llega la estrella mañanera brillando, él grita una vez, con alegría, y luego se queda en silencio. Al mediodía, los leones amarillos bajan a la orilla del río a beber. Tienen ojos como piedras verdes de berilo, y su rugir es más fuerte que el rugir de la catarata.”

“Golondrina, Golondrina, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “lejos, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en un desván. Está recargado con un escritorio cubierto de papeles, y en una vasija a su lado hay un montón de violetas ya marchitas. Su cabello es un café fresco, y sus labios son tan rojos como una granada, y tiene unos grandes ojos soñadores. Está intentando terminar una obra para el Director del Teatro, pero tiene demasiado frío como para seguir escribiendo. No hay fuego en su parrilla, y el hambre lo ha hecho desmayarse.”

“Me quedaré contigo una noche más,” dijo la Golondrina, quien realmente tenía un buen corazón. “¿Será que le llevo otro rubí?”

“¡Lástima, ya no tengo otro rubí!” dijo el Príncipe; “mis ojos son todo lo que me queda. Están hechos de unos zafiros muy raros, traídos de India hace mil años. Arranca uno de ellos y llévaselo a él. Él lo venderá al joyero, y comprará comida y leña, y terminará su obra.”

“Mi queridísimo Príncipe,” dijo la Golondrina, “es que no puedo hacer eso”; y comenzó a llorar.

“Golondrina, Golondrina, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “haz lo que digo que hagas.”

Así que la Golondrina le arrancó un ojo al Príncipe, y se fue volando al desván del estudiante. Era fácil entrar, ya que había un hoyo en el techo. El joven tenía su cabeza enterrada en sus manos, así que no escuchó el papaloteo de las alas del pájaro, y cuando alzó la cabeza, encontró el hermoso zafiro recostado en las violetas marchitas.

“Estoy comenzando a sentirme apreciado,” chilló; “esto debe ser de un gran admirador. Ahora sí que puedo terminar mi obra,” y se vio tan feliz.

Al día siguiente, la Golondrina bajó volando al puerto. Se sentó en el mástil de un barco enorme y miró a los marineros jalando unos cofres masivos fuera la bodega usando cuerdas. “¡A-hoy!” todos gritaban cada vez que un cofre salía. “¡Me voy a Egipto!” gritó la Golondrina, pero a nadie le importó, y cuando la luna salió, él se fue volando de regreso al Príncipe Feliz.

“Vengo a decirte adiós,” él chilló.

“Golondrina, Golondrina, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “¿no te quedas conmigo una noche más?”

“Es invierno,” contestó la Golondrina, “y la helada nieve ya va a llegar. En Egipto, el sol es tan cálido sobre las verdes palmeras, y los cocodrilos se acuestan en el lodo y se ven todos huevones. Mis compañeros están construyendo un nido en el Templo de Baalbek, y las palomas rosas y blancas las miran y hacen coo. Querido Príncipe, debo dejarte, pero nunca te olvidaré, y la siguiente primavera vendré con dos hermosas joyas para reemplazar las que tú has dado. El rubí va a ser más rojo que una rosa, y el zafiro tan azul como el gran mar.”

“En la plaza, aquí abajo,” dijo el Príncipe feliz, “está parada una pequeña cerillera. Ha dejado caer sus cerillos en el desagüe, y se han echado a perder. Su padre la va a golpear si no trae de regreso dinero, y ella está llorando. No tiene ni zapatos ni medias, y su pequeña cabeza está desnuda. Arranca mi otro ojo, y dáselo, y su padre no la va a golpear.”

“Me quedo contigo una noche más,” dijo la Golondrina, “pero no puedo arrancarte el ojo. Quedarías bastante ciego.”

“Golondrina, Golondrina, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “haz lo que digo que hagas.”

Así que le arrancó el otro ojo al Príncipe, y bajó volando con él. Se paseó por la pequeña cerillera y le dejó la joya en la palma de su mano. “Qué bonito pedacito de vidrio,” dijo la pequeña; y se fue corriendo a casa, riendo.

Luego la Golondrina regresó al Príncipe. “Ahora estás ciego,” le dijo, “así que me voy a quedar contigo para siempre.”

“No, pequeñita Golondrina,” dijo el pobre Príncipe, “debes irte a Egipto.”

“Me voy a quedar contigo para siempre,” dijo la Golondrina, y se durmió en los pies del Príncipe.

Todo el día siguiente se sentó en el hombro del Príncipe, y le contó historias de lo que había visto en tierras extrañas. Le contó de los ibis rojos, que se paran en largas filas en las orillas del Nilo, y cachan peces de colores con sus picos; de la Esfinge, que es tan vieja como el mismísimo mundo, y vive en el desierto, y lo sabe todo; de los comerciantes, que caminan lento al lado de sus camellos, y llevan canicas de ámbar en sus manos; del Rey de las Montañas de la Luna, quien es tan negro como el ébano, y adora un enorme cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera, y tiene a veinte sacerdotes dándole de comer pasteles de miel; y de los pigmeos que navegan sobre un gran lago abordo de enormes hojas planas, y siempre están en guerra con las mariposas.

“Mi querida pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “me cuentas de cosas maravillosas, pero más maravilloso que cualquier cosa es el sufrimiento de hombres y mujeres. No hay Misterio tan grande como la Miseria. Vuela sobre mi ciudad, pequeñita Golondrina, y dime qué es lo que ves ahí.”

Así que la Golondrina voló sobre la gran ciudad, y vio a los ricos llenos de felicidad en sus bellas casas, mientras los mendigos se sentaban por las rejas. Voló por las vías oscuras, y vio las caras pálidas de los niños hambrientos mirando sin energía las calles negras. Bajo el arco de un puente, dos pequeños estaban agarrados en los brazos del otro, intentando mantenerse calientes. “¡Qué hambre tenemos!” dijeron. “Sáquense de aquí,” les gritó el Vigilante, y se fueron a la lluvia.

Luego voló de regreso al Príncipe y le contó lo que había visto.

“Estoy cubierto de oro fino,” dijo el Príncipe, “debes quitarmelo, hoja por hoja, y dárselo a mis pobres; los vivos siempre piensan que el oro los puede hacer felices.”

Hoja tras hoja del oro fino, la Golondrina quitó, hasta que el Príncipe Feliz se veía muy sombrío y gris. Hoja tras hoja del oro fino, el ave le llevó a los pobres, y las caras de los niños tomaron color, y se rieron y jugaron en la calle. “¡Ya tenemos pan!” lloraron.

Luego vino la nieve, y después de la nieve una helada. Las calles parecían hechas de plata, brillaban tanto; carámbanos largos como dagas de cristal colgaban de las esquinas de los techos, todos salían usando abrigos de piel, y los pequeños niños usaban sombreritos escarlata y patinaban sobre el hielo.

La pobre, pequeña Golondrina tenía más y más frío, pero no iba a dejar al Príncipe, ya que lo amaba demasiado. Recogió migajas afuera de la puerta del panadero cuando el panadero no estaba mirando, y trataba de mantenerse caliente aleteando sus alas.

Pero finalmente, él sabía que iba a morir. Apenas tuvo suficiente fuerza para volar al hombro del Príncipe una vez más. “¡Adiós, mi querido Príncipe!” murmuró, “¿me dejas besar tu mano?”

“Estoy feliz de que al fin vas a Egipto, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “te has quedado aquí demasiado tiempo; pero me debes besar en los labios, porque te amo.”

“No es a Egipto a donde voy,” dijo la Golondrina. “Voy a la Casa de la Muerte. La Muerte es el hermano del Sueño, ¿o no es así?”

Y besó al Príncipe Feliz en los labios, luego cayó muerto a sus pies.

Y en ese momento, dentro de la estatua sonó un crack curioso, como si algo se hubiera roto. El hecho es que el corazón de plomo se había quebrado en dos pedazos. De verdad que era una helada terriblemente dura.

La mañana siguiente, temprano, el Alcalde estaba caminando por la plaza de abajo acompañado de los Cancilleres del pueblos. Mientras pasaba por la columna, miró hacia arriba, hacia la estatua: “¡Por Dios! ¡Qué chafa se ve el Príncipe Feliz!” dijo.

“¡Sí, qué chafa!” chillaron los Cancilleres del pueblo, quienes siempre estaban de acuerdo con el Alcalde; y subieron a verlo bien.

“El rubí se ha caído de su espada, sus ojos ya no están, y ya no es de oro,” dijo el Alcalde, “¡apenas y se ve mejor que un mendigo!”

“Apenitas mejor que un mendigo,” dijeron los Cancilleres del pueblo,

“¡Y hasta hay un pájaro muerto a sus pies!” continuó el Alcalde. “De verdad que necesitamos emitir una proclamación que diga que ningún pájaro tiene permiso para morir aquí.” Y el Secretario del ayuntamiento tomó nota de la sugerencia.

Así que tiraron la estatua del Príncipe Feliz. “Como ya no es hermoso, ya no tiene uso,” dijo el Profesor de Arte de la Universidad.

Luego derritieron la estatua en una fundidora, y el Alcalde organizó una reunión de la Corporación para decidir qué se haría con el metal. “Debemos tener otra estatua, por supuesto,” dijo, “y debe ser una estatua de mí mismo.”

“De mí mismo,” dijo cada uno de los Cancilleres del pueblo, y se pelearon. La última vez que escuché de ellos, todavía se estaban peleando.

“¡Qué cosa tan extraña!” dijo el capataz de los trabajadores en la fundidora. “Este corazón roto de plomo no se derrite en la fundidora. Debemos tirarlo.” Así que lo tiraron en un montón de polvo donde también estaba la Golondrina muerta.

“Tráiganme las dos cosas más preciosas en la ciudad,” le dijo Dios a uno de Sus Ángeles; y el Ángel Le trajo el corazón de plomo y el pájaro muerto.

“Has escogido bien,” dijo Dios, “ya que en el jardín del Paraíso, este pequeño pájaro cantará para siempre, y en mi ciudad de oro, el Príncipe Feliz me alabará.”


“The Happy Prince”—extraído del ebook The Happy Prince and Other Tales, publicado originalmente en 1888, y el 6 de mayo de 1997 en el Proyecto Gutenberg.