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«El Collar»—Guy de Maupassant

Era una de esas chavitas bonitas y encantadoras, hija, como si fuera error del destino, de una familia de oficinistas. No tenía dote, ni expectativas, ni modos para ser reconocida, ni entendida, ni amada, ni casada con un hombre de distinción y fortuna; así que se dejó casarse con un funcionario menor en el Ministerio de Educación.

Se vestía con sencillez porque nunca le había alcanzado para nada más elaborado, pero era tan infeliz como si alguna vez había sido rica. Las mujeres no pertenecen a una casta o clase; su belleza, gracia, y encanto natural toman el lugar de nacimiento y familia. La delicadeza natural, elegancia instintiva, y la astucia determinan su lugar en la sociedad, y hacen que las hijas de los hombres comunes sean equivalentes a las damas más finas.

Sufría sin parar, sintiendo que tenía derecho a todos los placeres y a todos los lujos de la vida. Sufría debido a la pobreza de su hogar mientras miraba las paredes sucias, las sillas maltratadas, y las cortinas feas. Todas estas cosas que otra mujer de su clase ni siquiera habría notado, la atormentaban y le creaban resentimiento. Ver a la niña que le hacía los quehaceres la llenaba de terribles remordimientos y fantasías sin esperanza. Soñaba con recámaras silenciosas, decoradas con tapices orientales, iluminadas desde arriba por antorchas con soportes de bronce, mientras dos altos lacayos en calzones se echaban una siesta en sillones enormes, dormilones gracias al calor opresivo de la estufa. Soñaba con salones grandes con sedas antiguas colgando, muebles elegantes con adornos invaluables, perfumados, hechos para las fiestas con buenos amigos—hombres famosos y buscados que toda mujer envidia y desea.

Cuando se sentó a la cena en una mesa redonda cubierta con una tela ya tres días vieja en frente de su esposo, quien, levantando la tapa de la sopa, gritó emocionado, “¡Ah! ¡Estofado! Qué podría ser mejor,” ella soñaba con cenas finas, con cubiertos brillantes, con tapices que llenarían las paredes con figuras de otra época y con pájaros raros en bosques de hadas; ella soñaba con platillos deliciosos servidos en platos maravillosos, soñaba con piropos gentiles susurrados y escuchados con una inescrutable sonrisa mientras ella comía la carne rosa de una trucha, o las alas de una codorniz.

No tenía ni vestidos, ni joyas, ni nada; y esas eran las únicas cosas que ella amaba. Sentía que había sido hecha para estas cosas. Quería causar tanto encanto, tanta envidia, quería ser deseada y buscada.

Tenía una amiga rica, una antigua colega en el convento, a quien ya no quería visitar porque sufría tanto cuando regresaba a casa. Por días enteros después ella lloraría con pesar, arrepentimiento, desesperación y miseria.

Una noche su esposo llegó a casa triunfante, sosteniendo un sobre grande en su mano.

“Mira,” dijo, “aquí hay algo para ti.”

Ella rompió el sobre y sacó una carta, la cual tenía impresas las palabras:

“El Ministro de Educación y la Sra. Georges Rampouneau solicitan el placer de la compañía del Sr. y la Sra. Loisel en el Ministerio, la noche del lunes 18 de enero.”

En lugar de sentirse encantada, como su marido había esperado, aventó la invitación en la mesa con resentimiento, y murmuró:

“¿Y qué quieres que haga con eso?”

“Pero querida, pensé que te daría mucho gusto. Nunca sales, ¡y será una ocasión tan linda! Me costó tanto trabajo conseguir esa invitación. Todos quieren ir; es muy exclusiva, no es como si dan muchas invitaciones a oficinistas. El ministerio entero va a estar presente.”

Lo miró enojada y dijo, impaciente:

“¿Y qué esperas que me ponga si voy?”

Él no había pensado en eso. Tartamudeó:

“Pero, pues el vestido que usas para ir al teatro. Me parece muy bonito…”

Se detuvo, atónito, estresado al ver a su esposa llorando. Dos lágrimas enormes brotaron lentamente de las orillas de sus ojos a las orillas de su boca. Él tartamudeó:

“¿Qué pasa? ¿Qué pasa?”

Con gran esfuerzo ella superó su tristeza y con calma contestó, mientras se limpiaba los cachetes mojados:

“Nada. Solo que no tengo vestido y entonces no puedo ir a esta fiesta. Dale tu ivitación a algún amigo tuyo cuya esposa tenga mejor ropa que yo.”

Él estaba angustiado, pero intentó de nuevo:

“A ver, Mathilde. ¿Cuánto costaría un vestido apropriado, uno que pudieras usar en otras ocasiones, algo muy sencillo?”

Ella pensó por un momento, calculando el costo, y también preguntándose qué cantidad podría pedir sin un no inmediato y una exclamación alarmada del oficinista codo.

Al fin contestó, vacilante:

“No sé exactamente, pero creo que podría hacerlo con cuatroscientos francos.”

Él se puso un poco pálido, ya que había estado ahorrando esa misma cantidad para comprar un rifle y consentirse a sí mismo con un viaje de cazería el siguiente verano, en el campo cerca de Nanterre, con algunos amigos que le disparaban a las alondras ahí los domingos.

Aún así, dijo:

“Muy bien, te puedo dar cuatroscientos francos. Pero intenta conseguir un vestido realmente hermoso.”

El día de la fiesta se acercaba, y la Señora Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Su vestido estaba listo, de todos modos. Una noche su esposo le dijo:

“¿Qué pasa? Has estado actuando raro estos últimos tres días.”

Ella contestó: “Estoy angustiada porque no tengo joyas, ni una sola piedra preciosa que usar. Me voy a ver pobre. Casi que preferiría no ir a la fiesta.”

“Podrías usar flores,” él dijo, “están muy de moda en esta época del año. Por diez francos podrías obtener dos o tres rosas magníficas.”

Ella no estaba convencida.

“No; no hay nada más humillante que verse pobre en medio de un montón de mujeres ricas.”

“¡Qué estúpida eres!” su marido gritó. “Ve a ver a tu amiga, la Señora Forestier y pregúntale a ver si te presta algunas joyas. La conoces suficientemente bien para eso.”

Lanzó un grito de alegría.

«Por supuesto. No había pensado en eso.»

Al día siguiente fue a casa de su amiga y le contó su angustia.

Madame Forestier fue a su armario de espejos, sacó una caja grande, la trajo, la abrió y le dijo a Madame Loisel:

«Elige, querida.»

Primero vio unas pulseras, luego un collar de perlas, después una cruz veneciana de oro incrustada con piedras preciosas, de exquisita factura. Se probó las joyas en el espejo, dudó, no soportaba desprenderse de ellas, devolverlas. No paraba de preguntar:

«¿No tienes nada más?»

«Pues sí. Pero no sé lo que te gusta.»

De pronto descubrió, en una caja de tela brillante negra, un soberbio collar de diamantes, y su corazón empezó a latir con un deseo incontrolado. Le temblaron las manos al cogerlo. Se lo abrochó al cuello, por encima del vestido de cuello alto, y se quedó extasiada mirándose a sí misma.

Luego preguntó ansiosa, vacilante:

«¿Me prestarías esto, sólo esto?»

«Sí, por supuesto.”

Echó los brazos al cuello de su amiga, la abrazó con entusiasmo y huyó con su tesoro.

Llegó el día de la fiesta. Madame Loisel fue un éxito. Estaba más guapa que todas las demás mujeres, elegante, graciosa, sonriente y llena de alegría. Todos los hombres la miraban, le preguntaban su nombre, intentaban ser presentados. Todos los funcionarios del gabinete querían bailar el vals con ella. El ministro se fijó en ella.

Bailaba desenfrenadamente, con pasión, ebria de placer, olvidándolo todo en el triunfo de su belleza, en la gloria de su éxito, en una especie de nube de felicidad, hecha de todo ese respeto, de toda esa admiración, de todos esos deseos despertados, de esa sensación de triunfo que es tan dulce para el corazón de una mujer.

Se fue como a las cuatro de la mañana. Su marido dormía desde medianoche en una pequeña antesala desierta con otros tres caballeros cuyas esposas se divertían.

Se echó sobre los hombros la ropa que había traído para salir a la calle, la ropa de una vida corriente, cuya modestia contrastaba fuertemente con la elegancia del vestido de baile. Ella lo sintió y quiso salir corriendo, para no ser notada por las otras mujeres que se envolvían en pieles caras.

Loisel la detuvo.

«Espera un momento, te vas a resfriar fuera. Iré a buscar un taxi.»

Pero ella no le hizo caso y bajó corriendo las escaleras. Cuando por fin estuvieron en la calle, no encontraron ningún taxi y empezaron a buscarlo, gritando a los taxistas que veían pasar a lo lejos.

Bajaron desesperados hacia el río Sena, temblando de frío. Por fin encontraron en el muelle uno de esos viejos taxis nocturnos que solo se ven en París de noche, como si se avergonzaran de mostrar su cutrez durante el día.

Los dejaron en la puerta de su casa, en la Rue des Martyrs, y subieron tristemente los escalones hasta su apartamento. Todo había terminado, para ella. Y él se acordaba de que tenía que estar de regreso en su oficina a las diez.

Frente al espejo, se quitó la ropa de los hombros, echándose un último vistazo en todo su esplendor. Pero de repente lanzó un grito. Ya no tenía el collar puesto.

«¿Qué ocurre?» le preguntó su marido, ya medio desnudo.

Ella volteó a verlo, completamente en pánico.

«Tengo… Tengo… Ya no tengo el collar de Madame Forestier.»

Él se levantó, angustiado.

«¡Qué! … ¡cómo! … ¡es imposible!»

Buscaron en los dobleces de su vestido, en los pliegues de su capa, en sus bolsillos, por todas partes. Pero no lo encontraron.

«¿Estás segura de que aún lo llevabas puesto cuando saliste del baile?» él le preguntó.

«Sí. Lo toqué en el lobby del Ministerio.»

«Pero si lo hubieras perdido en la calle lo habríamos oído caer. Debe de estar en el taxi.»

«Sí. Probablemente. ¿Te acuerdas de su número?»

«No. Y tú, ¿no te diste cuenta?»

«No.»

Se miraron fijamente, atónitos. Por fin, Loisel volvió a vestirse.

«Ya vuelvo,» dijo, «voy por todo el recorrido que hicimos, a ver si lo encuentro.»

Se fue. Ella permaneció toda la noche con su vestido de baile, sin fuerza para irse a la cama, ahí sentada en una silla, sin fuego, con la mente en blanco.

Su marido regresó como a las siete. No encontró nada.

Fue a la policía, a los periódicos para ofrecer una recompensa, a las compañías de taxis, a todos lados donde le guiaba el más mínimo pedacito de esperanza.

Esperó todo el día, en el mismo estado de inexpresiva desesperación de antes de este espantoso desastre.

Loisel regresó al anochecer, con la cara pálida; no encontró nada.

«Le tienes que escribir a tu amiga,» le dijo, «dile que el cierre de su collar se rompió, óy que lo estás arreglando. Nos dará tiempo para buscar un poco más.»

Ella le escribió como él le aconsejó.

Después de una semana habían perdido toda esperanza.

Y el Sr. Loisel, que había envejecido cinco años, dijo:

«Tenemos que considerar cómo reemplazar la joya.»

Al día siguiente agarraron la caja que había guardado el collar y fueron a ver al joyero cuyo nombre encontraron dentro. Consultó sus recibos.

«No fui yo, madame, quien vendió el collar; simplemente me encargué de suministrar el estuche.»

Y así fueron de joyero a joyero, buscando un collar como el otro, consultando sus recuerdos, enferms ambos de pena y angustia.

En una tienda del Palais Royal encontraron un collar de diamantes que parecía ser exactamente lo que buscaban. Valía cuarenta mil francos. Podrían comprarlo por treinta y seis mil.

Así que le rogaron al joyero que no lo vendiera durante tres días. Y acordaron que se lo devolvería por treinta y cuatro mil francos si encontraban el otro collar antes de finales de febrero.

El señor Loisel tenía dieciocho mil francos que le había dejado su padre. El resto se lo prestarían.

Y pidió prestado, pidiendo mil francos a un hombre, quinientos a otro, cinco luises aquí, tres luises allá. Dio pagarés, hizo acuerdos ruinosos, trató con usureros, con todo tipo de prestamistas. Comprometió el resto de su vida, se arriesgó a firmar pagarés sin saber si podría honrarlos alguna vez, y, aterrorizado por la angustia que aún le esperaba, por la negra miseria que estaba a punto de caer sobre él, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y todas las torturas morales que estaba a punto de sufrir, fue a buscar el collar nuevo, y depositó sobre el mostrador del joyero treinta y seis mil francos.

Cuando Madame Loisel le devolvió el collar, Madame Forestier le dijo fríamente:

«Debiste haberlo devuelto antes, pude haberlo necesitado.»

Para su alivio, su amiga no abrió el estuche. Si hubiera detectado la sustitución, ¿qué habría pensado? ¿Qué habría dicho? ¿Habría considerado a su amiga una ladrona?

Desde entonces, Madame Loisel conoció la vida de los más desafortunados. Pero desempeñó su papel heroicamente. La terrible deuda debía ser pagada. Ella la pagaría. Despidieron a su criada; cambiaron de casa; rentaron un cuartito bajo el tejado.

Llegó a conocer la monotonía de las tareas domésticas, las odiosas labores de la cocina. Lavó los platos, manchando sus uñas rosadas en las ollas grasientas y en el fondo de las sartenes. Lavaba la ropa sucia, las camisas y los trapos de cocina, que ella colgaba para secar en un tendedero; bajaba la basura a la calle todas las mañanas y subía el agua, deteniéndose en cada oportunidad para recuperar el aliento. Y, vestida como una plebeya, iba a la frutería, a la tienda de ultramarinos, a la carnicería, con su cesta al brazo, regateando, insultando, peleándose por cada miserable centavo.

Cada mes tenían que pagar unos pagarés, renovar otros, conseguir más tiempo.

Su marido trabajaba todas las tardes haciendo cuentas para un comerciante, y, a menudo, hasta altas horas de la noche, se sentaba a copiar un manuscrito a cinco centavos la página.

Y esta vida duró diez años.

Al cabo de diez años lo habían pagado todo, todo, a tasas de interés locas y sus respectivas acumulaciones.

Madame Loisel parecía ya vieja. Se había vuelto fuerte, dura y áspera como todas las mujer como ella. Con el pelo a medio peinar, las faldas desarregladas y las manos enrojecidas, hablaba en voz alta mientras echaba al suelo grandes cubetazos de agua. Pero a veces, cuando su marido estaba en la oficina, se sentaba cerca de la ventana y pensaba en aquella velada del baile de hacía tanto tiempo, cuando había estado tan hermosa y había sido tan admirada.

¿Qué habría pasado si no hubiera perdido aquel collar? Quién sabe. ¡Qué extraña es la vida, qué inestable! ¡Qué poco se necesita para que uno se arruine o se salve!

Un domingo, mientras paseaba por los Campos Elíseos para refrescarse después del trabajo de la semana, vio de pronto a una mujer que caminaba con un niño. Era Madame Forestier, todavía joven, todavía hermosa, todavía encantadora.

Madame Loisel se emocionó. ¿Debería hablar con ella? Sí, por supuesto. Y ahora que había pagado, se lo contaría todo. ¿Por qué no?

Se acercó a ella.

«Buenos días, Jeanne.»

La otra, asombrada de que aquella mujer común se dirigiera a ella con tanta familiaridad, no la reconoció. Tartamudeó:

«Pero, madame, no lo sé. Se habrá equivocado.»

«No, soy Mathilde Loisel.»

Su amiga lanzó un grito.

«¡Oh… mi pobre Mathilde, ¡cómo has cambiado!…»

«Sí, he pasado momentos difíciles desde la última vez que te vi, y muchas miserias… ¡y todo por tu culpa!…»

«¿Yo? ¿Cómo puede ser eso?»

«¿Recuerdas el collar de diamantes que me prestaste para que me lo pusiera en la fiesta del Ministerio?»

«Sí. ¿Qué tiene?»

«Bueno, lo perdí.»

«¿Cómo? Lo trajiste de regreso.»

«Te traje otro exactamente igual. Y nos ha costado diez años pagarlo. No ha sido fácil para nosotros, teníamos muy poco. Pero por fin todo eso se acabó, y estoy muy contenta.»

Madame Forestier se sorprendió.

«¿Estás diciendo que compraste un collar de diamantes para reemplazar el mío?»

«Sí; ¿no te diste cuenta entonces? Eran muy parecidos.»

Sonrió con un placer orgulloso e inocente.

Madame Forestier, profundamente conmovida, la tomó de ambas manos.

«¡Ay, mi pobre Mathilde! ¡El mío era una imitación! ¡Valía quinientos francos a lo mucho!»