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«Después De Que Me Aventaran Al Río Y Antes De Ahogarme»—Dave Eggers

Oh soy un perro veloz. Soy veloz-veloz. Es verdad y amo ser veloz lo admito lo amo. Ya sabes de perros veloces. Perros que solo corren y dices, ¡Wow! ¡Ése es un perro veloz! Bueno ese soy yo. Un perro veloz. Soy un perro veloz veloz. ¡Hoooooooo! ¡Hooooooooooooo!
Deberías verme alguna vez. Solo mira lo rápido que voy cuando voy lo más rápido que puedo, cuando realmente me tengo que mover por algo, cuando de verdad voy—te digo, de veras me muevo, como un misil, como un misil entre árboles y alrededor de arbustos y luego pop! Puedo ir sobre una cerca o un bebé o una roca o lo que sea porque soy un perro veloz veloz y puedo brincar como una pinche gacela.
¡Hoooooooo! Güey, ay güey.
Lo amo lo amo. Corro para sentir el fresco aire fresco por mi pelaje. Corro para sentir el agua fría salir de mis ojos. Corro para sentir mi mandíbula aflojarse y mi lengua toda guanga y salida de un lado de mi boca y voy y voy y voy mi nombre es Steven.
Puedo comer pizza. Puedo comer pollo. Puedo comer yogurt y pan de centeno con semillas de comino. Realmente no importa. Dicen No, no, no te comas esa cosa, tú, eso no es para ti, es para nosotros, ¡para la gente! Y me lo como de todos modos, me lo como con gusto, me como la comida y me siento bien y vivo y corro y corro y miro a la gente y escucho sus estúpidas conversaciones saliendo de sus aperturas que son bocas y sus terribles ojos.
Lo veo en las ventanas. Veo lo que pasa. Veo los momentos de unión y calma y también la traición y yo corro y corro. Tú dime que lo que todos ellos dicen importa. He escuchado y hace mucho lo dejé de hacer. Solo dime que importa y te escucharé y voy a querer ser convencido. Tú dime que lo que se dice está haciendo una diferencia, que esas palabras valen la pena y significan algo. Yo veo lo que pasa. Vivo con gente que es alemana. Coleccionan jarras. Son buenas personas. Su hijo está muerto. Yo veo lo que pasa.
Cuando corro puedo dar vueltas como si fuera magia o algo. Puedo dar vuelta como si ni hubiera una vuelta. Doy vuelta y voy tan rápido que es como si todavía fuera recto. A través de los árboles como misil, por los árboles amo correr con mis garras alcanzando y agarrando tan rápido que es como si me estuviera llevando todo conmigo.
Wow, amo tanto todo esto.
Una vez estuve en un río. Me aventaron a un río cuando era pequeño. Nunca sabes. Estaba nadando, intentando saber por qué me habían aventado a un río. Tenía seis meses de nacido, y mis ojos quemaban, el agua estaba mala. Chapoteaba y era como rogar. La tierra en cualquier lado era una tira negra, indiferente. Vi el agua gris y luego el agua más oscura de abajo y luego mis piernas no funcionaban, estaban atoradas en un tipo de alga o telaraña y luego estaba en el aire.
Abrí mis ojos que quemaban y vi al hombre de amarillo. El pescador. Me levantaron del agua, el agua debajo de mi. Luego temblando en el piso de su bote blanco de plástico y me veían con sus bigotes. Me sequé con el sol. Me trajeron al lugar con las jaulas y grité por días. Otros también estaban gritando. Todos estaban locos. Luego gente y un auto y era nuevo en casa. Comí y dormí y estaba seco, paredes de madera. Dos personas y dos niñas, gemelas flacas que duermen en el cuarto de al lado, con una casa de muñecas entre ellas.
Cuando estoy afuera corro. Corro del cemento paso los lugares y luego a donde los lugares terminan y luego al bosque. En el bosque están los otros perros.
Yo soy el más veloz. Desde que Tomás se fue yo soy el más veloz. También salto lo más lejos. Ya no tengo que gritar. Puedo ir más allá de los edificios donde la gente se queja y luego al bosque donde no puedo oírlos y correr con estos perros. Hoooooooooooooooo! Me siento bien aquí, me siento fuerte. A veces soy una máquina, moviéndose tan rápido, una máquina con todo trabajando perfectamente, mis garras agarrando la tierra como si yo fuera el que la hace girar. Wow, oh, sí.
Todos los días en la calle paso a las mismas personas. Ahí están los hombres, dos de ellos, vendiendo burritos desde un food truck de aluminio. Ellos son hombres felices; su música está a todo volumen y tintinea como un brazalete. Ahí están las mujeres de la farmacia afuera en su break, fumando y riéndose, sus hombros temblando. Ahí está el hombre que duerme en el suelo con el hoyo en sus pantalones, por donde se le sale el culo crudo y lleno de percebes y todo azul-café. Un brazo extendido, intentando alcanzar la puerta del edificio. Él duerme tanto.
Cada noche camino desde la vecindad y me dirijo al bosque y me junto con los otros. Afuera está lleno de sombras, las nubes bajas. Veo los azules brincando adentro de las ventanas. Quiero a toda esa gente fuera de los edificios y llevadas al desierto para que podamos llenar los edificios con agua. Es una idea que tengo. Los edificios serían buenos si se llenaran con agua, o si estuvieran debajo del agua. Algo para limpiarlos, lo que sea. ¿Cuánto tardaría limpiar esos edificios? Señor, nadie sabe nada de esto. Tantos de los sonidos que escucho simplemente no puedo soportar. Esta gente.
Las únicas que me gustan son las niñas y los niños. Voy a las niñas y lamo a los niños. Corro hacia ellas y les encimo mi nariz en sus panzas. No quiero que trabajen. Quiero que se queden como están y que corran conmigo, aunque son lentos, tan tan lentos. Yo corro a su alrededor una y otra vez mientras ellas corren de frente. Son lentas pero son cosas perfectas, casi perfectas.
Paso los edificios. Adentro, las mujeres están poniendo hilos de cabello detrás de sus orejas, y sus hijos mayores se paran frente al espejo por horas, moviéndose tentativamente a su música. Sus padres están jugando ajederez con sus tíos que se están quedando con ellos por como un mes. Están felices de que se tienen los unos a los otros, y yo paso, mis garras haciendo click con el cemento, paso el hombre en el suelo con su brazo extendido, paso el food truck metálico con la música, y veo la luz detrás de los techos.
No he estado en un techo pero una vez estuve en un avión y me pregunté por qué nadie me había dicho. Que las nubes eran más encantadoras desde arriba.
Cuando los edificios se vacían, a veces veo al tren deslizarse a través de los árboles negros, todas las ventanas verdes y la gente de adentro en camisas blancas. Veo desde el bosque, la tierra en mis uñas tan suave. Solo no te puedo decir cuánto amo todo esto, este tren, este bosque, esta tierra, el olor de perros cercanos esperando para correr.

En el bosque tenemos carreras y saltamos. Corremos desde la entrada del bosque, donde las veredas comienzan, por el negro-oscuro interior y fuera al prado y cruzando el prado y hacia el siguiente bosque, sobre el arroyo y luego a lo largo del arroyo hasta la autopista.
Esta noche es fresca, casi fría. No hay estrellas o nubes. Todos somos impotentes pero podemos correr. Troto por el sendero y veo a los demás. Seis de ellos esta noche—Edward, Franklin, Susan, Mary, Robert, y Victoria. Cuando los veo quiero estar enamorado de todos ellos al mismo tiempo. Quiero que todos estemos juntos; me siento tan bien de estar cerca de ellos. Algún tipo de matrimonio. Hablamos de que la noche está enfriando. Hablamos de que en el bosque no hace tanto frío cuando estamos juntitos. Conozco a todos estos perros menos a unos pocos.
Esta noche corro contra Edward. Edward es un bull terrier y es veloz y fuerte pero sus ojos quieren ganar demasiado; nos da miedo. No lo conocemos bien y se ríe demasiado fuerte y solo con sus propios chistes. No escucha; él espera.
La pista es una sencilla. Corremos desde la entrada por el negro-oscuro interior y fuera hacia el prado y a través del prado y al siguiente bosque, por el arroyo, luego sobre el espacio sobre las tuberías de drenaje y luego por el arroyo hasta la autopista.
El salto sobre las tuberías es la parte difícil. Corremos al lado del arroyo y luego la orilla del río sobre él se levanta así que estamos tres, cuatro metros sobre el arroyo y luego casi cinco. Después la orilla es interrumpida por una tubería, como de metro y medio de altura, así que la orilla a cinco metros tiene un espacio de cuatro metros y tenemos que correr y brincar para hacerla. Tenemos que sentirnos fuertes para hacerla. En la orilla del arroyo, cerca de la tubería, en la tierra y en las hierbas y en las ramas de los árboles grises y ásperos están las ardillas. Las ardillas tienen cosas que decir; hablan antes y después de que saltamos. A veces mientras saltamos ellas hablan.
“Está corriendo chistoso.”
“Ella no la va a hacer al otro lado.”
Cuando aterrizamos dicen cosas.
“Él no aterrizó tan bien como yo quería que lo hiciera.”
“Ella aterrizó mal. Porque aterrizó mal estoy enojada.”
Cuando no la hacemos al otro lado, y en lugar caemos a la orilla arenosa, las ardillas dicen otras cosas, sus ojos llenos de felicidad.
“Me hace reír que no la hizo al otro lado.”
“Estoy muy feliz de que haya caído y de que parece que está lastimado.”
No sé por qué las ardillas nos ven, o por qué nos hablan. Ellas no intentan brincar el hueco. El correr y el saltar se siente tan bien—hasta cuando no ganamos o nos caemos al hueco se siente tan bien cuando corremos y saltamos—y cuando terminamos las ardillas nos están hablando a nosotros y una a otra en sus pequeñas voces nerviosas.
Nosotros vemos a las ardillas y nos preguntamos por qué están ahí. Queremos que corran y salten con nosotros pero ellas no lo hacen. Ellas se sientan y hablan sobre las cosas que hacemos. A veces uno de los perros, irritado más allá de la tolerancia, captura a una ardilla con su boca y la tritura. Pero luego la siguiente noche están de regreso, todas las ardillas, más de ellas. Siempre más.
Esta noche voy a correr contra Edward y me siento bien. Mis ojos se sienten bien, como que voy a ver todo antes de que tenga que hacerlo. Veo colores como tú escuchas aviones jet.
Cuando corremos al lado del arroyo me siento fuerte y veloz. Hay espacio para que ambos corramos y yo quiero correr a lo largo del arroyo, quiero correr al lado de Edward y luego saltar. Es todo lo que puedo ver, el salto, la distancia debajo de nosotros, el momentum llevándome al otro lado del hueco. No manches, a veces solo quiero que este sentimiento se quede y dure.
Esta noche corro y Edward corre, y lo veo empujando duro, y sus garras agarrando, y parece que los dos estamos agarrando la misma cosa, agarrando hacia la misma cosa. Pero seguimos agarrando y agarrando y hay suficiente para que los dos agarremos, y después de nosotros habrá otros que agarrarán de esta tierra del arroyo y siempre siempre será así.
Edward me está empujando un poco mientras corro. Edward me está empujando, chocando contra mi. Todo lo que quiero es correr pero él está gritando y chocando conmigo, intentando morderme. Todo lo que quiero es correr y luego saltar. Estoy diciéndole que si los dos solo corremos y saltamos sin chocar ni morder vamos a correr más rápido y saltar más lejos. Seremos más fuertes y haremos cosas más hermosas. Él me muerde y choca conmigo y me grita de cosas mientras corremos. Cuando llegamos a la vuelta él me intenta hacer chocar contra el árbol. Me derrapo y luego encuentro mi equilibrio y sigo corriendo. Lo alcanzo rápido y porque soy más veloz lo alcanzo y lo rebaso y estamos en la recta y agarro velocidad, la reúno de todos lados, atraigo la energía de todo lo que vive a mi alrededor, se conduce a través de la tierra y mis garras mientras yo agarro y agarro y consigo toda la velocidad y luego veo el espacio. Dos zancadas más y salto.
Lo deberías hacer alguna vez. Soy un cohete. Mi tiempo sobre el hueco es una vida. Soy una nube, tan lenta, por un instante soy una nube lenta cuyo movimiento es elegante, indiferente, como el sueño.
Luego todo se acelera y las hojas y la tierra negra vienen hacia mi y yo aterrizo y me derrapo, mis garras llenándose de tierra y arena. Logro saltar el espacio por medio metro y volteo a ver a Edward brincando, y la cara de Edward mirando al otro lado, mirando a mi lado del espacio, y sus ojos aún en el pasto, explotando por él, y luego se está cayendo, y solo sus patas delanteras, sus garras, aterrizan sobre la orilla. Él grita algo mientras agarra, sus ojos intentando jalar el resto de él hacia arriba, pero se desliza hacia abajo por la orilla.
Él está bien pero en el pasado otros se han lastimado. Un perro, Wolfgang, murió aquí, hace años. Los otros perros y yo saltamos hacia abajo para ayudar a Edward a subir. Él está gimiendo pero está feliz de que estábamos corriendo juntos y de que saltó.
Las ardillas dicen cosas.
“Ese no fue tan buen salto.”
“Ese fue un terrible salto.”
“Él no estaba intentando lo suficiente cuando saltó.”
“Mal aterrizaje.”
“Pésimo aterrizaje.”
“Su mal aterrizaje me hace enojar mucho.”
Yo corro el resto de la pista solito. Termino y regreso y veo las otras carreras. Veo y me gusta verlos correr y saltar. Somos suertudos de tener estas piernas y este suelo, y que nuestros músculos funcionan con velocidad y que nuestra sangre se agita y de que podemos verlo todo.

Después de que todos corremos nos vamos a casa. Pocos de los perros viven al otro lado de la autopista, donde hay más tierra. Algunos viven por donde yo vivo, y trotamos juntos de regreso, cruzamos el bosque y fuera por la entrada y de regreso a las calles y los edificios con las luces azules brincando adentro. Ellos saben tan bien como yo sé. Ellos ven a los hombres y las mujeres hablando por el vidrio y diciendo nada. Ellos saben que adentro los niños están empujando sus juguetes por los suelos de madera. Y en sus camas la gente se estira por las sábanas, jalando, sus pies pataleando.
Rasco la puerta y pronto la puerta se abre. Piernas blancas desnudas debajo de una bata roja. Pelos negros corren por la piel blanca. Me como la comida y voy al cuarto y espero a que se duerman. Yo duermo al pie de la cama, sobre sus pies, sintiendo el aire de la ventana que apenas está abierta entrando de manera fresca y familiar. En el cuarto de al lado, las gemelas flacas duermen junto a su casa de muñecas.
La siguiente noche camino solito al bosque, mis garras taconeando en el cemento. El hombre que duerme duerme cerca de la puerta, sus manos entre sus rodillas, rezando. Veo a un grupo de hombres cantando en la esquina bien borrachos, pero son perfectos. Sus voces se juntan y pulen el aire entre ellos, sus voces libres y perfectas salen de sus bocas viejas y borrachas. Me siento y los veo hasta que me notan.
“Sácate de aquí, pinche perro.”
Veo los edificios terminar y espero al tren por las ramas. Espero y casi puedo escuchar el canto todavía. Espero y ya no quiero esperar pero entre más espero más espero que el tren sí llegue. Veo a un cuervo rebotar enfrente de mi, su cabeza pivoteando, paranoico. Luego el tren suena desde la parte negra y densa del bosque, donde no se puede ver, luego se puede ver, pasando por las partes ligeras del bosque, y sale disparado, los cuadritos verdes brillando y adentro los cuerpos con sus camisas blancas. Intento remojarme de esto. Esto no puedo creer que merezco. Quiero cerrar mis ojos para sentir esto más pero luego me doy cuenta de que no debería cerrar mis ojos. Mantengo mis ojos abiertos y veo y luego el tren se fue.
Esta noche corro contra Susan. Susan es una retriever, pequeña, veloz y bella con ojos negros. Arrancamos, a través de la entrada, por el negro-oscuro interior y fuera hacia el prado. En el prado respiramos el aire y sentimos la luz de la luna parcial. Tenemos sombras negras que se extienden a lo largo del pasto verde-gris. Corremos y nos miramos y sonreímos porque ambos sabemos lo bueno que esto es. Tal vez Susan es mi hermana.
Luego estamos llegando al segundo bosque y nos lanzamos como sexo y damos las vueltas, pasamos la curva donde Edward me empujó, y luego a lo largo del arroyo. Estamos corriendo juntos y no realmente compitiendo. Queremos que el otro corra más rápido, mejor. Nos miramos el uno al otro enamorados con nuestros movimientos y fuerza. Susan es tal vez mi mamá.
Luego la recta antes del brinco. Ahora tenemos que pensar en nuestras propias piernas y músculos y ritmo antes de saltar. Susan me voltea a ver y sonríe de nuevo pero se ve cansada. Dos zancadas más y salto y entonces soy la nube lenta mirando las caras de mis amigos, los otros perros fuertes, luego el suelo duro llega a mi y aterrizo y escucho su grito. Volteo a ver su cara cayendo y corro a la orilla. Robert y Victoria ya están ahí abajo con ella. Su pierna está rota y sangrando de la articulación. Grita y luego gime, sabiéndolo ya todo.
Las ardillas están arriba y hablando.
“Bueno, parece que le pasó lo que se merece.”
“Eso te pasa cuando no brincas bien.”
“Si fuera una mejor saltadora esto no hubiera pasado.”
Algunas de ellas se ríen. Franklin está enojado. Camina despacio a donde están sentadas; no se mueven. Toma a una de ellas en su mandíbula y todos sus huesos crujen. Sus voces siempre están hablando pero se nos olvida que son tan pequeñas, sus cabecitas y huesitos. Las demás salen corriendo. Él avienta a la ardilla quebrada al agua lenta.
Nos vamos a casa. Troto a los edificios con Susan en mi espalda. Pasamos las ventanas brillando de azul y los hombres en el food truck con la música a todo lo que da. La llevo a casa y rasco su puerta hasta que la dejan pasar. Me voy a casa y veo a las gemelas flacas con su casa de muñecas y voy al cuarto con la cama y caigo dormido antes de que lleguen.

La siguiente noche no quiero ir al bosque. No puedo ver a alguien caer, y no puedo escuchar a las ardillas, y no quiero que Franklin las aplaste en su mandíbula. Me quedo en casa y juego con las gemelas en sus pijamas. Me ponen sobre una funda de almohada y me jalan por los pasillos. Me encanta la velocidad y se ríen. Tomamos curvas donde me topo contra paredes y se ríen. Corro lejos de ellas y luego hacia ellas y por debajo de sus piernas. Gritan, les encanta. Las quiero tanto, a estas gemelas, y quiero que vengan y corran conmigo. Me quedo con ellas esta noche y luego me quedo en casa por días. Me alejo de las ventanas. Está calientito en la casa y como más y me siento con ellas mientras ven la tele. Llueve por una semana.
Cuando voy al bosque otra vez, después de diez días fuera, Susan ha perdido su pierna. Todos los perros están ahí. Susan tiene tres piernas, una venda alrededor de su hombro. Su sonrisa es una cosa nueva y más frágil. Hace más frío y el viento es gacho y penetrante. Mary dice que la lluvia ha agrandado al arroyo, su corriente está demasiado fuerte. El brinco sobre el drenaje es más ancho ahora, así que decidimos que no vamos a hacerlo.
Corro contra Franklin. Franklin todavía está enojado por lo de la pierna de Susan; ninguno de nosotros puede creer que cosas así pasan, que ella perdió una pierna y ahora cuando sonríe parece que está pidiendo morir.
Cuando llegamos a la recta me siento tan fuerte que sé que voy a seguirle. No estoy seguro de que la voy a hacer pero sé que puedo saltar y llegar lejos, más lejos que nunca, y sé que estaré flotando como una nube por tanto tiempo. Quiero esto. Quiero esto tanto, el flotar.
Corro y veo a las ardillas y sus bocas ya están formando las palabras que van a decir si no la hago al otro lado. En la recta Franklin se para y me grita para que yo pare pero son unas cuantas zancadas más y nunca me había sentido tan fuerte así que salto sí salto. Floto por mucho tiempo y lo veo todo. Veo mi cama y las caras de mis amigos y parece que ya lo saben.
Cuando mi cabeza golpeó fue obvio. Mi cabeza golpeó y hubo un momento en el cual aún podía ver—vi la cara de Susan, sus ojos bien abiertos, vi ramas entrecruzadas sobre mi y luego la corriente me llevo y caí.
Después de que me caí y estaba fuera de vista las ardillas hablaron.
“No debió haber saltado ese salto.”
“La neta se vió muy tonto cuando se pegó en la cabeza y se deslizó al agua.”
“Era un idiota.”
“Todo lo que hizo no tuvo valor.”
Franklin estaba enojado y agarró cinco o seis de ellas con su boca, triturándolas, aventándolas una después de otra. Los otros perros miraron; ninguno sabía si la matanza de ardillas los hacía feliz o no.

Después de que morí, muchas cosas pasaron que no esperaba.
La primera es que ahí estaba, adentro de mi cuerpo, por un buen tiempo. Estaba en el fondo del río, atorado entre palos y ramas, por seis días. Estaba muerto, pero ahí estaba todavía, y podía ver con mis ojos. Podía moverme adentro de mi cuerpo como si fuera una bolsa floja y calientita. Dormía en esa bolsa floja y calientita, como si fuera una pequeña casa de pelaje. De vez en cuando podía mirar por los ojos de la bolsa, para ver que pasaba afuera, en el río. Nunca vi mucho a través del agua sucia.
Ya me habían aventado al río antes, un río diferente, cuando era joven por un hombre porque yo no quería pelear. Se suponía que yo tenía que pelear y él me pateó y me pegó en la cabeza e intentó hacer que yo fuera malo. Yo no sabía por qué me pateaba, me pegaba. Yo quería que él fuera feliz. Quería que las ardillas saltaran y fueran tan felices como nosotros los perros. Pero ellas son diferentes a nosotros, y el hombre que me aventó al río también era diferente. Yo pensé que todos eramos iguales pero mientras estaba en mi cuerpo muerto y miraba el turbio suelo del río yo supe que algunos quieren correr y algunos tienen miedo de correr y tal vez ellos están arruinados y están enojados por eso.
Dormí en mi saco de cuerpo quebrado en el fondo del río, y me pregunté qué pasaría. Estaba oscuro adentro, y rancio, y el aire era difícil de inhalar. Me canté a mi mismo.
Después del sexto día me desperté y todo brillaba. Sabía que estaba de regreso. Ya no estaba en ese saco suelto sino que ahora estaba en un cuerpo como el mío, de antes; era el mismo. Me paré y estaba en un valle enorme de botones de oro. Podía oler su olor y caminé a través de las flores, mis ojos al nivel del amarillo, una línea borrosa de amarillo. Mi cabeza pesaba por la belleza del amarillo todo borroso. Amé respirar así de nuevo, y verlo todo.
Debería decir que es casi que lo mismo aquí que allá. Hay más montes, y más cascadas, y las cosas son más limpias. Me gusta. Cada día camino por un buen rato, y no tengo que caminar de regreso. Puedo caminar y caminar, y cuando me canso me duermo. Cuando me despierto, puedo seguir caminando y nunca extraño donde comencé y no tengo casa.
Aún no he visto a nadie. No extraño el cemento raspando mis pies, o los edificios con los hombres durmiendo, alcanzando. A veces extraño a los otros perros y correr.
La gran sorpresa es que resulta que Dios es el sol. Hace sentido, si lo piensas. Por qué no lo vimos antes no lo sé. Cada día el sol estaba justo ahí, en llamas, nuestro planeta y los demás flotando alrededor de él, siempre pidiendo disculpas, y nosotros no pensamos que era Dios. ¿Por qué habría un Dios y también un sol? Claro que Dios es el sol.
Todos en la vida anterior estaban de malas, yo creo, porque solo querían saber.


«After I Was Thrown in the River and Before I Drowned»—extraído de los archivos públicos de North Dakota State University.

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«El Corazón Delata»—Edgar Allan Poe

¡Es verdad!—nervios—muchos, muchos, horrorosos nervios he tenido y tengo; pero, ¿por qué dirías que estoy mal de la cabeza? La enfermedad ha agudizado mis sentidos—no los ha destruido—ni los ha debilitado. Sobre todo estaba agudizado el sentido de escuchar. Escuché todas las cosas en el cielo y en la tierra. Escuché muchas cosas en el infierno. ¿Cómo, entonces, es que me he perdido en la locura? ¡Escucha! y observa qué tan sanamente—qué tan tranquilamente te puedo contar la historia entera.

Es imposible decir cómo la idea entró a mi cerebro; pero una vez concebida, me persiguió día y noche. Sin objetivo. Sin pasión. Yo amaba al viejo. Él nunca me hizo mal. Nunca me insultó. De su oro no tenía yo deseo alguno. ¡Yo creo que fue su ojo, sí, fue eso! Uno de sus ojos parecía el de un buitre—un ojo azúl pálido, con una ligera capa sobre él. Cuando el ojo caía en mi dirección, mi sangre se enfriaba; y por grados—poco a poco—me convencí de quitarle la vida a ese viejo, y entonces deshacerme de ese ojo para siempre.

Ahora este es el punto. Tú crees que sufro de locura. Los locos no saben nada. Pero me hubieras visto. Hubieras visto qué tan sabiamente procedí—con qué cuidado—con qué precaución—¡con qué disimulo me fui a hacer ese trabajo! Nunca fui tan amable con el viejo como lo fui la semana entera antes de que lo matara. Y cada noche, como a medianoche, giraba la perilla de su puerta para abrirla—¡oh, tan suavemente! Y luego, cuando ya la había abierto lo suficiente para mi cabeza, metía una linterna oscura, toda cerrada, cerradita, para que nada de luz saliera, y metía mi cabeza. Ay, ¡te hubieras muerto de risa viendo lo astutamente que metía la cabeza! La movía muy despacio—muy, muy despacio, para no molestar el sueño del viejo. Me tomaba una hora entera meter mi cabeza lo suficiente como para verlo acostado en su cama. Jaja—¿crees que alguien demente tendría la sabiduría como para hacer esto? Y luego, cuando mi cabeza ya estaba bien adentro del cuarto, abría la linterna con cuidado—ay, con tanto cuidado—con muchísimo cuidado (ya que rechinaba)—la abría solo poquito, para que un solo rayo delgado de luz cayera en el ojo de buitre. Y esto lo hice por siete largas noches—cada noche justo a medianoche—pero siempre encontré el ojo cerrado; así que era imposible hacer el trabajo; ya que no era el viejo el que me sacaba de onda, era su Ojo Maligno. Y cada mañana, cuando el día comenzaba, entraba sin miedo a su cuarto, y le hablaba con coraje, llamándolo por su nombre con ganas, preguntándole cómo había pasado la noche. Así que ya ves, él hubiera sido un viejo demasiado profundo, de seguro, como para sospechar que cada noche, justo a las doce, yo lo miraba mientras dormía.

En la octava noche tuve hasta más cuidado de lo normal al abrir su puerta. El minutero de un reloj se mueve más rápido que mi mano. Nunca antes había sentido el alcance de mis propios poderes—de mi inteligencia. Apenas podía contener mis sentimientos de triunfo. Y pensar que ahí estaba, abriendo la puerta, poco a poco, y él ni podía soñar de lo que yo hacía y pensaba, en secreto. La idea me dio un poco de risa; y tal vez me escuchó reír; ya que de repente se movió en su cama, como sorprendido. Ahora podrías pensar que me dio miedo y me rajé—pero no. Su cuarto estaba tan negro como el vacío, una oscuridad densa (ya que las persianas estaban cerradas con seguro, por temor a los ladrones), entonces ya sabía que él no podía ver la apertura de la puerta, y empujé más y más, sin parar.

Tenía mi cabeza adentro, y estaba a punto de abrir la linterna, cuando mis dedos se resbalaron por el cierre de metal, y el viejo se levantó en la cama, gritando—“¿Quién anda ahí?”

No me moví y no dije nada. Por una hora entera no moví ni un músculo, y en todo ese tiempo no lo escuché acostarse. Todavía estaba sentado en la cama, escuchando;—justo como yo lo había hecho, noche tras noche, escuchando a los relojes de muerte de la pared.

Escuché un ligero gemido, y sabía que era el gemido de terror mortal. No era un gemido de dolor o de tristeza—¡oh, no!—era el sonido bajo y ahogado que viene del fondo de un alma cuando se sobrecarga de temor. Ya conocía bien ese sonido. Muchas noches, justo a medianoche, cuando todo el mundo duerme, ha salido de mi propio pecho, fortaleciendo más y más, con su terrible eco, los terrores que me distraían. Te digo que lo conocía bien. Sabía lo que el viejo sentía, y me daba lástima, aunque en el corazón me reía. Sabía que había estado acostado despierto desde el primer ruidito, cuando lo vi moverse en la cama. Sus miedos solo se habrían incrementado desde entonces. Seguro había estado intentando invalidar sus miedos, pero no lo logró. Se había estado diciendo a sí mismo—“No es nada, viento en la chimenea—solo es un ratón cruzando por el piso,” o, “Es solo un grillo, haciendo lo suyo.” Sí, había estado intentando hacerse sentir mejor con estos pensamientos: pero todo en vano. Todo en vano; porque la Muerte, al acercarse, lo había estado acosando con su propia sombra, cubriendo al viejo, su víctima. Y era la triste influencia de esta sombra que le había causado sentir—aunque ni la vio, ni la escuchó—sentir la presencia de mi cabeza en el cuarto.

Cuando ya había esperado un buen rato, muy pacientemente, sin escuchar que se acostara, decidí abrir un poquito—una pequeña, pequeña apertura en la linterna. Así que la abrí—no te imaginas el silencio y cuidado—hasta que un rayo de luz tan delgado como el hilo de una telaraña se disparó desde la apertura hasta el ojo de buitre.

Estaba abierto—bien, bien abierto—y me enojé, pura furia, mientras lo veía. Lo vi perfectamente—un azul gastado, con una capa horrible que enfriaba mis huesos hasta la médula; pero no podía ver nada más de la cara del viejo, o de su persona: ya que había dirigido el rayo como por instinto precisamente al maldito ojo.

Y ahora, ¿no te he dicho que lo que confundes por locura es solo súper agudeza de los sentidos?—ahora, te digo, viene a mis oídos un sonido bajo, callado, y rápido, como el de un reloj cubierto en algodón. Conocía ese sonido bien, también. Era el latido del corazón del viejo. Me enfureció más, tal y como el sonido de un tambor estimula a un soldado hacia el coraje.

Pero aún así me aguanté. Apenas y respiré. Sostuve la linterna sin moverme. Intenté con todo mi ser mantener el rayo justo en su ojo. Mientras tanto el efecto infernal del corazón incrementó. Más y más rápido, y más y más fuerte cada instante. ¡El terror del viejo debió haber sido extremo! ¡Sonaba más y más duro cada momento!—¿me entiendes bien? Te he dicho que tengo nervios: así que los tengo. Y ahora, a la hora más muerta de la noche, entre todo el silencio de esa vieja casa, un sonido tan extraño como este me llenaba con un terror descontrolado. Pero aún así me aguanté, sin moverme. ¡Y el latido sonaba más y más! Pensé que el corazón explotaría. Y ahora una nueva ansiedad me agarra—¡un vecino va a escuchar este sonido! ¡La hora del viejo había llegado! Con un grito fuerte, abrí la linterna y salté hacia el cuarto. Gritó una vez—solo una vez. En un instante lo jalé al piso, y jalé la cama, bien pesada, sobre él. Luego sonreí, muy feliz, con el trabajo hecho bien hasta entonces. Pero, por muchos minutos, el corazón latió con un sonido ahogado. Esto, de todos modos, no me sacó de onda; no se escucharía a través de la pared. Después dejó de sonar. El viejo estaba muerto. Quité la cama y examiné el cuerpo. Sí, era piedra, muerto muertísimo. Puse mi mano sobre su corazón y la dejé ahí muchos minutos. No había pulso. Estaba muertísimo. Su ojo ya no me sería un problema.

Si todavía crees que sufro de locura, no creerás eso cuando te cuente de las precauciones tan sabias que tomé para esconder el cuerpo. La noche pasó mientras trabajé con prisa pero en silencio. Primero que nada, descuarticé el cuerpo. Le corté la cabeza y los brazos y las piernas.

Luego levanté tres tablas de madera del piso de su cuarto, y metí todos esos pedazos entre los espacios del suelo. Luego reemplacé las tablas de manera tan astuta que no hay ojo humano—ni siquiera el suyo—que pueda detectar algo fuera de lugar. No había nada que lavar—ninguna mancha—nada de sangre en ningún lugar. Tuve demasiado cuidado como para eso. Usé una tina—¡jajaja!

Cuando terminé de hacer todo eso, ya eran las cuatro de la mañana—todavía tan oscuro como la medianoche. Cuando la campana sonó para dar la hora, alguien tocó la puerta que da a la calle. Bajé a abrirla con un corazón ligero—porque, ¿qué tenía yo que temer? Entraron tres hombres, quienes se introdujeron, con perfecta suavidad, como policías. Un vecino escuchó un grito durante la noche; había sospechas de que algo estaba mal; llegó esta información a las oficinas policiacas, y ellos (los policías) ahora tenían que inspeccionar el lugar.

Sonreí—porque, ¿qué tenía yo que temer? Les di la bienvenida. El grito, les dije, fue uno que tuve mientras soñaba. El viejo, les mencioné, no estaba en el país. Los llevé por toda la casa. Les dije que buscaran—que buscaran bien. Los llevé a su cuarto. Les enseñé sus tesoros, seguros, sin haber sido tocados. Con total entusiasmo y confianza, jalé sillas al cuarto, y les dije que aquí mismo descansaran, mientras yo, con seguridad en la audacidad de mi perfecta victoria, me senté justo encima del lugar donde descansaba el cuerpo de la víctima.

Los oficiales estaban satisfechos. Mi manera los había convencido. Yo mostraba plena tranquilidad. Se sentaron, y mientras yo contestaba, a gusto, ellos platicaban de cosas familiares. Pero, después de un rato sentí palidez y quise que se fueran. Mi cabeza me dolía, y como que había un zumbido en mis oídos: pero se quedaron y platicaban y platicaban. El zumbido se volvió más claro:—siguió y se volvió más claro: hablé más para deshacerme de ese sentimiento: pero continuó y tomó más claridad—hasta que, al fin, encontré que el ruido no estaba dentro de mis oídos.

Seguro me puse de color amarillo;—pero hablé con más fluidez, y con una voz más aguda. Y aún así el sonido se volvió más fuerte—¿y qué podía hacer? Era un sonido bajo, callado, y rápido, como el de un reloj cubierto en algodón. No podía respirar—y aún así los policías no lo escuchaban. Hablé más rápido—más y más, hablé y hablé; pero el ruido incrementaba sin parar. Me paré y empecé a discutir estupideces, en voz aguda y de manera violenta; pero el ruido solo incrementaba, más y más. ¿Por qué no se iban? Caminé por el cuarto pisoteando fuerte, como si las observaciones de estos hombres me emocionaran mucho—pero el ruido crecía, más y más. ¡Ay güey! ¿Qué podía hacer? Me enfurecí—pura rabia—¡puras groserías! Mandé volando mi silla, golpeando y raspando toda la madera, pero nada, el ruido incrementó sobre todo y siguió incrementando. Creció más—y más—¡y más! Y aún así los hombres platicaban, sonriendo. ¿Será que no escuchaban? ¡Por dios!—no, ¡no! Ellos escucharon—¡sospecharon!—¡supieron!—¡se estaban burlando de mi horror!—eso pensé, y eso pienso. ¡Pero cualquier cosa era mejor que esa agonía! ¡Cualquier cosa era más tolerable! ¡No podía más con esas sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir!—y ahora—¡otra vez!—¡escucha! ¡más y más y más y más fuerte!—

“¡Villanos!” grité, “¡Ya dejen de fingir! ¡Lo admito!—Levanten las tablas del suelo, ¡aquí, aquí!—¡es el latido de este horrible corazón!”


«The Tell-Tale Heart»—extraído de The Works of Edgar Allan Poe, publicado en The Project Gutenberg en abril del 2000.

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cuentos Ficción

«Todd»—Etgar Keret

Mi amigo Todd quiere que le escriba un cuento que le ayude a llevar chicas a su cama.
“Ya has escrito cuentos que hacen a las chicas llorar,” dice. “Y unos que las hace reír. Así que ahora escribe uno que las haga brincar a la cama conmigo.”
Le intento explicar que no funciona de esa manera. Es cierto, hay algunas chicas que lloran cuando leen mis cuentos, y hay algunos chicos que—
“Olvida a los chicos,” Todd interrumpe. “Los chicos no me las hacen. Te lo digo de neta, para que no escribas un cuento que lleve a cualquiera que lo lea a mi cama, solo chicas. Te lo digo para evitar penas.”
Así que le explico de nuevo, en mi tono paciente, que no funciona de esa manera. Un cuento no es un hechizo mágico o hipnoterapia; un cuento solo es una manera de compartir con otras personas algo que sientes, algo íntimo, a veces hasta vergonzoso, que—
“Va,” Todd interrumpe de nuevo, “entonces hay que compartir algo vergonzoso con tus lectores que haga que las chicas brinquen a la cama conmigo.” Todd solo no escucha. Nunca escucha, por lo menos a mi no.
Conocí a Todd en un evento de lectura que organizó en Denver. Esa noche, cuando habló de los cuentos que amaba, se emocionó tanto que comenzó a tartamudear. Tiene mucha pasión, ese Todd, y mucha energía, y es obvio que no sabe realmente a dónde canalizarlo todo. No platicamos mucho, pero vi de inmediato que era una persona lista y un mensch. Alguien en quién puedes depender. Todd es el tipo de persona que quieres a tu lado en una casa en llamas o en un barco que se hunde. El tipo de güey que sabes que no saltará a un bote salvavidas dejándote atrás.
Pero en este momento no estamos en una casa en llamas o en un barco que se hunde, solo estamos bebiendo lattés de leche de soya orgánica en una cafetería naturista toda funky en Williamsburg. Y eso me pone un poco triste. Porque si hubiera algo quemándose o hundiéndose en el área, podría recordar por qué me cae bien, pero cuando Todd comienza a fastidiarme con que le escriba un cuento, es difícil de digerir.
“Titula el cuento ‘Todd el Hombre,’” me dice. “O tan solo ‘Todd.’ ¿Sabes qué? Solo ‘Todd’ está mejor. Así, las chicas que lo lean no sabrán hacia dónde va el cuento, y luego, al final, cuando llegue—bam! No sabrán qué les pegó. De repente, todas me verán diferente. De repente, todas sentirán su pulso palpitar en sus sienes, y tragaran saliva y dirán, ‘Dime, Todd, ¿vives por aquí?’ o ‘Detente, no me veas así,’ pero en un tono que realmente dice lo opuesto: ‘Por favor, por favor, sigue mirándome así,’ y las miraré, y sucederá, de repente, como si no tuviera nada que ver con el cuento que tú escribiste. Eso es todo. Ese es el tipo de cuento que quiero que escribas para mi. ¿Entiendes?”
Y le digo, “Todd, no te he visto en un año. Cuéntame qué te ha estado pasando, ¿qué hay de nuevo? Pregúntame cómo estoy, cómo está mi hijo.”
“No hay nada de nuevo conmigo,” dice impacientemente, “y no necesito preguntarte sobre tu hijo, ya sé todo sobre él. Te escuché en la radio hace unos días. Todo lo que hiciste en esa jodida entrevista fue hablar de él. Cómo dijo esto y cómo dijo lo otro. El entrevistador te pregunta sobre escribir, sobre la vida en Israel, sobre la amenaza Iraní, y como mandíbula de Rottweiler, te enganchas a frases de tu hijo, como si fuera algún tipo de genio Zen.”
“De verdad es muy listo,” digo defensivamente. “Tiene un ángulo de vida único. Diferente al de nosotros, los adultos.”
“Bien por él,” Todd se queja. “Entonces, ¿qué? ¿Me vas a escribir ese cuento o no?”
Así que estoy sentado en la madera falsa del escritorio de plástico del hotel de cinco estrellas falsas que son tres estrellas que el consulado Israelí rentó para mi por dos días, intentando escribirle a Todd su cuento. Me cuesta trabajo encontrar algo en mi vida que esté lleno del tipo de emoción que hará que las chicas brinquen a la cama de Todd. No entiendo, por cierto, qué problema tiene Todd con encontrar chicas por su cuenta. Es un güey que se ve bien y es bastante encantador, el tipo que embaraza a una mesera guapa de algún comedor en algún pueblo pequeño y se larga. Tal vez ese es el problema: no proyecta lealtad. Hacia las mujeres, quiero decir. Románticamente hablando. Porque cuando se trata de casas en llamas o barcos que se hunden, como ya lo he dicho, puedes contar en él hasta el final. Así que tal vez eso es lo que debería escribir: un cuento que haga que las chicas piensen que Todd será fiel. Que podrán confiar en él. O lo opuesto: un cuento que le haga claro a todas las chicas que lo lean que la lealtad y la confianza están sobrevalorados. Que tienes que seguir a tu corazón a todo lo que da y no preocuparte sobre el futuro. Sigue a tu corazón y encuéntrate embarazada mucho después de que Todd se haya largado a organizar una lectura de poesía en Marte, patrocinado por NASA. Y durante la transmisión en vivo, cinco años después, cuando le dedique el evento a ti y a Sylvia Plath, podrás apuntar con un dedo a la pantalla en tu sala y decir, “¿Ves ese hombre en el traje espacial, Todd Junior? Ése es tu papá.”
Tal vez debería escribir un cuento sobre eso. Sobre una mujer que conoce a alguien como Todd, y es encantador y está a favor del amor libre y eterno y toda esa mierda en la que creen los hombres que quieren cogerse a todo el mundo. Y le da una apasionada explicación sobre la evolución, sobre cómo las mujeres son monógamas porque quieren a un hombre para proteger a sus hijos, y sobre cómo los hombres son polígamos porque quieren impregnar al mayor número de mujeres posible, y no hay nada que puedas hacer al respecto, es la naturaleza, y es más fuerte que cualquier candidato conservador a la presidencia, o cualquier artículo de Cosmopolitan llamado “Cómo Aferrarte a Tu Esposo.”
“Tienes que vivir en el momento,” el tipo en el cuento dirá, luego se acostará con ella y le romperá el corazón. Él nunca actuará como cualquier mierda que ella puede olvidar fácilmente. Él actuará como Todd. Lo que significa que aún cuando le jode la vida entera, él será amable y lindo y exhaustivamente intenso, y—sí—también conmovedor. Y eso hará que todo ese negocio de dejarlo sea aún más difícil. Pero al final, cuando suceda, ella se dará cuenta que la relación aún valió la pena. Y esa es la parte difícil: la parte de “Aún valió la pena.” Porque puedo conectar con el resto del escenario como un celular al internet, pero la parte de “Aún valió la pena” es más complicada. ¿Qué podría obtener la chica del cuento de todo ese accidente de golpe y fuga con Todd además de otra triste abolladura en su alma?
“Cuando se despertó en la cama, él ya se había ido,” Todd lee la página en voz alta, “pero su olor se quedó. El olor de las lágrimas de un niño cuando hace un berrinche en la juguetería…”
Se detiene de repente y me mira decepcionado. “¿Qué es esta mierda?” me pregunta. “Mi sudor no huele. No mames, yo ni sudo. Compré un desodorante especial que está activo las veinticuatro horas del día, y no solo me lo pongo en las axilas, sino en todo mi cuerpo, hasta en mis manos, por lo menos dos veces al día. Y el niño… qué manera de arruinarlo, güey. Una chica que lea un cuento como este—ni de chiste viene conmigo.”
“Léelo hasta el final,” le digo. “Es un buen cuento. Cuando terminé de escribirlo, lloré.”
“Bien por ti,” Todd dice. “Doble bien por ti. ¿Sabes cuándo fue la última vez que lloré? Cuando me caí de mi bici de montaña y me abrí el cráneo y necesité veinte puntadas. Eso es dolor, también, y no tenía seguro médico, tampoco, entonces, mientras me cosían, no podía ni gritar y sentirme mal por mi mismo como cualquier otra persona, porque yo tenía que pensar de dónde sacaría ese dinero. Esa fue la última vez que lloré. Y el hecho de que tú lloraste, es conmovedor, de verdad, pero no resuelve mis problemas con las chicas.”
“Solo intento decir que es un buen cuento,” le digo, “y que me da gusto que lo escribí.”
“Nadie te pidió que escribieras un buen cuento,” dice Todd, enojándose. “Te pedí que escribieras un cuento que me ayude. Que le ayude a tu amigo lidiar con un problema real. Es como si te hubiera pedido donar sangre para salvar mi vida y en vez escribes un buen cuento y lloras cuando lo lees en mi funeral.”
“No estás muerto,” digo. “Ni siquiera te estás muriendo.”
“Sí lo estoy,” Todd grita, “lo estoy. Me estoy muriendo. Estoy solo y para mi, solo es como pinche muerto. ¿No ves eso? Yo no tengo un hijo locuaz en kinder cuyos comentarios inteligentes puedo compartir con mi hermosa esposa. No lo tengo. ¿Y este cuento? No dormí toda la noche. Solo me acosté en la cama y pensé: Ya casi está aquí, mi amigo escritor de Israel está a punto de lanzarme un salvavidas, y ya no estaré solo. Y mientras estoy aquí con ese pensamiento alentador, tú estás sentado, escribiendo un cuento hermoso.”
Hay una pequeña pausa, y al final le digo a Todd que lo siento. Las pequeñas pausas sacan eso de mi. Todd asiente con la cabeza y dice que no me preocupe. Que él mismo se dejó llevar un poco de más. Es totalmente su culpa. Nunca me debió haber pedido hacer una cosa tan estúpida, para empezar, pero estaba desesperado. “Se me olvidó por un minuto que tú eres tan estricto sobre escribir que necesitas metáforas y percepciones y todo eso. En mi imaginación era más sencillo, más divertido. No una obra maestra. Algo ligero. Algo que comienza con ‘Mi amigo Todd me pidió que le escriba un cuento que le ayude a llevar chicas a su cama’ y termina con algún truco cool postmodernista. Ya sabes, sin sentido, pero no ordinariamente sin sentido. Sexy sin sentido. Misterioso.”
“Puedo hacer eso,” le digo después de otra pequeña pausa. “Puedo escribir uno así, también.”


Extraído de la revista en línea Electric Literature publicada el 27 de marzo del 2013.