La única persona que hace tolerables mis recuerdos de los años después de 1945 es mi Tío Fred. Vino de la guerra a la casa una tarde de verano, con ropa modesta, usando su única posesión, una lata, en un hilo alrededor de su cuello, y aguantando el insignificante peso de unas cuantas colas de cigarrillo que guardaba cuidadosamente en una cajita. Abrazó a mi madre, me besó a mí y a mi hermana, balbuceó algo como “Pan, sueño, tabaco,” y se hizo bolita en el sofá de nuestra familia, así que lo recuerdo como un hombre considerablemente más largo que nuestro sofá, un hecho que lo obligaba a: o mantener sus piernas arriba, o simplemente dejarlas colgando sobre la orilla. Ambas alternativas lo hacían quejarse amargamente contra la generación de nuestros abuelos, a quienes les debíamos la adquisición de este valioso mueble. Él llamaba a estas dignas personas búhos constipados, odiaba su preferencia hacia el rosa nauseabundo de la tapicería, pero no dejaba que nada de esto lo detuviera de complacerse con sueño frecuente y prolongado.
Yo, por mi parte, estaba haciendo una tarea ingrata en nuestra inocente familia: yo tenía catorce en ese entonces, y era el único contacto con esa memorable institución a la cual llamábamos el mercado negro. A mi padre lo habían matado en la guerra, a mi madre le daban una pensión diminuta, y el resultado era que yo tenía el trabajo de regatear para vender los restos de pertenencias rescatadas o de intercambiarlos por pan, carbón y tabaco. En esos días el carbón era la causa de considerables violaciones de derechos de propiedad a las cuales hoy tendríamos que llamar, francamente, robo. Así que la mayoría de los días me verías saliendo a robar o a regatear, y mi madre, aunque se daba cuenta de la necesidad de estas deshonrosas actividades, siempre tenía lágrimas en sus ojos mientras veía cómo me iba a mis complicados asuntos. Era mi responsabilidad, por ejemplo, convertir una almohada en pan, una taza de porcelana en sémola, o tres volúmenes de Gustav Freytag en dos onzas de café, tareas a las cuales yo me dedicaba con cierta cantidad de entusiasmo deportista, pero no completamente sin un sentido de humillación y de miedo. Ya que los valores—así es como los adultos les llamaban, en aquellos tiempos—habían cambiado sustancialmente, y de vez en cuando yo estaba expuesto a la sospecha infundada de deshonestidad porque el valor de un artículo regateado no correspondía en lo más mínimo al que mi madre pensaba que era el apropiado. Debo decir que no era nada agradable la tarea de actuar como negociador entre dos mundos de valores diferentes, mundos que desde entonces parecen haber convergido.
La llegada del Tío Fred nos llevó a todos a esperar una incondicional ayuda masculina. Pero comenzó por decepcionarnos. Desde el primerísimo día yo estaba seriamente preocupado por su apetito, y cuando, sin andar pajareando, le dije esto a mi madre, ella sugirió que lo dejara “encontrar sus pies.” Tardó casi ocho semanas en encontrar sus pies. A pesar del abuso del insatisfactorio sofá, él dormía ahí sin mucho problema y pasaba el día quedándose dormido o describiendo, en una voz de mártir, en qué posición prefería dormir.
Creo que su posición favorita era como la de un corredor a punto de arrancar. Le encantaba acostarse sobre su espalda después de comer, sus piernas arriba, convirtiendo un pedazo enorme de pan en migajas que atrapaba con su boca, y luego se rolaba un cigarro y se dormía por el resto del día hasta la hora de cenar. Era un hombre muy alto y muy pálido, y había una cicatriz circular en su barbilla que hacía que su cara se viera como una estatua de mármol dañada. Aunque su apetito por la comida y el sueño seguían preocupándome, me caía muy bien. Él era el único con quien yo podía por lo menos discutir teorías sobre el mercado negro sin meterme en un pleito. Obviamente él sabía todo acerca del conflicto entre los dos mundos de valores.
Aunque sí, casi le rogamos que nos platicara de la guerra, nunca lo hizo; dijo que no valía la pena hablar de eso. Lo único que a veces haría era contarnos acerca de su inducción, que parecía haber consistido más que nada en una persona uniformada de voz muy alta dándole la orden al Tío Fred de orinar en un tubo de ensayo, una orden que el Tío Fred no fue inmediatamente capaz de acatar, el resultado siendo que su carrera militar estaba condenada desde el principio. Él sostuvo que el interés del Reich de Alemania por su orina lo había llenado de una desconfianza considerable, una desconfianza que confirmó de manera abominable durante seis años de guerra.
Él había sido librero antes de la guerra, y cuando pasaron las primeras cuatro semanas en nuestro sofá, mi madre sugirió, en su manera gentil, de hermana, que investigara sobre su antigua empresa—él cautelosamente me pasó esta sugerencia a mí, pero lo único que descubrí fue un montón de escombros de como seis metros de altura que localicé en la parte de la ciudad que está en ruinas, después de como una hora de pilgrimaje. El Tío Fred se vió muy tranquilo con mis noticias.
Se echó para atrás en su silla, se roló un cigarro, asintió con aire de triunfo hacia mi madre, y le pidió que sacara sus antiguas cosas. En una esquina de nuestra habitación había una caja de madera cuidadosamente cerrada con clavos, la cual abrimos con un martillo y unas tenazas, bajo mucha especulación; lo que encontramos fue: veinte novelas de tamaño mediano y calidad mediocre, un reloj de bolsillo de oro, lleno de polvo pero intacto, dos pares de tirantes, unos cuadernos, su diploma de la Cámara de Comercio, y una libreta de ahorros que mostraban un saldo de mil doscientos marcos. Me dieron a mí la libreta de ahorros para que recolectara el dinero, y el resto de las cosas me las dieron para que las vendiera, incluyendo el diploma de la Cámara de Comercio—aunque para esto no hubo quien ni regateara, ya que el nombre del Tío Fred había sido inscrito en él en tinta india negra.
Esto significaba que por las siguientes cuatro semanas éramos libres de nuestras preocupaciones por pan, por tabaco, y por carbón, que era un gran alivio en especial para mí, ya que todas las escuelas abrieron sus puertas de nuevo, y yo tenía la obligación de completar mi educación.
Hasta este día, mucho después de haber completado mi educación, tengo buenos recuerdos de las sopas que solíamos obtener, más que nada porque podíamos obtener estas comidas casi sin luchar por ellas, y por eso le daban un tono feliz y contemporáneo a todo el sistema educativo.
Pero el evento más increíble durante este periodo era el hecho de que el Tío Fred al fin tomó la iniciativa fácil unas ocho semanas después de su regreso seguro a casa.
Una mañana a fines del verano se levantó del sofá, se rasuró con tanto detalle que nos sentimos aprensivos, nos pidió unos calzones limpios, me pidió prestada mi bicicleta, y desapareció.
Su regreso, ya tarde esa noche, fue acompañado por un montón de ruido y un penetrante olor a vino; el olor a vino emanaba de la boca de mi tío, y el ruidazal se podía rastrear a como media docena de cubetas galvanizadas que había amarrado juntas con una cuerda gruesa. Nuestra confusión no nos dejó hasta que descubrimos que había decidido resucitar el comercio de flores en nuestra destruida ciudad. A mi madre, quien estaba llena de sospecha hacia el nuevo mundo de valores, le valió esa idea, diciendo que nadie iba a querer comprar flores. Pero estaba equivocada.
Era una memorable mañana cuando ayudamos al Tío Fred a llevar las cubetas bien llenas a la parada de tranvía donde se instaló con su negocio. Y aún recuerdo vívidamente cómo se veían esos tulipanes rojos y amarillos, los húmedos claveles, y nunca voy a olvidar lo impresionante que se veía ahí parado en medio de todas las figuras grises y los montones de escombros, empezando: “Flores, flores frescas—¡sin necesidad de cupones!” No necesito describir cómo su negocio floreció: fue un éxito enorme e inmediato. En cuestión de cuatro semanas él ya era dueño de tres docenas de cubetas galvanizadas, dos sucursales, y un mes después ya estaba pagando impuestos. Se respiraba un aire diferente en toda la ciudad: puestos de flores aparecían en esquina tras esquina, era imposible mantener el ritmo de la demanda; se conseguían más y más cubetas, se instalaron cabinas de flores y se armaron carritos de prisa.
De cualquier manera, nos mantuvo abastecidos no solo de flores frescas, sino también de pan y de carbón, y yo pude retirarme del negocio de corredor de bienes, un hecho que ayudó mucho a levantar mis estándares morales. Durante varios años, ya, el Tío Fred ha sido un hombre de sustancia: sus sucursales aún prosperan, tiene un carro, y me ve a mí como su heredero, y me han dicho que me meta a estudiar comercio para que pueda encargarme del lado de los impuestos del negocio, aún antes de heredar cosa alguna.
Cuando lo veo hoy, una figura sólida detrás del volante de su carro rojo, me parece raro recordar que de verdad había un tiempo en mi vida en el cual su apetito me causaba noches sin dormir.
Extraído del libro “Absent Without Leave” por Heinrich Böll, publicado en 1967.
El esposo había caído en el hábito de llamar a la esposa desde algún lugar en la casa—si ella estaba en el piso de arriba, él estaba abajo; si ella estaba abajo, él estaba arriba—y cuando ella contestaba, “¿Sí? ¿Qué?”, él seguiría llamándola, como si no la hubiera escuchado y con aire de paciencia tensa: “¿Aló? ¿Hola? ¿Dónde estás?” Y entonces ella no tenía opción más que apurarse hacia él, donde sea que él estuviera, en algún otro lado en la casa, abajo, arriba, en el sótano o afuera en el pórtico, en el patio trasero o en la cochera. “¿Sí?”, ella contestaría, intentando mantener la calma. “¿Qué pasa?” Y él le diría—una queja, un comentario, una observación, un recordatorio, una pregunta—y luego, después, ella lo escucharía llamándola de nuevo con una nueva urgencia, “¿Aló? ¿Hola? ¿Dónde estás?”, y ella le contestaría, “¿Sí? ¿Qué pasa?”, intentando determinar dónde estaba. Él seguiría llamándola, sin escucharla, ya que no le gustaba usar su aparato para el oído en la casa, donde solo estaba la esposa para ser escuchada. Se quejaba de que uno de los pequeños dispositivos en forma de caracol le causaba dolor en el oído, el delicado oído interno estaba rojo y hasta había sangrado, entonces él llamaría, de mal humor, “¿Aló? ¿Dónde estás?”—ya que la mujer siempre se estaba yendo a algún lado fuera del rango de su escucha, y nunca sabía dónde diablos estaba ella o qué estaba haciendo; a veces, su propia existencia lo exasperaba—hasta que finalmente ella cedió y corrió sin aliento buscándolo, y cuando él la vio le dijo, quejándose, “¿Dónde estabas? Me preocupo por ti cuando no contestas.” Y ella le dijo, riéndose, intentando reírse, aunque nada de esto era chistoso, “¡Pero aquí he estado todo el tiempo!” Y él contestó, “No, no lo estabas. No lo estabas. Yo estaba aquí, y tú no estabas aquí.” Y luego, ese día, después de su almuerzo y antes de su siesta, a menos que sea antes de su almuerzo y después de su siesta, la esposa escuchó al esposo llamándola, “¿Aló? ¿Hola? ¿Dónde estás?”, y el pensamiento vino a ella, No. Me esconderé de él. Pero ella no haría algo tan infantil. En vez de eso se paró en las escaleras y con sus manos alrededor de su boca como altavoz le contestó, “Estoy aquí. Siempre estoy aquí. ¿Dónde más estaría?” Pero el esposo no podía escucharla y seguía llamando, “¿Aló? ¿Hola? ¿Dónde estás?”, hasta que al fin ella gritó, “¿Qué quieres? Ya te dije, estoy aquí.” Pero el esposo no podía escuchar y siguió llamando, “¿Aló? ¿Dónde estás? ¡Aló!”, y finalmente la esposa no tuvo opción más que ceder, ya que el esposo sonaba muy frustrado y enojado y ansioso. Descendiendo las escaleras, ella se tropezó y se cayó, se cayó duro, y su cuello se rompió en un instante, y se murió al pie de las escaleras, mientras en uno de los cuartos de abajo, o tal vez en la bodega, o en el deck del jardín de atrás de la casa, el esposo seguía llamando, con una urgencia creciente, “¿Aló? ¿Hola? ¿Dónde estás?”
“Where Are You?”—extraído de la revista The New Yorker publicada el 5 de julio del 2018.
“Pero, si me preguntan a mí,” dijo Indiana Jones, “pertenece en un museo.”
Hizo una pausa para que eso pegara.
Estaba sentado en el escenario enfrente de la moderadora, una mujer india cuyo nombre había fracasado en recordar. Sus piernas estaban cruzadas por la rodilla. (Las piernas sí las recordaría.) Tomó el vaso de agua de la diminuta mesa entre ellos y bebió.
La moderadora descruzó las piernas y volteó hacia la audiencia. “Hagamos una pausa aquí para tomar preguntas.”
Él siguió la mirada de la moderadora hacia las masas de gente, desbordando por los pasillos, pegadas a la pared. Por primera vez en la noche, intentó distinguir caras. Muchas de ellas eran de color. Caras de color. No es algo malo. Su mejor amigo era egipcio.
Un micrófono le fue dado al primer cuestionador, un hombre de piel café. “Gracias por su discurso, Dr. Jones. Me pregunto sobre la aldea india, la que lo mandó a usted a su misión de rescatar una piedra mística.”
“La piedra Sankara, correcto. Los aldeanos me mandaron a recuperarla y salvar a sus niños secuestrados de un culto demoníaco.”
“Me preguntaba cómo se llamaba esa aldea.”
“No lo recuerdo.”
“¿No lo recuerda?”
“Acababa de bajar en una balsa por una cascada. Me perdonarán si no recuerdo el nombre de la aldea.” Indy sonrió de un modo que esperaba fuera encantador.
“¿Creo que era Mayapur?” la moderadora intervino, consultando sus notas.
“Eso mero, Mayapur,” Indy dijo. “Y el líder de la aldea se llamaba Chamán.”
“Chamán,” el cuestionador dijo. “Solo… Chamán.”
“Correcto.”
“Entonces si fuera a Mayapur y fuera por ahí preguntando por un tipo que se llama Chamán, la gente estaría como, ah sí, Chamán, vive por, no sé, la Calle Cherokee.”
“Mira, viejo, no sé cual es tu problema—”
“Mi problema es que todos estos nombres suenan inventados.”
“Todos los nombres son inventados. Hey, a mi me dieron el nombre de mi mascota, ¡un perro!”
Algunas personas se rieron. Indy solicitó la siguiente pregunta.
Vino de una mujer bonita en una falda apretada. “Hola, Dr. Jones,” dijo ella, y, conforme prosiguió, él se encontró recordando a una estudiante, una niña, de sus días de profesor. “¿Usted mencionó que, en el banquete del maharajá, fue servido un postre de sesos de mono congelados?”
Él asintió con la cabeza, aún pensando en la estudiante que solía sentarse en la primera fila de su clase de historia. Una vez, en sus párpados, ella le había escrito un mensaje. “Te” en su párpado derecho, y “Amo” en el izquierdo.
“Algunos dicen que esta idea de los asiáticos comiendo sesos de mono es una leyenda urbana, basada en un malentendido del chino hóu tóu gū, que traducido es ‘hongo cabeza de mono.’ ¿Podría ser que usted comió sopa de hongo cabeza de mono? Es un platillo manchuriano.”
Indy recordó la manera en que su ex-estudiante había cerrado y abierto los ojos. Te amo. Te amo. Era más o menos repugnante pensar en ella escribiendo en sus propios párpados. Pero más o menos asombroso, también. ¿Qué no haría ella?
“¿Dr. Jones?” la cuestionadora dijo.
Indy miró a la moderadora, quien también lo estaba mirando a él, de manera ilegible. “Solo comí lo que me dijeron que comiera,” dijo.
Silencio. Bebió un largo trago de agua.
El mundo se ha vuelto hostil a su forma de investigación. Lo que no daría por estar de regreso en las junglas de Honduras o saltando entre trenes a través de una Europa ocupada por nazis, donde él podría dejar que su látigo hablara. Había aceptado esta chamba por los honorarios, más que nada.
Para la pregunta final, la moderadora señaló a una mujer diminuta con cabello negro ondulante. “Sr. Jones,” dijo ella, ya fastidiándolo, ya que él tenía un doctorado. “¿Cómo respondería al reclamo de que usted es más roba-tumbas que arqueólogo? ¿Y hay algún mérito en el argumento de que estas reliquias no pertenecen a museos europeos, sino a los lugares de donde han sido saqueadas?”
“¿Sabes qué?” Indy dijo. “Tengo un par de preguntas. ¿Alguna vez te han azotado a latigazos y alimentado la sangre de Kali a la fuerza? ¿Has sido lisiada por una muñeca de vudú? Yo ya hice todo eso, no por mí mismo, sino por los aldeanos de esa aldea y sus niños. Yo soy el bueno aquí, no el malo.”
“Dr. Jones,” la moderadora dijo, “la pregunta tenía que ver con objetos robados—”
“Bueno, pues adivinen qué, el tiro les sale por la culata…” Su voz se fue perdiendo. Él estaba pensando en el Santo Grial, la copa del rey de reyes, cayendo fuera de su alcance, cayendo a un abismo debajo del Templo del Sol. ¿Y no era siempre así? ¿No lo había eludido finalmente cada objeto que había amado, desapareciendo aún más en la bóveda de la historia? Silenciosamente dijo, “nunca he puesto nada en un museo.”
Miró al piso. El murmullo general era insoportablemente doloroso.
Finalmente, escuchó la gentil voz de la moderadora: “Indiana… Indiana…”
Su tono sonaba tanto como el de su padre en ese momento. Miró en sus cálidos ojos cafés.
“Indy, te trajimos aquí para hablar.”
“Estoy hablando.”
“No, para que nosotros pudiéramos hablar contigo.” Le dio una sonrisa con simpatía. “Indy, la verdad es que a muchos de nosotros nos pareces muy heróico y muy sexy. Pero esta misión en India es confusa. Por un lado, estamos halagados. Por otro lado, estamos enojados. Es que es un círculo muy difícil de cuadrar, ¿sabes?”
Indy suspiró; él lo sabía. Las cosas se pusieron raras en India. En el fondo, él siempre lo había sabido.
“¿Podemos estar de acuerdo, Indy, en que India fue un paso en falso? ¿En que deberías quedarte solo con lo de luchar contra nazis?”
“Teoréticamente, seguro, pero el partido nazi ha desaparecido.”
“Y aún así todavía hay nazis. Siempre habrá nazis.”
Frunció el ceño, sospechoso. Cuando miró hacia la audiencia, podía ver olas de caras asintiendo, confirmando la perdurable presencia de nazis. Su mirada se fijó en el signo rojo de salida, brillando como la ardiente piedra Sankara.
“Bueno, entonces,” dijo, “supongo que tengo trabajo qué hacer.”
Estiró sus brazos debajo de la silla para recuperar el fedora que había guardado detrás de sus tobillos todo este tiempo, el sombrero que lo había visto cruzar cada aventura, y se lo puso en la cabeza. Se levantó y trotó hacia un lado, bajando las escaleras. Mientras iba por el pasillo central, la gente comenzó a aplaudir, con incertidumbre al principio. No importaba. Él estaba agradecido. Lo habían salvado.
“The South Asian Speakers Series Presents the Archeologist and Adventurer Indiana Jones”—extraído de la revista The New Yorker publicada el 27 de agosto del 2020.
El mundo entero aún podría ser gris, como lo era en el pasado, en esas viejas películas. Pero un día los colores llegaron, en algún tiempo entre ese entonces y ahora. Creo que deben haber sido las guerras. Después de las guerras la gente dijo, Necesitamos alguna razón para estar menos molestos. Alguien sugirió, ¿Colores? El mundo acordó que se necesitaban los colores, para jalar a todos fuera de la desesperación de los moribundos, y de todos esos montones de huesos. Trajeron los colores. Solo los transportaron en camiones, y todos tomaron cuanto color pudieran. Era un trabajo para cada persona en el planeta, poner colores donde deben ir. Algunas cosas se decidieron por adelantado, como hacer el pasto verde, y te multarían si hacías el tuyo rojo o azul. Pero otras cosas tú podías decidir, como el color de tu camisa. Era un pequeño comité de gente el que tomaba las decisiones grandes, era necesario, pero también lo era cada humilde individuo, haciendo su propio trabajo. El mundo respiró hondo con alivio: ¡todo era mucho más hermoso ahora! Y por varios días no hubo guerras, solo gente disfrutando de los colores, pero los humanos se adaptan rápidamente a lo que es hermoso y agradable, y luego las guerras iniciaron de nuevo, y el comité fue disuelto.
Hace mucho tiempo yo era parte de este comité—no el original, sino el conmemorativo, formado por las hijas del comité. Nos reunimos para tomar nota sobre qué había sucedido realmente en esas conversaciones, para que le pudiéramos contar al mundo. Le preguntamos a nuestros padres, ¿Cómo era estar en el comité? ¿Cómo eran esas juntas? Pero habían perdido sus memorias, algunos de ellos, y otros estaban enojados con los demás miembros del comité, y no nos dirían por qué. Reunimos muy poca información rescatable para el mundo, para la posteridad. Luego nos disolvimos, también. Nos dijimos a nosotras mismas, Solo disfrutemos los colores. ¿A quién le importa cómo llegaron aquí? Así que eso hicimos. Nos convertimos en cualquiera, no archivistas del pasado, sino gente regular caminando a través de los colores del presente, como si no supiéramos nada.
Luego, un día, Amanda pensó que en realidad solo deberíamos platicar con la gente del mundo que había participado en dispersar los colores sobre la tierra, solo gente regular, la gente que lo hizo. El resto de las hijas estaban agotadas, pero yo quería hacerlo con ella, porque ella me gustaba y sonaba divertido. Pregunté si ella pensaba que debería traer mi cámara de cine, y dijo que sí, podríamos hacer un documental. Fuimos a un pequeño pueblo y nos paramos en la plaza y acosamos a la gente que iba por ahí haciendo sus compras domingueras y les preguntamos cómo era cuando empezaron a haber colores, ¿y habían participado en colorear todo? Solo le preguntamos a gente vieja. La mayoría no quería hablar con nosotras, pero una señora viejita sí. Nos invitó a su departamento por un té.
Su departamento estaba lleno de colores, justo como el resto del mundo, excepto por un rincón, el cual seguía gris. Era su propio rincón secreto que no había sido coloreado—¡tal vez el único lugar en el mundo como este! El mundo hubiera estado agitado de saber que un rincón no había sido rellenado; pero ella dijo que en cincuenta años, sesenta, setenta, ella no había dejado pasar a nadie. Ella prefirió renunciar a esposos y amigas, para que ella pudiera conservar un rincón del mundo sin color.
Claramente le era relajante tenerlo, tan relajante como un ratoncito gris que es un amigo. Ay, nos dijo, mientras hablaba para la cámara, evitando hacer contacto visual con ella, sus dedos jugando con su taza en su pequeño platillo de porcelana, era todo de lo que la gente podía hablar—¿qué color le vas a poner a esto? ¿Qué color le vas a poner a eso? ¿No es tan hermoso todo ahora? ¿Cómo pudimos vivir con todo ese gris? ¿Por qué le tomó tanto tiempo al mundo? ¿No es bonito como todos estamos cooperando?
Ella estaba haciendo expresiones agrias mientras imitaba a aquellas personas de hace tanto tiempo, muchas de ellas ya muertas, dijo. Ella también había caído en esa locura por un ratito, coloreando cualquier cosa a la vista, hasta cosas que no estaban en su jurisdicción colorear, como la reja del vecino.
Pero un día ella regresó a su departamento, donde aún no había rellenado el rincón. Había estado coloreando otras cosas, solo lo había dejado pasar. Ella pensó, estoy cansada, lo haré mañana. Nos dijo esto mirando hacia abajo. ¿Y qué pasó? Bueno, mañana se convirtió en mañana, como le pasa a tantas de nosotras. Siguió apareciendo en su lista de qué-haceres, como una de esas cosas que se quedan ahí por tantos meses que ya ni las notas. Y los meses se volvieron años, y de alguna manera nunca lo hizo. ¿Qué onda con esas cosas que nunca se van de la lista? ¿Será que en realidad no queremos hacerlas? ¿O será que ni siquiera necesitamos hacerlas? Las ponemos ahí porque pensamos que deberíamos. ¿Por qué no solo ya las quitamos? Así que finalmente lo quitó de la lista, y para ese entonces al mundo ya ni le quedaba suficiente color como para que ella rellenara el rincón.
Se quedó en ese departamento—varios amigos la alentaron a mudarse, ya que los inmigrantes se estaban mudando a su edificio, así que sus amigos pensaban que se debería mudar. Pero, a pesar de que no era fan de los inmigrantes, a ella no le importaba mucho, eran lindos vecinos, y ese rincón gris la tranquilizaba de una manera muy curiosa. Ella lo veía cada día mientras tomaba su té. No, nunca tenía compañía en su departamento, y sí, sus preciosos vecinos inmigrantes pensaban que era medio mamona, ¿pero qué suponía hacer ella si alguno de ellos se enteraba y le decía a alguien? No podía tomar ese riesgo. Así que no tomó ese riesgo. Finalmente se levantó para dejarnos salir, muy muy tristemente. Nos pidió que por favor no publiquemos nuestro documental, o escribamos sobre él, hasta que ella se muera. Ella quería vivir con ese rinconcito de esa manera hasta morir, y que no se la llevaran de ahí o a la cárcel, y que no viniera alguien de algún comité a colorear el rincón, así que accedimos, porque sentimos lástima por ella, y nos cayó bien.
Bueno, al fin murió el año pasado, y la siguiente semana se estrena nuestro documental, pero estamos tristes por eso. Más que nada, ojalá no hubiéramos estado esperando este aniversario, el año desde su muerte, con el tipo de deseo que toda la gente siente al querer mostrarle al mundo lo que ha hecho. Estamos orgullosas del cortometraje que creamos, y de que encontramos esta historia, pero no de que ella haya tenido que morir para que lo coloquemos en el mundo. Mejor que ella hubiera vivido, y vivido con su rincón, a que nosotras podamos enseñar nuestra película. ¿Por qué siempre hay tanta tristeza cuando ocurre algo bueno, un balance entre lo bueno y lo malo? ¿No podría haber dicho, ¡Muéstrenle su película al mundo! y haberse sentido segura de que ya a nadie le importa un rinconcito que no ha sido rellenado? No, pero tal vez ella sabía algo que nosotras no, algo de los colores, y de lo gris, y de los rincones, y de lo que se te permite en tu privacidad, en tu pequeño departamentito, y de lo que no.
“Grayness”—extraído de la revista The New Yorker publicada el 16 de julio del 2020.
En la cima de la ciudad, en una columna alta, estaba parada la estatua del Príncipe Feliz. Estaba adornado por hoja de oro fino, y por ojos tenía dos brillantes zafiros, y un rubí grande y rojo deslumbraba de la empuñadura de su espada.
Él era muy admirado, así es. “Es tan bello como una veleta,” admiró uno de los Cancilleres del pueblo que buscaba ganar una reputación de buen gusto artístico; “no solo es muy útil,” agregó, con miedo a que la gente lo juzgue impráctico, lo cual de veras que no era.
“¿Por qué no puedes ser como el Príncipe Feliz?” preguntó una sensible madre a su pequeñito, quien lloraba por la luna. “El Príncipe Feliz nunca soñaría en llorar por nada.”
“Yo estoy contento de que hay alguien en el mundo que es muy feliz,” murmuró un hombre decepcionado, mientras admiró con ojos llorosos la magnífica estatua.
“Está igualito a un ángel,” dijeron los Niños de la Caridad, cuando salieron de la catedral en sus vestimentas escarlata y con sus delantales blancos, limpios.
“¿Cómo lo saben?” dijo el Maestro Matemático, “si nunca han visto a uno.”
“¡Ah! cómo no, en nuestros sueños,” contestaron los chamacos; y el Maestro Matemático frunció el ceño y se puso muy severo, porque él no estaba de acuerdo con que los niños soñaran.
Una noche voló por encima de la ciudad una pequeña Golondrina macho. Sus amigos se habían ido a Egipto hace seis semanas, pero él se había quedado atrás, ya que estaba enamorado del Junco más hermoso. Lo había conocido al principio de la primavera, mientras volaba por el río persiguiendo una enorme mariposa amarilla, y había sido tan atraído por su delgada cintura que se detuvo a hablar con él.
“¿Será que te amo?” dijo la Golondrina, a quien le gustaba ser muy directo, y el Junco le hizo una reverencia. Entonces él voló alrededor y alrededor del Junco, tocando el agua con sus alas, creando pequeñas olas plateadas. Esta era su manera de ligar y de ser novios, y duró todo el verano.
“Es una atracción ridícula,” twittearon las demás Golondrinas; “él no tiene dinero, y tiene demasiadas relaciones;” y eso sí era verdad, ya que el río estaba lleno de Juncos. Luego, cuando el otoño llegó, todos ellos se fueron volando.
Después de que se habían ido, él se sintió solito, y comenzó a cansarse de su amante. “No tiene conversación,” dijo, “y me da miedo que es muy coqueto, ya que siempre está ligándose al viento.” Y sí, cada vez que el viento soplaba, el Junco se movía con perfecta gracia. “Admito que él es doméstico,” continuó, “pero yo amo viajar, y mi esposo, en consecuencia, también debe amar viajar.”
“¿Vienes conmigo, nos vamos lejos?” al fin le dijo la Golondrina al Junco; pero el Junco sacudió su cabeza, estaba atado a su hogar.
“Has estado jugando conmigo,” lloró el ave. “Me voy a las pirámides. ¡Adiós!” y se fue volando.
Todo el día voló, y en la noche llegó a la ciudad. “¿Dónde será que me instalo?” dijo; “espero que el pueblo se haya preparado.”
Luego vio la estatua en la alta columna.
“Ahí voy a instalarme, a poner mi nido,” gritó; “qué fino lugar, con tanto aire fresco.” Así que anidó justo entre los pies del Príncipe Feliz.
“Tengo una habitación de oro,” se dijo suavemente a sí mismo mientras miró a su alrededor, y se preparó para dormir; pero justo cuando estaba poniendo su cabeza debajo de su ala, le cayó una gran gota de agua. “¡Qué cosa tan curiosa!” gritó; “no hay ni una sola nube en el cielo, las estrellas brillan con claridad, y aún así, está lloviendo. El clima en el norte de Europa realmente es mierda. A las Golondrinas antes nos gustaba la lluvia, pero era solamente nuestro egoísmo.”
Otra gota cayó.
“¿De qué sirve esta estatua si no puede cubrirme de la lluvia?” dijo; “tengo que buscar un buen lugar, como de chimenea,” y se dispuso a irse volando.
Pero antes de que abriera sus alas, una tercera gota cayó, y él miró hacia arriba y vio—¡Ah! ¿qué es lo que vio?
Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, y lágrimas corrían por sus mejillas doradas. Su cara era tan hermosa bajo la luz de la luna, que la pequeña Golondrina se llenó de lástima.
“¿Quién eres?” le dijo.
“Soy el Príncipe Feliz.”
“¿Entonces por qué estás llorando?” preguntó la Golondrina; “sí que me empapaste.”
“Cuando yo estaba vivo y tenía un corazón humano.” contestó la estatua, “no sabía lo que las lágrimas eran, ya que vivía en el Palacio de Sans-Souci, donde la tristeza no es bienvenida. Durante el día jugaba con mis compas en el jardín, y en la noche yo lideraba el baile del Gran Salón. Alrededor del jardín había una barda elevada, pero nunca me importó mucho preguntar qué había detrás de ella, todo acerca de mí era tan hermoso. Mis mensajeros me llamaban el Príncipe Feliz, y sí que era feliz, si el placer es la felicidad. Así que viví, y luego morí. Y ahora que estoy muerto me han colocado aquí tan alto que puedo ver toda la fealdad y toda la miseria de mi ciudad, y aunque mi corazón está hecho de plomo, no puedo elegir más que llorar.”
“¡Qué! ¿no es de oro sólido?” se dijo la Golondrina a sí mismo. Era demasiado cortés como para hacer algún comentario personal en voz alta.
“Muy, muy lejos,” la estatua continuó en una voz baja y musical, “muy lejos en una pequeña calle hay una pobre casa. Una de las ventanas está abierta, y por ahí puedo ver a una mujer sentada en una mesa. Su cara está flaca y desgastada, y tiene manos rojas y gruesas, todas picadas por la aguja, ya que ella es una costurera. Está bordando unas passifloras en una túnica de seda para que la más hermosa de todas las damas de honor de la Reina use en el siguiente gran baile. En una cama en la esquina del cuarto, su pequeño niño está acostado, enfermo. Tiene fiebre, y está pidiendo naranjas. Su madre no tiene nada que darle más que agua del río, así que él llora. Golondrina, Golondrina, pequeñita Golondrina, ¿no te lanzas a llevarle el rubí que adorna la empuñadura de mi espada? Mis pies están atados a este pedestal y no me puedo mover.”
“Es que me esperan en Egipto,” dijo la Golondrina. “Mis amigos Golondrinas están volando por todo el río Nilo, hablando con las enormes flores de loto. Pronto irán a dormir en la tumba del gran Rey. El Rey mismo está ahí, en su sarcófago pintado. Está envuelto con lino amarillo, y embalmado con especies. Alrededor de su cuello está una cadena de jade verde pálido, y sus manos son como hojas viejas.”
“Golondrina, Golondrina, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “¿no te quedas conmigo por una noche, y la haces de mensajero? El niño tiene tanta sed, y la madre está tan triste.”
“No creo que me gusten los niños,” dijo la Golondrina. “El verano pasado, cuando me estaba quedando por el río, había dos niños malos, los hijos del molinero, y siempre me estaban aventando piedras. Nunca me dieron claro; nosotros las Golondrinas volamos demasiado bien como para eso, y, aparte, yo vengo de una familia famosa por su agilidad; pero aún así, era una señal de falta de respeto.”
Pero el Príncipe Feliz se vio tan triste que la pequeña Golondrina se sintió mal. “Hace mucho frío aquí,” dijo; “pero me quedaré contigo por una noche, y seré tu mensajero.”
“Gracias, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe.
Así que la Golondrina tomó el gran rubí de la espada del Príncipe, y se fue volando con él en su pico por encima de los techos del pueblo.
Pasó por la torre de la catedral, donde los ángeles de mármol blanco habían sido esculpidos. Pasó por el palacio y escuchó el sonido de baile. Una hermosa jovencita salió al balcón con su amante. “Qué maravillosas son las estrellas,” le dijo él a ella, “¡y qué maravilloso es el poder del amor!”
“Espero que mi vestido esté listo a tiempo para el Baile Estatal,” ella contestó; “he pedido que le borden passifloras; pero las costureras son tan huevonas.”
Pasó por encima del río, y vio las linternas colgando de los mástiles del barco. Pasó por el Ghetto, y vio a los viejos Judíos negociando uno con el otro, y pesando dinero en balanzas de cobre. Al fin llegó a la pobre casa y miró hacia adentro. El niño se retorcía con fiebre en su cama, y la madre ya se había quedado dormida, estaba tan cansada. El ave brincó hacia adentro, y dejó el gran rubí en la mesa, al lado del dedal de la mujer. Luego voló suavemente alrededor de la cama, abanicando la frente del niño con sus alas. “Qué fresco me siento,” dijo el niño, “debo estar mejorando”; y se hundió en un delicioso sueño.
Luego la Golondrina voló de regreso al Príncipe Feliz, y le contó lo que había hecho. “Es curioso,” dijo, “pero ahora me siento calientito, aunque hace tanto frío.”
“Eso es porque acabas de hacer una buena acción,” dijo el Príncipe. Y la pequeña Golondrina comenzó a pensar, y luego se quedó dormido. Pensar siempre le causaba sueño.
Cuando el amanecer llegó, él bajó volando al río y se bañó. “Qué fenómeno tan destacable,” dijo el Profesor de Ornitología mientras pasaba por el puente. “¡Una Golondrina en invierno!” Y escribió una carta larga sobre eso para el periódico local. Todos lo parafraseaban, ya que estaba lleno de palabras que no podían entender.
“Esta noche me voy a Egipto,” dijo la Golondrina, con gran ánimo. Visitó todos los monumentos públicos, y se sentó por un buen rato en la cima del campanario de la iglesia. A donde sea que fuera, los Gorriones chillaban y se decían entre sí, “¡Qué extraño y distinguido sujeto!” Lo cual él lo disfrutaba mucho.
Cuando salió la luna, él voló de regreso al Príncipe Feliz. “¿Tienes algún encargo de Egipto?” le dijo; “apenas voy a arrancar.”
“Golondrina, Golondrina, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “¿no te quedas conmigo una noche más?”
“Es que me están esperando en Egipto,” contestó la Golondrina. “Mañana mis amigos van a volar a la Segunda Catarata. El caballo de río se asienta ahí entre los juncos, y en un gran trono de granito se sienta el Dios Memnón. Toda la noche él mira las estrellas, y cuando llega la estrella mañanera brillando, él grita una vez, con alegría, y luego se queda en silencio. Al mediodía, los leones amarillos bajan a la orilla del río a beber. Tienen ojos como piedras verdes de berilo, y su rugir es más fuerte que el rugir de la catarata.”
“Golondrina, Golondrina, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “lejos, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en un desván. Está recargado con un escritorio cubierto de papeles, y en una vasija a su lado hay un montón de violetas ya marchitas. Su cabello es un café fresco, y sus labios son tan rojos como una granada, y tiene unos grandes ojos soñadores. Está intentando terminar una obra para el Director del Teatro, pero tiene demasiado frío como para seguir escribiendo. No hay fuego en su parrilla, y el hambre lo ha hecho desmayarse.”
“Me quedaré contigo una noche más,” dijo la Golondrina, quien realmente tenía un buen corazón. “¿Será que le llevo otro rubí?”
“¡Lástima, ya no tengo otro rubí!” dijo el Príncipe; “mis ojos son todo lo que me queda. Están hechos de unos zafiros muy raros, traídos de India hace mil años. Arranca uno de ellos y llévaselo a él. Él lo venderá al joyero, y comprará comida y leña, y terminará su obra.”
“Mi queridísimo Príncipe,” dijo la Golondrina, “es que no puedo hacer eso”; y comenzó a llorar.
“Golondrina, Golondrina, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “haz lo que digo que hagas.”
Así que la Golondrina le arrancó un ojo al Príncipe, y se fue volando al desván del estudiante. Era fácil entrar, ya que había un hoyo en el techo. El joven tenía su cabeza enterrada en sus manos, así que no escuchó el papaloteo de las alas del pájaro, y cuando alzó la cabeza, encontró el hermoso zafiro recostado en las violetas marchitas.
“Estoy comenzando a sentirme apreciado,” chilló; “esto debe ser de un gran admirador. Ahora sí que puedo terminar mi obra,” y se vio tan feliz.
Al día siguiente, la Golondrina bajó volando al puerto. Se sentó en el mástil de un barco enorme y miró a los marineros jalando unos cofres masivos fuera la bodega usando cuerdas. “¡A-hoy!” todos gritaban cada vez que un cofre salía. “¡Me voy a Egipto!” gritó la Golondrina, pero a nadie le importó, y cuando la luna salió, él se fue volando de regreso al Príncipe Feliz.
“Vengo a decirte adiós,” él chilló.
“Golondrina, Golondrina, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “¿no te quedas conmigo una noche más?”
“Es invierno,” contestó la Golondrina, “y la helada nieve ya va a llegar. En Egipto, el sol es tan cálido sobre las verdes palmeras, y los cocodrilos se acuestan en el lodo y se ven todos huevones. Mis compañeros están construyendo un nido en el Templo de Baalbek, y las palomas rosas y blancas las miran y hacen coo. Querido Príncipe, debo dejarte, pero nunca te olvidaré, y la siguiente primavera vendré con dos hermosas joyas para reemplazar las que tú has dado. El rubí va a ser más rojo que una rosa, y el zafiro tan azul como el gran mar.”
“En la plaza, aquí abajo,” dijo el Príncipe feliz, “está parada una pequeña cerillera. Ha dejado caer sus cerillos en el desagüe, y se han echado a perder. Su padre la va a golpear si no trae de regreso dinero, y ella está llorando. No tiene ni zapatos ni medias, y su pequeña cabeza está desnuda. Arranca mi otro ojo, y dáselo, y su padre no la va a golpear.”
“Me quedo contigo una noche más,” dijo la Golondrina, “pero no puedo arrancarte el ojo. Quedarías bastante ciego.”
“Golondrina, Golondrina, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “haz lo que digo que hagas.”
Así que le arrancó el otro ojo al Príncipe, y bajó volando con él. Se paseó por la pequeña cerillera y le dejó la joya en la palma de su mano. “Qué bonito pedacito de vidrio,” dijo la pequeña; y se fue corriendo a casa, riendo.
Luego la Golondrina regresó al Príncipe. “Ahora estás ciego,” le dijo, “así que me voy a quedar contigo para siempre.”
“No, pequeñita Golondrina,” dijo el pobre Príncipe, “debes irte a Egipto.”
“Me voy a quedar contigo para siempre,” dijo la Golondrina, y se durmió en los pies del Príncipe.
Todo el día siguiente se sentó en el hombro del Príncipe, y le contó historias de lo que había visto en tierras extrañas. Le contó de los ibis rojos, que se paran en largas filas en las orillas del Nilo, y cachan peces de colores con sus picos; de la Esfinge, que es tan vieja como el mismísimo mundo, y vive en el desierto, y lo sabe todo; de los comerciantes, que caminan lento al lado de sus camellos, y llevan canicas de ámbar en sus manos; del Rey de las Montañas de la Luna, quien es tan negro como el ébano, y adora un enorme cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera, y tiene a veinte sacerdotes dándole de comer pasteles de miel; y de los pigmeos que navegan sobre un gran lago abordo de enormes hojas planas, y siempre están en guerra con las mariposas.
“Mi querida pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “me cuentas de cosas maravillosas, pero más maravilloso que cualquier cosa es el sufrimiento de hombres y mujeres. No hay Misterio tan grande como la Miseria. Vuela sobre mi ciudad, pequeñita Golondrina, y dime qué es lo que ves ahí.”
Así que la Golondrina voló sobre la gran ciudad, y vio a los ricos llenos de felicidad en sus bellas casas, mientras los mendigos se sentaban por las rejas. Voló por las vías oscuras, y vio las caras pálidas de los niños hambrientos mirando sin energía las calles negras. Bajo el arco de un puente, dos pequeños estaban agarrados en los brazos del otro, intentando mantenerse calientes. “¡Qué hambre tenemos!” dijeron. “Sáquense de aquí,” les gritó el Vigilante, y se fueron a la lluvia.
Luego voló de regreso al Príncipe y le contó lo que había visto.
“Estoy cubierto de oro fino,” dijo el Príncipe, “debes quitarmelo, hoja por hoja, y dárselo a mis pobres; los vivos siempre piensan que el oro los puede hacer felices.”
Hoja tras hoja del oro fino, la Golondrina quitó, hasta que el Príncipe Feliz se veía muy sombrío y gris. Hoja tras hoja del oro fino, el ave le llevó a los pobres, y las caras de los niños tomaron color, y se rieron y jugaron en la calle. “¡Ya tenemos pan!” lloraron.
Luego vino la nieve, y después de la nieve una helada. Las calles parecían hechas de plata, brillaban tanto; carámbanos largos como dagas de cristal colgaban de las esquinas de los techos, todos salían usando abrigos de piel, y los pequeños niños usaban sombreritos escarlata y patinaban sobre el hielo.
La pobre, pequeña Golondrina tenía más y más frío, pero no iba a dejar al Príncipe, ya que lo amaba demasiado. Recogió migajas afuera de la puerta del panadero cuando el panadero no estaba mirando, y trataba de mantenerse caliente aleteando sus alas.
Pero finalmente, él sabía que iba a morir. Apenas tuvo suficiente fuerza para volar al hombro del Príncipe una vez más. “¡Adiós, mi querido Príncipe!” murmuró, “¿me dejas besar tu mano?”
“Estoy feliz de que al fin vas a Egipto, pequeñita Golondrina,” dijo el Príncipe, “te has quedado aquí demasiado tiempo; pero me debes besar en los labios, porque te amo.”
“No es a Egipto a donde voy,” dijo la Golondrina. “Voy a la Casa de la Muerte. La Muerte es el hermano del Sueño, ¿o no es así?”
Y besó al Príncipe Feliz en los labios, luego cayó muerto a sus pies.
Y en ese momento, dentro de la estatua sonó un crack curioso, como si algo se hubiera roto. El hecho es que el corazón de plomo se había quebrado en dos pedazos. De verdad que era una helada terriblemente dura.
La mañana siguiente, temprano, el Alcalde estaba caminando por la plaza de abajo acompañado de los Cancilleres del pueblos. Mientras pasaba por la columna, miró hacia arriba, hacia la estatua: “¡Por Dios! ¡Qué chafa se ve el Príncipe Feliz!” dijo.
“¡Sí, qué chafa!” chillaron los Cancilleres del pueblo, quienes siempre estaban de acuerdo con el Alcalde; y subieron a verlo bien.
“El rubí se ha caído de su espada, sus ojos ya no están, y ya no es de oro,” dijo el Alcalde, “¡apenas y se ve mejor que un mendigo!”
“Apenitas mejor que un mendigo,” dijeron los Cancilleres del pueblo,
“¡Y hasta hay un pájaro muerto a sus pies!” continuó el Alcalde. “De verdad que necesitamos emitir una proclamación que diga que ningún pájaro tiene permiso para morir aquí.” Y el Secretario del ayuntamiento tomó nota de la sugerencia.
Así que tiraron la estatua del Príncipe Feliz. “Como ya no es hermoso, ya no tiene uso,” dijo el Profesor de Arte de la Universidad.
Luego derritieron la estatua en una fundidora, y el Alcalde organizó una reunión de la Corporación para decidir qué se haría con el metal. “Debemos tener otra estatua, por supuesto,” dijo, “y debe ser una estatua de mí mismo.”
“De mí mismo,” dijo cada uno de los Cancilleres del pueblo, y se pelearon. La última vez que escuché de ellos, todavía se estaban peleando.
“¡Qué cosa tan extraña!” dijo el capataz de los trabajadores en la fundidora. “Este corazón roto de plomo no se derrite en la fundidora. Debemos tirarlo.” Así que lo tiraron en un montón de polvo donde también estaba la Golondrina muerta.
“Tráiganme las dos cosas más preciosas en la ciudad,” le dijo Dios a uno de Sus Ángeles; y el Ángel Le trajo el corazón de plomo y el pájaro muerto.
“Has escogido bien,” dijo Dios, “ya que en el jardín del Paraíso, este pequeño pájaro cantará para siempre, y en mi ciudad de oro, el Príncipe Feliz me alabará.”
“The Happy Prince”—extraído del ebook The Happy Prince and Other Tales, publicado originalmente en 1888, y el 6 de mayo de 1997 en el Proyecto Gutenberg.
Tal vez era la mitad de enero de este año cuando miré por primera vez hacia arriba y vi la marca en la pared. Para poder obtener una cita es necesario recordar lo que una ha visto. Así que ahora pienso en el fuego; en la estable capa de luz amarilla que pega en la página de mi libro; las tres flores de crisantemo en el plato redondo de vidrio en el mantel. Sí, ha de haber sido invierno, y nos acabábamos de terminar nuestro té, porque recuerdo que yo estaba fumando un cigarro cuando miré hacia arriba y vi la marca en la pared por primera vez. Vi a través del humo de mi cigarro y mi ojo se sostuvo en las brasas ardiendo, y esa vieja fantasía sobre la bandera rojo oscuro papaloteando desde la torre del castillo me vino a la mente, y pensé en la cabalgada de caballeros rojos marchando por un lado de la roca negra. Más que nada para mi alivio, ver la marca en la pared interrumpió esa fantasía, ya que es una vieja fantasía, una fantasía automática, tal vez hecha cuando yo era una niña. La marca era una marca pequeña y redonda, negra en la pared blanca, como 15 o 18 centímetros arriba del mantel.
Qué preparados están nuestros pensamientos para crear un hormiguero alrededor de un nuevo objeto, levantándolo un poquito, como las hormigas cargan un pedacito de paja con tanto afán, y luego lo dejan… Si esa marca fue hecha por un clavo, no pudo haber sido para una foto, tuvo que haber sido para una pintura en miniatura—una miniatura de una dama con rizos blancos empolvados, con mejillas empolvadas, y labios como claveles rojos. Un fraude, por supuesto, ya que la gente que ha tenido esta casa antes que nosotros hubieran escogido pinturas de esa manera—una pintura vieja para un cuarto viejo. Ese es el tipo de gente que era—gente muy interesante, y yo pienso en ellos tan seguido, en lugares tan extraños, porque una nunca los verá de nuevo, jamás, una nunca sabrá qué es lo que sucedió después. Ellos querían dejar esta casa porque ellos querían cambiar su estilo de muebles, o eso dijo él, y él estaba en el proceso de decir que en su opinión el arte debería tener ideas detrás de él, cuando fuimos desgarradas en pedazos, como una es desgarrada en pedazos lejos de la vieja a punto de servir el té, y del joven a punto de pegarle a la pelota de tenis en el jardín trasero de una hacienda en los suburbios mientras una pasa rápido en el tren.
Pero en cuanto a esa marca, no estoy segura de ello; al fin de cuentas no creo que haya sido hecha por un clavo; es demasiado grande, demasiado redonda, para eso. Tal vez me levante, pero si me levanto y la miro, apuesto a que no sabré qué decir con certidumbre; porque ya que algo está hecho, nadie nunca sabe cómo sucedió. ¡Ay! mi queridísima yo misma, el misterio de la vida; ¡la inexactitud del pensamiento! ¡La ignorancia de la humanidad! Para mostrar qué tan poquito control de nuestras posesiones tenemos—qué tan accidental es este asunto de vivir después de toda nuestra civilización—déjenme contar unas cuantas cosas que he perdido en una vida, comenzando, ya que esa siempre parece la más misteriosa de todas las pérdidas—¿y qué gato, qué ratón mordisquearía—tres frascos azul pálido de herramientas para encuadernar libros? Luego estaban las jaulas de pájaro, los aros de hierro, los patines de fierro, la cubeta para carbón de la Reina Anne, el tablero de Bagatelle, el órgano portátil—todos desaparecidos, y joyas también. Los ópalos y las esmeraldas, mienten sobre las raíces de los nabos. ¡Qué asunto tan cortante es el estar segura! La maravilla es que tengo algo de ropa cubriendo mi espalda, que me siento rodeada de muebles sólidos en este mismo momento. Porque, si una quiere comparar la vida con lo que sea, una debe sentirlo como si fuera lanzada por un tubo a cien por hora—¡aterrizando en el otro lado sin un solo broche en el cabello! ¡Disparada a los pies de Dios completamente desnuda! ¡Tambaleándose pies sobre cabeza por los valles de asfódelo como paquetes de papel café pasando por un tiro de la oficina postal! Con el cabello de una volando detrás como cola de caballo de carreras. Sí, eso parece expresar la rapidez de la vida, el perpetuo desperdicio y la reparación; todo tan casual, todo tan al azar…
Pero después de la vida. El jalón lento en los tallos verdes que da paso a la copa de la flor, mientras se voltea, diluvia a una con luz púrpura y roja. Porque, después de todo, ¿no debería una nacer ahí de la misma manera en la que una nace aquí, indefensa, sin palabras, sin la habilidad de enfocar la vista, agarrándose de las raíces del césped, en los dedos de los pies de los Gigantes? Y para decir cuáles son árboles, y cuáles son hombres y mujeres, o si hay tales cosas, ella no estará en condición de hacer algo por cincuenta años, o por ahí. No habrá nada más que espacios de luz y oscuridad, intersectados por tallos gruesos, y, tal vez más arriba, manchas en forma de rosas de colores indistintos—rosas oscuros y azules—las cuales, conforme pasa el tiempo, van a obtener una forma más definitiva, van a volverse—no sé qué…
Y aún así esa marca en la pared no es un hoyo, después de todo. Hasta puede haber sido causada por una sustancia negra y redonda, como un pequeño pétalo de rosa que haya sido olvidado por el verano, y yo, no siendo un ama de casa muy vigilante—mira todo el polvo en el mantel, por ejemplo, el polvo que, como dicen, enterró a la ciudad de Troya tres veces, solo fragmentos de vasijas se rehúsan absolutamente a la aniquilación, hasta donde una puede creer.
El árbol de afuera de la ventana golpea muy suavemente el vidrio… Quiero pensar en silencio, con calma, con espacio, sin ser interrumpida nunca, sin tener que levantarme de mi silla nunca, quiero deslizarme con facilidad de una cosa a otra, sin sentido de hostilidad alguna, sin obstáculo. Quiero sumergirme más y más hondo, lejos de la superficie, con sus duros y separados hechos. Quiero estabilizarme, déjenme agarrar la onda de la primera idea que pase… Shakespeare… Bueno, él es tan bueno como algún otro. Un hombre que se sentó sólidamente en un sillón, y miró dentro del fuego, así que—una lluvia de ideas cayó perpetuamente desde un Cielo muy lejos en las alturas a través de su mente. Él recargó su frente en su mano, y la gente, mirando a través de la puerta abierta—ya que se supone que esta escena toma lugar en la noche de un verano—pero qué aburrido es esto, ¡la ficción histórica! No me interesa para nada. Cómo quisiera poder encontrarme con una pista de pensamiento agradable, una pista que refleje indirectamente algún crédito a mi misma, ya que esos son los pensamientos más agradables, y muy frecuentes hasta en la mente de gente modesta y del color de ratones, gente que genuinamente cree que no le gusta oír sus propias alabanzas a sí mismas. Esos no son pensamientos directamente alabando a una misma; esa es su belleza; son pensamientos como este:
“Y luego entré al cuarto. Estaban discutiendo botánica. Yo les dije cómo había visto una flor creciendo en un montoncito de polvo en el sitio de una casa vieja en Kingsway. La semilla, les dije, debió haber sido sembrada en el reino de Carlos I. ¿Qué flores crecieron en el reino de Carlos I?” yo pregunté—(pero no recuerdo la respuesta). Flores altas con borlas púrpuras, tal vez. Y así sigue. Todo el tiempo estoy vistiendo la figura de mí misma en mi propia mente, con amor, a escondidas, no adorándola abiertamente, porque si hiciera eso, me debería lanzar afuera, y estirar mi mano al instante por un libro como autoprotección. Así es, es curioso lo instintivamente que una protege la imagen de una misma de la idolatría, o de cualquier otro manejo que pudiera hacer esa imagen de una misma ridícula, o demasiado diferente a la original como para que alguien siga creyendo en ella. ¿O no es curioso para nada? Es un asunto de gran importancia. Supón que el espejo se destroza, la imagen desaparece, y la figura romántica con la profundidad del verde bosque ya no está ahí, solo queda ese caparazón de persona que es visto por otras personas—¡el mundo se vuelve tan superficial, calvo, prominente, sin aire! Un mundo en el que no se debería vivir. Mientras nos miramos la una a la otra en omnibuses y en el metro, estamos viendo al espejo; esa es la razón detrás de la vaguedad, del reflejo del lagrimeo en nuestros ojos. Y los novelistas en el futuro van a darse más y más cuenta de la importancia de estas reflexiones, porque por supuesto que no hay una reflexión, sino hay un número casi infinito; aquellas son las profundidades que van a explorar, esos los fantasmas que van a perseguir, dejando la descripción de la realidad más y más fuera de sus historias, dando por sentado un conocimiento de ella, como le hicieron los griegos y tal vez Shakespeare—pero estas generalizaciones no valen nada. El sonido militar de la palabra es suficiente. Recuerda los artículos principales, los ministros de gabinete—toda una clase de cosas, cómo no, que como niña una pensaba en esa mismísima cosa, la cosa estándar, la cosa real, de la cual una no puede irse más que con el riesgo de una condena sin nombre. Las generalizaciones traen de vuelta, de alguna manera, los domingos en Londres, las caminatas domingueras, las comidas domingueras, y también las maneras en las que se habla de los muertos, de la ropa, de hábitos—como el hábito de sentarse todas juntas en un cuarto hasta cierta hora, aunque a nadie le guste. Había una regla para todo. La regla para los manteles en ese periodo de tiempo en particular, era que tenían que estar hechos de tapiz con pequeños cuadritos amarillos marcados en ellos, como podrás ver en las fotos de las alfombras en los corredores de los palacios reales. Manteles de otro tipo no eran manteles de verdad. Qué impactante, y aún así qué maravilloso, fue descubrir que estas cosas reales, las comidas domingueras, los paseos domingueros, las casas de campo, y los manteles, no eran completamente reales, que eran, por supuesto, mitad fantasma, y la condena que visitaba a quien no creyera en esas cosas era únicamente un sentido de libertad ilegítima. ¿Qué tomará ahora el lugar de esas cosas, me pregunto, de esas cosas estándar, cosas reales? Los hombres, tal vez, si tú eres una mujer; el punto de vista masculino que gobierna nuestras vidas, que decide el estándar, que establece la Tabla de Precedencia de Whitaker, la cual se ha vuelto, yo supongo, desde la guerra, mitad fantasma para muchos hombres y mujeres, quienes pronto, una puede esperar, van a ser burlados hasta unirse al polvo en el basurero donde van los fantasmas, los aparadores de caoba y las impresiones de pinturas de Landseer, Dioses y Demonios, el Infierno y así, dejándonos atrás a todas con un sentido intoxicante de libertad ilegítima—si es que la libertad existe…
Bajo algunas luces, esa marca en la pared de hecho parece proyectarse desde la pared. Ni parece completamente circular. No puedo estar segura, pero parece crear una sombra perceptible, sugiriendo que si corriera mi dedo por ese pedazo de pared, la marca, en algún punto, ascendería como por un pequeño túmulo, un túmulo suave como uno de esos montecitos en el sur de Downs, los cuales son, dicen, o tumbas o campo. De esos dos yo preferiría que fueran tumbas, deseando la melancolía, como la mayoría de los ingleses, y encontrando natural el pensar sobre los huesos extendidos debajo del césped, al final de una caminata… Debe haber algún libro sobre eso. Algún anticuario debe haber excavado esos huesos y les debe haber dado nombre… ¿Qué tipo de hombre es un anticuario, me pregunto? Coroneles retirados, en su mayoría, me atrevería a decir, liderando grupos de viejos trabajadores hasta la cima, aquí, examinando terrones de tierra y piedra, y comenzando correspondencia con el clero vecino, el cual, siendo abierto a la hora del desayuno, les da un sentimiento de importancia, y para la comparación de puntas de flecha se necesitan viajes a través del país visitando los pueblitos, una necesidad agradable para ellos y para sus viejas esposas, quienes desean hacer jalea de ciruela o limpiar el estudio, y tienen toda razón para mantener esa gran pregunta del campo o tumba perpetuamente suspendida, mientras el coronel mismo se siente agradablemente filosófico al acumular evidencia para ambos lados de la pregunta. Es verdad que al final se inclina en creer que es campo; y, siendo opuesto, hace que otro haga el panfleto que está a punto de leer en la reunión trimestral de la sociedad local, cuando un infarto lo recuesta, y sus últimos pensamientos conscientes no son de esposa o de hijo, sino del campo y de la flecha ahí, la cual ahora está en una vitrina en el museo local, junto con el pie de una asesina china, un manojo de clavos isabelinos, una gran cantidad de pipas de arcilla de tudor, un pedazo de cerámica romana, y la copa de vino de la cual Nelson bebía—comprobando que yo realmente no sé qué.
No, no, nada es comprobado, nada es conocido. Y si yo fuera a levantarme en este mismo momento y asegurarme de que la marca en la pared realmente es—¿qué se puede decir?—la cabeza de un viejo y enorme clavo, martillado hace doscientos años, la cual ahora tiene, gracias al paciente desgaste de muchas generaciones de sirvientas, su cabeza asomada por encima de la capa de pintura, y apenas está mirando por primera vez la vida moderna de un cuarto de pared blanca e iluminado por el fuego de la chimenea, ¿qué debería ganar ahora?—¿Conocimiento? ¿Temas para más especulación? Puedo pensar sentada tan bien como puedo pensar parada. ¿Y qué es el conocimiento? ¿Qué son nuestros hombres más ilustres sino descendientes de brujas y ermitaños que se agachaban en cuevas y en bosques, cocinando hierbas, interrogando ratoncitos y escribiendo el lenguaje de las estrellas? Y entre menos los honremos mientras nuestras supersticiones disminuyen y nuestro respeto por la belleza y la salud de la mente incrementa… Sí, una puede imaginar un mundo muy agradable. Un mundo silencioso y espacioso, con las flores tan rojas y azules en los campos abiertos. Un mundo sin profesores o especialistas o sirvientas con perfiles de policía, un mundo en el que una se pudiera cortar con su pensamiento de la misma manera en la que un pez corta el agua con su aleta, mordisqueando los tallos de los lirios de agua, flotando, suspendido por encima de nidos de huevos blancos de mar… Qué paz la que hay aquí abajo, con las raíces en el centro del mundo y mirando hacia arriba a través de aguas grises, con sus espontáneos destellos de luz, y sus reflexiones—si no fuera por el Almanaque de Whitaker—¡si no fuera por la Tabla de Precedencia!
Debo saltar a ver por mí misma lo que esa marca en la pared es en realidad—¿un clavo, una hoja de rosa, una grieta en la madera?
Aquí está la naturaleza de nuevo jugando su viejo juego de autoconservación. Este tren de pensamiento, ella percibe, amenaza a ser una pérdida total de energía, hasta alguna colisión con la realidad, ya que, ¿quién va a ser capaz de levantar un dedo en contra de la Tabla de Precedencia de Whitaker? Al Arzobispo de Canterbury le sigue el Lord Canciller; al Lord Canciller le sigue el Arzobispo de York. Todos le siguen a alguien, esa es la filosofía de Whitaker; y la gran cosa es saber quién le sigue a quién. Whitaker sabe, y tú deja que eso, la Naturaleza aconseja, te sirva de consuelo, en lugar de enfurecerte; y si no puedes encontrar consuelo, si debes romper esta hora de paz, piensa en esa marca en la pared.
Yo entiendo el juego de la Naturaleza—me incita a tomar acción para terminar cualquier pensamiento que amenace excitar o causar dolor. Así que, yo supongo, de ahí viene nuestro ligero resentimiento hacia los hombres de acción—hombres, asumimos, que no piensan. Aún así, no hay daño en detener por completo los pensamientos desagradables viendo la marca en la pared.
Así es, ahora que ya fijé mis ojos en ella, siento que ya conseguí una tabla para flotar en el mar; siento un sentido satisfactorio de realidad que al instante manda a los dos Arzobispos y al Lord Canciller a la sombra de sombras. Aquí hay algo definitivo, algo real. Así que, despertando de un sueño de horror de medianoche, una enciende la luz sin ganas y se queda quieta, adorando el clóset con cajones, adorando la solidez, adorando la realidad, adorando al mundo impersonal que es prueba de una existencia diferente a la nuestra. Eso es de lo que una quiere estar segura… La madera es algo agradable en lo que pensar. Viene de un árbol; y los árboles crecen, y no sabemos cómo crecen. Por años y años crecen, sin ponernos atención a nosotras, en los valles, en los bosques, y por los lados de los ríos—todas las cosas en las que una le agrada pensar. Las vacas mueven sus colas debajo de ellas en tardes acaloradas; ríos pintan tan verdes que cuando una polla de agua se sumerge, una espera ver sus plumas todas verdes cuando sale de nuevo. Me gusta pensar en los peces balanceados en contra de la corriente como banderas ondeando; y en los escarabajos de agua lentamente alzando domos de lodo en la cama del río. Me gusta pensar en el árbol mismo: primero la sensación cercana y seca de ser madera; luego el soportar la tormenta; luego el lento y delicioso deslice de savia. Me gusta pensar en él, también, en las noches de invierno, parado en el campo vacío con todas las hojas cerradas, nada suave expuesto a las balas de hierro de la luna, un mástil desnudo en una tierra que va tambaleándose, tambaleándose, toda la noche. La canción de los pájaros debe sonar muy fuerte y extraña en junio; y qué frío han de sentir los pies de los insectos sobre él, mientras crean su laborioso progreso por las grietas de la corteza, o mientras toman el sol sobre el delgado verde de las hojas, y miran directamente enfrente de ellas con ojos cortados como diamantes rojos… Una por una las fibras se rompen bajo la inmensa presión fría de la tierra, y luego la última tormenta llega y, cayendo, las ramas más altas se clavan a la tierra de nuevo. Aún así, la vida no termina con nada; hay millones de vidas pacientes y observadoras, aún, buscando un árbol, por todo el mundo, en habitaciones, en barcos, en el pavimento, en salas, donde hombres y mujeres se sientan después del té, fumando cigarros. Está lleno de pensamientos pacíficos, pensamientos felices, este árbol. Me debería gustar cada uno por separado—pero algo se está interponiendo… ¿Dónde estaba? ¿De qué se ha tratado todo? ¿Sobre un árbol? ¿Un río? ¿El sur? ¿El Almanaque de Whitaker? ¿Los campos de asfódelo? No puedo recordar ni una cosa. Todo se mueve, se cae, se resbala, desaparece… Hay una convulsión de temas inmensa. Alguien está parada por encima de mí y diciendo—
“Voy a salir a comprar el periódico.”
“¿Sí?”
“Aunque ya me vale comprar el periódico… Nada pasa, nunca. Maldita sea esta guerra. ¡Pinche guerra!… De cualquier manera, no sé por qué deberíamos tener un caracol en nuestra pared.”
¡Ah, la marca en la pared! Era un caracol.
“The Mark on the Wall”—extraído del ebook Monday or Tuesday, publicado originalmente en 1921 y el 25 de junio del 2009 en el Proyecto Gutenberg.
No había prisiones, ni barrios bajos, ni asilos mentales, ni inválidos, ni pobreza, ni guerras.
Todas las enfermedades fueron conquistadas. También la vejez.
La muerte, a excepción de los accidentes, era una aventura para voluntarios.
La población de los Estados Unidos estaba estabilizada en cuarenta millones de almas.
Una mañana brillante en el Hospital Acosta-dos de Chicago, un hombre llamado Edward K. Wehling, Jr., esperó a su esposa a dar a luz. Era el único hombre esperando. Ya no mucha gente nacía en cualquier día.
Wehling tenía cincuenta y seis, un chavito en una población cuya edad promedio era ciento veintinueve años.
Los rayos X habían revelado que su esposa iba a tener trillizos. Los niños serían sus primeros.
El joven Wehling estaba hundido en su silla, su cabeza en su mano. Estaba tan arrugado, tan quieto y sin color que casi casi era invisible. Su camuflaje era perfecto, ya que la sala de espera también tenía un aire de desorden y de desánimo. Las sillas y los ceniceros habían sido alejados de las paredes. El piso estaba pavimentado con trapos salpicados.
El cuarto estaba siendo redecorado. Estaba siendo redecorado como un memorial a un hombre que se había ofrecido como voluntario para morir.
Un hombre viejo y sardónico, de como doscientos años, se sentó en una escalerilla, pintando un mural que no le gustaba. Antes, cuando la gente envejecía notablemente, cualquiera diría que tenía treinta y cinco, o por ahí. La vejez lo había tocado solo eso cuando encontraron la cura para la vejez.
El mural en el que él trabajaba mostraba un jardín muy nítido. Hombres y mujeres de blanco, doctoras y enfermeros, levantaban la tierra, plantaban semillas, quitaban insectos, echaban fertilizante.
Hombres y mujeres en uniformes morados quitaban hierbas, cortaban plantas que estaban viejas y enfermas, rastrillaban hojas, llevaban la basura a los quemadores.
Nunca, nunca, nunca—ni siquiera en la Holanda medieval ni en el viejo Japón—se había visto un jardín más formal, mejor cuidado. Cada planta tenía todo el abono, la luz, el agua y la nutrición que podría usar.
Un enfermero miró el mural y al muralista. “Se ve tan real,” dijo. “Prácticamente puedo imaginar que estoy parado en medio de él.”
“¿Qué te hace pensar que no estás en él?” dijo el pintor. Le dio una sonrisa satírica. “Se llama ‘El Jardín Feliz de Vida,’ ya sabes.”
“Qué bien por el Dr. Hitz,” dijo el enfermero.
Él se refería a una de esas figuras de blanco, cuya cabeza era el retrato del Dr. Benjamín Hitz, el obstetra general del hospital. Hitz era un hombre cegadoramente guapo.
“Muchas caras aún por rellenar,” dijo el enfermero. Él se refería a que muchas de las figuras del mural aún estaban en blanco. Todos los espacios en blanco iban a ser rellenados con los retratos de mucha gente importante o del personal del hospital o de la oficina de Chicago del Buró Federal de Terminación.
“Ha de ser bonito ser capaz de crear imágenes que parezcan algo,” dijo el enfermero.
La cara del pintor se retorció con odio. “¿Crees que estoy orgulloso de esta mancha?” dijo. “¿Crees que esta es mi idea de cómo es la vida en realidad?”
“¿Y cuál es su idea de cómo es la vida?” dijo el enfermero.
El pintor indicó un trapo asqueroso. “Ahí hay una buena imagen de ella,” dijo él. “Enmarca eso, y tendrás una imagen una pinche vista mucho más honesta que esta.”
“Como que es usted un pato viejo y aguitado, ¿no?” dijo el enfermero.
“¿Es un crimen serlo?” dijo el pintor.
El enfermero levantó los hombros. “Si no le gusta aquí, Abuelo—” dijo, y terminó el pensamiento con el número telefónico que la gente que no quiere seguir viviendo suponían llamar. El cero en el número telefónico se pronunciaba como un “no.”
El número era: “C R O 0 C R.”
Era el número telefónico de una institución cuyos apodos fantásticos incluían: “El Automático,” “La Tierra de los Pájaros,” “La Fábrica de Latas,” “La Caja del Gato,” “El Des-Ruidoso,” “El Facilito,” “El A-Dios, Madre,” “El Hooligan Feliz,” “El Bésame-Rápido,” “El Suertudo Pierre,” “El Fondote,” “El Licuado de Advertencia,” “El Ya-No-Llores,” y “El NTP.”
“Ser o no ser” era el número telefónico de las cámaras de gas municipales del Buró Federal de Terminación.
El pintor hizo un gesto de me vale al enfermero. “Cuando yo decida que es hora,” dijo, “no será en El Fondote.”
“Con que eres un hazlo-tú-mismo, ¿eh?” dijo el enfermero. “Es un trabajo sucio, Abuelo. ¿Por qué no le tiene un poco de consideración a las personas que tienen que limpiar detrás de usted?”
El pintor expresó con una obscenidad su falta de preocupación por las tribulaciones de sus sobrevivientes. “El mundo podría usar mucho más desmadre, si me preguntas a mí,” dijo.
El enfermero se rió y siguió.
Wehling, el padre que esperaba, murmuró algo sin levantar la cabeza. Y luego guardó silencio de nuevo.
Una mujer tosca y formidable entró a la sala de espera usando tacones de aguja. Sus zapatos, medias, gabardina, bolsa, y gorra de ultramar eran todas moradas, el morado que el pintor llamaba “el color de las uvas en el Día del Juicio.”
El medallón en su bolsa morada de gaita era el sello de la División de Servicio del Buró Federal de Terminación, un águila sentada en un torniquete.
La mujer tenía mucho vello facial—un claro bigote, de hecho. Algo curioso sobre las anfitrionas de las cámaras de gas era que, sin importar qué tan hermosas y femeninas eran cuando eran reclutadas, todas traían bigote a los cinco años, o menos.
“¿Aquí es a dónde se supone que voy?” le dijo ella al pintor.
“Mucho dependería de qué vienes a hacer,” dijo él. “No vas a tener un bebé ahora mismo, ¿o sí?”
“Me dijeron que supongo posar para una pintura,” dijo ella. “Mi nombre es Leora Duncan.” Ella esperó.
“¿A qué hora, Duncan?” dijo él.
“¿Qué?” dijo ella.
“Olvídalo,” dijo él.
“Qué bonita pintura,” dijo ella. “Se ve igualito al cielo o algo.”
“O algo,” dijo el pintor. Tomó una lista de nombres del bolsillo de su bata. “Duncan, Duncan, Duncan,” dijo, escaneando la lista. “Sí—aquí está. Tiene el derecho a ser inmortalizada. ¿Ve algún cuerpo sin cara en el que le gustaría que yo cuelgue su cabeza? Todavía nos quedan varias opciones.”
Ella estudió el mural sin ánimo. “Chale,” dijo ella, “todas son lo mismo para mí. No sé nada sobre arte.”
“Un cuerpo es un cuerpo, ¿eh?” dijo él. “Bueno, bueno. Como maestro de las artes finas, le recomiendo este cuerpo de aquí.” Le indicó una figura sin cara de una mujer cargando tallos secos a un quemador de basura.
“Pues,” dijo Leora Duncan, “como que eso es más para el personal de disposición, ¿no? O sea, yo estoy en servicio. No hago nada de disposición.”
El pintor aplaudió con alegría sarcástica. “Dice que no sabe nada sobre el arte, y luego, en su siguiente aliento, ¡comprueba que sabe más sobre él que yo! ¡Claro que la cargadora de tallos secos está mal para una anfitriona! Una cortadora, una podadora—esas son más su rol.” Le indicó una figura de morado que estaba serruchando una rama muerta de un árbol de manzanas. “¿Qué tal ella?” dijo él. “¿No le gusta ella ni un poquito?”
“Uy—” dijo ella, y se sonrojó y se volvió humilde—“eso—eso me pone justo al lado del Dr. Hitz.”
“¿Y eso le molesta?” dijo él.
“¡Por todos los cielos, no!” dijo ella. “Es solo que—solo que es tan grande el honor.”
“Ah, usted… usted lo admira, ¿eh?” dijo él.
“¿Quién no lo admira?” dijo ella, adorando el retrato de Hitz. Era el retrato de un omnipotente Zeus, bronceado y de cabello blanco, de doscientos cuarenta años de edad. “¿Quién no lo admira?” dijo ella de nuevo. “Él fue el responsable de establecer la primerísima cámara de gas en Chicago.”
“Nada me daría más placer,” dijo el pintor, “que ponerla a su lado por el resto del tiempo. Serruchando el brazo de—¿sí se te hace algo apropiado?”
“Pues es más o menos lo que hago,” dijo ella. Le daba tristeza lo que ella hacía. Lo que ella hacía era darle a las personas comodidad mientras las mata.
Y, mientras Leora Duncan posaba para su retrato, entra a la sala de espera el mismísimo Dr. Hitz. Él medía más de dos metros, y resonaba con importancia, logros, y la alegría de vivir.
“¡Bueno, señorita Duncan! ¡Señorita Duncan!” dijo, e hizo un chiste. “¿Qué hace usted aquí?” dijo él. “Aquí no es donde la gente se va. ¡Aquí es donde llegan!”
“Vamos a estar en la misma pintura, juntos,” dijo ella con timidez.
“¡Qué bien!” dijo el Dr. Hitz con sinceridad. “Y qué pintura tan chida, ¿no?”
“Y seguro que es todo un honor salir en ella con usted,” dijo ella.
“Déjeme decirle,” dijo él, “que el honor de salir en ella con usted es mío. Sin mujeres como usted, este maravilloso mundo que tenemos no sería posible.”
La saludó y siguió hacia la puerta que daba a las salas de parto. “Adivine qué acaba de nacer,” dijo él.
“No puedo,” dijo ella.
“¡Trillizos!” dijo él.
“¡Trillizos!” dijo ella. Su exclamación era por las implicaciones legales de trillizos.
La ley decía que ningún recién nacido podía sobrevivir a menos que los padres del nacido encontraran a alguien que sirviera de voluntario para morir. Unos trillizos, si es que todos han de vivir, requieren tres voluntarios.
“¿Y los padres tienen tres voluntarios?” dijo Leora Duncan.
“Lo último que escuché,” dijo el Dr. Hitz, “es que tenían a uno, y estaban intentando conseguir a otros dos.”
“No creo que la hayan hecho,” dijo ella. “Nadie ha hecho tres citas con nosotros. Nada más que solteros el día de hoy, a menos que alguien haya llamado después de que me fui. ¿Cuál es el nombre?”
“Wehling,” dijo el padre que esperaba, sentándose derecho, con los ojos rojos y hecho un desastre. “Edward K. Wehling, Jr., es el nombre del feliz padre-a-ser.”
Alzó su mano derecha, miró hacia un lugar en la pared, y se rió con una risa brusca y malvada. “Presente,” dijo.
“Ay, Sr. Wehling,” dijo el Dr. Hitz, “no lo vi.”
“El hombre invisible,” dijo Wehling.
“Me acaban de llamar para decirme que sus trillizos han nacido,” dijo el Dr. Hitz. “Todos están bien, y la madre también. Voy a verlos ahorita mismo.”
“Woohoo,” dijo Wehling vacíamente.
“No suena muy feliz,” dijo el Dr. Hitz.
“¿Qué hombre en mis zapatos no estaría feliz?” dijo Wehling. Con sus manos hizo gestos para simbolizar simplicidad valemadrista. “Todo lo que tengo que hacer es escoger cuál de los trillizos va a vivir, y luego llevar a mi abuelo materno al Hooligan Feliz, y regresar aquí con un recibo.»
El Dr. Hitz se volvió algo rudo con Wehling, imponiéndose sobre él. “¿Usted no cree en el control de la población, Sr. Wehling?” dijo.
“Creo que es perfectamente entusiasta,” dijo Wehling, tenso.
“¿Le gustaría regresar a los viejos tiempos, cuando la población del planeta era veinte billones—a punto de convertirse en cuarenta billones, luego ochenta billones, luego ciento sesenta y seis billones? ¿Sabe usted lo que es una drupa, Sr. Wehling?” dijo Hitz.
“Nop,” dijo Wehling, resentido.
“Una drupa, Sr. Wehling, es lo que cubre a una de las pequeñitas semillitas, es uno de los granitos pulposos de una zarzamora,” dijo el Dr. Hitz. “¡Sin control de la población, los seres humanos ya estaríamos arrimados en la superficie de este viejo planeta como drupas en una zarzamora! ¡Piénselo!”
Wehling siguió mirando el mismo lugar en la pared.
“En el año 2000,” dijo el Dr. Hitz, “antes de que los científicos vinieran y escribieran la ley, no había suficiente agua potable para todos, ni nada que comer más que alga marina—y aún así la gente insistía en su derecho de reproducirse como conejos. Y en su derecho, si era posible, de vivir para siempre.”
“Quiero a esos niños,” dijo Wehling silenciosamente. “Quiero a los tres.”
“Claro que los quieres,” dijo el Dr. Hitz. “Es algo humano.”
“Tampoco quiero que mi abuelo muera,” dijo Wehling.
“Nadie es realmente feliz sin llevar a un pariente cercano a La Caja del Gato,” dijo el Dr. Hitz con gentileza, con simpatía.
“Quisiera que la gente no le dijera así,” dijo Leora Duncan.
“¿Qué?” dijo el Dr. Hitz.
“Quisiera que la gente no le dijera ‘La Caja del Gato,’ y cosas así,” dijo ella. “Le da a la gente la impresión equivocada.”
“Tiene toda la razón,” dijo el Dr. Hitz. “Discúlpeme.” Se corrigió a sí mismo, le dio a las cámaras de gas municipales su título oficial, un título que nadie usa en ninguna conversación. “Debí haber dicho, ‘El Estudio de Suicidio Ético,’” dijo.
“Eso suena mucho mejor,” dijo Leora Duncan.
“Esta niña o niño suyo—cualquiera con el que usted decida quedarse, Sr. Wehling,” dijo el Dr. Hitz. “Él o ella va a vivir una vida en un planeta feliz, con espacio, limpio, y rico, gracias al control de la población. En un jardín como el mural de ahí.” Sacudió su cabeza. “Hace dos siglos, cuando yo era joven, era un infierno que nadie pensaba podría durar otros veinte años. Ahora siglos de paz y plenitud se estiran delante de nosotros tan lejos como a la imaginación tenga ganas de viajar.”
Él sonrió luminosamente.
La sonrisa se desvaneció cuando vio que Wehling acababa de sacar un revólver.
Wehling le disparó al Dr. Hitz hasta matarlo. “Hay espacio para uno—uno grandioso,” dijo él.
Y luego le disparó a Leora Duncan. “Solo es la muerte,” le dijo a ella mientras caía. “¡Listo! Espacio para dos.”
Y luego se disparó a sí mismo, haciendo espacio para los tres de sus hijos.
Nadie vino corriendo. Nadie, al parecer, escuchó los disparos.
El pintor se sentó en la cima de su escalerilla, mirando, hacia abajo, la lamentable escena.
El pintor pensó profundamente en el rompecabezas melancólico de la vida exigiendo nacer, y, ya nacida, exigiendo dar frutos… multiplicarse y vivir tanto sea posible—hacer todo eso en un planeta muy pequeño que tendría que durar para siempre.
Todas las respuestas que se le ocurrían al pintor eran severas. Más severas, seguramente, que una Caja del Gato, que un Happy Hooligan, que un A-Dios, Madre. Pensó en la guerra. Pensó en las plagas. Pensó en el hambre.
Sabía que nunca pintaría de nuevo. Dejó su pincel caer a los trapos debajo de él. Y luego decidió que ya había tenido suficiente de vida en el Jardín Feliz de la Vida, también, y bajó de la escalera lentamente.
Tomó la pistola de Wehling, con verdadera intención de dispararse a sí mismo.
Pero no pudo.
Y luego vio la cabina telefónica en la esquina del cuarto. Fue hacia ella y marcó el número que recordaba bien: “C R O 0 C R.”
“Buró Federal de Terminación,” dijo la muy cálida voz de una anfitriona.
“¿Qué tan pronto podría obtener una cita?” preguntó él, hablando con mucho cuidado.
“Probablemente lo podríamos encajar en el horario de la tarde, señor,” dijo ella. “Hasta podría ser temprano, si nos llega una cancelación.”
“Bueno,” dijo el pintor, “inclúyame, si puede, por favor.” Y le dio su nombre, deletreandolo.
“Gracias, señor,” dijo la anfitriona. “Su ciudad le da las gracias; su país le da las gracias; su planeta le da las gracias. Pero más que nada, le dan las gracias las generaciones futuras.”
“2 B R 0 2 B”—extraído del ebook publicado el 3 de mayo del 2007 en el Proyecto Gutenberg.
El camino pavimentado estaba seco, un espléndido sol de abril derramaba calor, pero aún había nieve en las zanjas y en el bosque. El invierno, malvado, oscuro, largo, había terminado tan recientemente; la primavera había llegado de repente; pero ni el calor ni el bosque lánguido y transparente, calentado por el aliento de la primavera, ni los pájaros negros volando en los campos sobre enormes charcos que eran como lagos, ni este maravilloso cielo, inmensamente profundo, al cual pareciera que uno se pudiera sumergir con tanta alegría, le ofrecían algo nuevo e interesante a Marya Vasilyevna, quien estaba sentada en la carreta. Llevaba ya trece años enseñando en la escuela, y en el transcurso de todos esos años había ido al pueblo por su salario mil veces; y fuese primavera, como ahora, o una noche lluviosa de otoño, o invierno, a ella le daba igual, y lo que ella siempre, sin variar, anhelaba, era llegar a su destino tan pronto como fuese posible.
Ella sentía como si hubiera estado viviendo por esos lugares por mucho, mucho tiempo, por cien años, y le parecía que ya conocía cada piedra, cada árbol en el camino del pueblo a su escuela. Aquí estaba su pasado y su presente, y se podía imaginar ningún otro futuro más que la escuela, el camino al pueblo y de regreso, y de nuevo la escuela y de nuevo el camino.
Había perdido el hábito de pensar sobre su vida antes de que se volviera maestra y había olvidado casi todo sobre esa época. Había tenido un padre y una madre; habían vivido en Moscú en un departamento grande cerca de la Puerta Roja, pero todo lo que quedaba en su memoria de esa parte de su vida era algo borroso y sin forma, como un sueño. Su padre había muerto cuando ella tenía diez años, y su madre había muerto pronto después de eso. Ella había tenido un hermano, un oficial; al principio acostumbraban escribirse el uno al otro, luego su hermano había dejado de contestar sus cartas, había perdido el hábito. De sus viejas pertenencias todo lo que quedaba era una foto de su madre, pero la humedad de la escuela había desvanecido la imagen, y ahora nada se le podía reconocer más que el cabello y las cejas.
Cuando ya habían recorrido un par de kilómetros, el viejo Semyon, quien estaba conduciendo, volteó y dijo:
“Han detenido a un oficial en el pueblo. Se lo han llevado. Dicen que él y unos alemanes mataron a Alexeyev, el alcalde, en Moscú.»
“¿Quién te dijo eso?”
“Lo leyeron en el periódico, en la casa de Iván Ionov.”
Y de nuevo hubo un largo silencio. Marya Vasilyevna se puso a pensar en su escuela, en los exámenes que se aproximaban, y en la niña y los cuatro niños a quienes mandaría a hacerlos. Y justo cuando pensaba en esos exámenes, la alcanzó un terrateniente llamado Hanov en una carroza de cuatro caballos, el mismísimo hombre que había sido el examinador en su escuela el año pasado. En cuanto él se acercó a su lado, la reconoció y la saludó.
“Buenos días,” dijo. “¿Está conduciendo hacia su casa, señorita?”
Este Hanov, un hombre de como cuarenta, con una cara desgastada y una expresión sin vida, estaba comenzando a envejecer notablemente, pero aún le parecía guapo y atractivo a las mujeres. Él vivía solo en su gran hacienda, no estaba en el servicio militar, y se decía que no hacía nada en casa más que caminar de un lado de su cuarto al otro, chiflando, o jugar ajedrez con su viejo lacayo. Se decía, también, que bebía mucho. Y de hecho, en los exámenes del año pasado, los mismos papeles que él había traído olían a perfume y vino. En esa ocasión, todo lo que usó era nuevecito, y a Marya Vasilyevna le había parecido muy atractivo, y, sentada a su lado, había sentido vergüenza. Ella estaba acostumbrada a ver examinadores fríos y prácticos en la escuela, pero este no recordaba ni una sola oración, no sabía qué preguntas hacer, era excedidamente amable y considerado, y solo daba las calificaciones más altas.
“Estoy de camino a visitar a Bakvist,” él siguió hablándole a Marya Vasilyevna, “pero me pregunto si estará en su casa.”
Salieron del camino pavimentado a un camino de tierra, Hanov liderando el camino y Semyon siguiéndolo. El equipo de cuatro caballos se mantenía por la brecha, lentamente jalando la pesada carroza por el lodo. Semyon cambiaba su ruta todo el tiempo, dejando la brecha de vez en cuando para conducir sobre un montecillo, ahora para bordear un prado, y se bajaba de la carreta con frecuencia, para ayudar al caballo. Marya Vasilyevna siguió pensando en la escuela, y preguntándose si el problema de aritmética de los exámenes estaría fácil o difícil. Y estaba muy irritada con la oficina en Zemstvo, donde no había encontrado a nadie el día anterior. ¡Qué negligencia! Por los últimos dos años ella les había estado pidiendo que despidieran al conserje, que no hacía nada, era grosero con ella, y castigaba a los niños, pero a ella nadie le prestaba atención.
Era difícil encontrar al presidente en la oficina y cuando lo encontrabas, él te diría, con lágrimas en sus ojos, que no tenía tiempo; el inspector había visitado la escuela una sola vez en tres años y no sabía nada de nada sobre ella, ya que antes él trabajaba en el Departamento de Finanzas y había obtenido el puesto de inspector escolar por palancas; la junta escolar rara vez se reunía y nadie sabía dónde; el fideicomisario era un campesino medio analfabeta, dueño de una curtiduría, estúpido, tosco, y un buen amigo del conserje—y Dios sabrá a quién podría ella acudir con sus quejas y preguntas.
“De veras que es muy guapo,” ella pensó, volteando a ver a Hanov. Mientras tanto, el camino se ponía peor y peor. Manejaron hacia adentro del bosque. Aquí no había manera de salirse del camino, los surcos eran profundos, y agua desbordaba en ellos. Las ramas les pegaban en la cara.
“¿Qué tal el camino?” preguntó Hanov, y se rió.
La maestra lo miró y no pudo entender por qué este extraño sujeto vivía aquí. Su dinero, su interesante apariencia, su finura, ¿qué le podían conseguir en este maldito lugar, con su lodo, su aburrimiento? La vida no le concedió ningún privilegio, y aquí está, como Semyon, trotando lentamente por un camino abominable, sufriendo los mismos malestares. ¿Por qué vivir aquí, cuando uno tiene la oportunidad de vivir en Petersburgo o fuera del país? ¿Y no parecía como si, para un hombre tan rico como él, convertir esta brecha en un buen camino, para evitar tener que pasar esta miseria y ver el sufrimiento escrito en las caras de su conductor y en la de Semyon, fuera una cuestión sencilla? Pero solo se reía, y no le pedía nada más a la vida. Él era amable, gentil, ingenuo; no tenía comprensión de esta ruda vida, no la conocía, de la misma manera en la que no conocía las oraciones en las examinaciones. No le dio nada a la escuela más que unos globos, y con eso creyó sinceramente que era una persona de uso y un trabajador prominente en el campo de educación popular. ¿Y quién necesitaba sus globos aquí?
“¡Agárrese, Vasilyevna!” dijo Semyon.
La carreta se sacudió violentamente y estaba a punto de voltearse; algo pesado le cayó a Marya Vasilyevna en los pies—eran sus compras. Había una subida empinada por un camino lodoso; riachuelos ruidosos fluían por zanjas curvas; el agua había creado grietas en el camino; y ¡cómo podía uno conducir por aquí! Los caballos respiraban con pesar. Hanov se salió de su carroza y caminó a la orilla de la ruta usando su abrigo largo. Estaba caliente.
“¿Qué tal el camino?” repitió, y se rió. “Esta es la manera de quebrar tu carroza.”
“¿Y quién te dijo que fueras conduciendo en este clima?” le preguntó Semyon, gruñón. “Deberías quedarte en casa.”
“Me aburro en casa, abuelo. No me gusta quedarme en casa.”
Al lado del viejo Semyon, Hanov se veía fuerte y lleno de vigor, pero había algo apenas perceptible en su paso que lo traicionaba y lo hacía ver como una criatura débil, ya arruinada, acercándose a su fin. Y de repente parecía como si hubiese un olorcillo de licor en el bosque. Marya Vasilyevna se sintió asustada, y se llenó de lástima por este hombre que se estaba haciendo pedazos sin rima y sin razón, y se le ocurrió que si ella fuera su esposa o su hermana, dedicaría su vida entera a rescatarlo. ¡Su esposa! La vida era tan ordenada que aquí estaba él viviendo en su gran mansión solito, mientras ella vivía en un maldito pueblo solita, y por alguna razón el simple pensamiento que él y ella pudieran encontrarse en condiciones iguales, y que se volvieran íntimos, parecía imposible, absurdo. Fundamentalmente, la vida estaba tan arreglada y las relaciones humanas complicadas más allá de cualquier entendimiento que cuando lo piensas da miedo, y tu corazón se sumerge.
“Y no puedes entender,” ella pensó, “por qué Dios le da buena apariencia, amabilidad, encanto, y ojos melancólicos a personas débiles, infelices, inútiles—por qué son tan atractivos.”
“Aquí debemos ir a la derecha,” dijo Hanov, subiéndose a su carroza. “¡Adiós! ¡Mis mejores deseos!”
Y de nuevo ella se puso a pensar en sus alumnos, en los exámenes, en el conserje, en la junta escolar; y cuando el viento le trajo el sonido de la carroza alejándose estos pensamientos se mezclaban con otros. Ella quería pensar en ojos hermosos, en el amor, en la felicidad que nunca sería…
¿Su esposa? Hace frío por la mañana, no hay nadie para prender la estufa, el conserje se ha ido a algún lado; los niños entran tan pronto como hay luz, llenos de nieve y lodo y haciendo ruido; todo es tan incómodo, tan desagradable. Ella solo tiene un cuarto pequeño y una cocina cercana. Todos los días, cuando termina de dar clases, tiene un dolor de cabeza, y después de cenar tiene agruras. Tiene que recolectar dinero de los niños para leña y para pagarle al conserje, y para dárselo al fideicomisario, y luego para implorarle—a ese insolente y sobrealimentado campesino—por el amor de Dios que le mande leña. Y en la noche ella sueña con exámenes, con campesinos, con tormentas de nieve. Y esta vida la ha envejecido y endurecido, la ha vuelto poco atractiva, angular, y torpe, como si hubieran chorreado plomo dentro de ella. Le tiene miedo a todo y en presencia de un miembro de la junta directiva de Zemstvo o del fideicomisario, ella se para y no se atreve a sentarse de nuevo. Y usa expresiones humildes cuando menciona a cualquiera de ellos. Y a nadie le gusta ella, y la vida pasa tristemente, sin calor, sin amigable simpatía, sin conocidos interesantes. Dada su posición, ¡qué terrible sería si ella se enamorara!
“¡Agárrese, Vasilyevna!”
Otra subida empinada.
Ella había comenzado a dar clases por necesidad, sin sentirse llamada a esa vocación; y nunca había pensado en una vocación, en la necesidad de conocimiento iluminante; y siempre le pareció que lo más importante en su trabajo no eran ni los niños, ni el conocimiento, sino los exámenes. ¿Y cuándo tendría tiempo de pensar en una vocación, o en cualquier conocimiento divino? Los maestros, los médicos humildes, los asistentes de doctores, por todo su trabajo tan terriblemente duro, no tienen ni siquiera el consuelo de pensar que están sirviendo a un bien, o a la gente, porque sus cabezas siempre están llenas de pensamientos sobre su pan de cada día, sobre leña, sobre caminos peligrosos, sobre enfermedades. Es una existencia dura y monótona, y solo los imperturbables caballos de carreta como Marya Vasilyevna pueden aguantarla por mucho tiempo; gente con vida, alerta e impresionable, que habla de su llamado y de servir al bien, se cansa rápidamente, y abandona el trabajo.
Semyon seguía escogiendo el camino más seco y corto, viajando a través de un prado, ahora por detrás de las cabañas, pero en un lugar los campesinos no lo dejaban pasar, y en otro la tierra le pertenecía al sacerdote, así que no la podían cruzar, y en otro Iván Ionov había comprado una parcela de tierra y había creado una zanja a su alrededor. Se regresaban una y otra vez.
Llegaron a Nizhneye Gorodishche. Cerca de la casa de té, en la tierra nevada y llena de caca, había vagones estacionados cargados de botellas de aceite. Había mucha gente en la casa de té, todos conductores, y olía a vodka, tabaco, y piel de oveja. El lugar era muy ruidoso, con gritos y golpes de la puerta, la cual estaba sujetada con una polea. En la tienda de al lado alguien tocaba el acordeón sin parar. Marya Vasilyevna estaba sentada, tomando té, mientras en la mesa de al lado unos campesinos bebían vodka y cerveza, sudorosos por el té que ya habían tomado y por el mal aire.
“¡Hey, Kuzma!” la gente gritaba y gritaba, puro caos y confusión. “¿Qué pasa?” “¡El Señor nos bendiga!” “Iván Dementyich, ¡eso lo haré por ti!” “¡Mira, por aquí, amigo!”
Un campesino con marcas de viruela y una barba negra, bien borracho, de repente se sorprendió por algo y comenzó a decir groserías.
“¡Hey, tú! ¿Por qué hablas así?” Semyon, quien estaba sentado algo alejado de los demás, dijo, enojado. “¿Qué no ves a la joven?”
“¡La joven!” alguien se burló desde otra esquina.
“¡La puerca!”
“No quise decir nada—” el pequeño campesino estaba avergonzado. “Discúlpeme. Yo pago mis dineros y la joven paga los suyos. ¿Cómo está, señorita?”
“¿Cómo le va?” contestó la maestra.
“Le doy las muchas gracias.”
Marya Vasilyevna tomó su té con placer, y ella, también, comenzó a ponerse roja como los campesinos, y de nuevo se puso a pensar sobre la leña, sobre el conserje…
“Espera, hermano,” alguien dijo desde la mesa de al lado. “Es la señorita maestra de Vyazovye. Lo sé; ella es del buen tipo.”
“¡Es buena gente!”
La puerta azotaba sin cesar, algunos entrando, otros saliendo. Marya Vasilyevna siguió ahí sentada, pensando en las mismas cosas todo el tiempo, mientras el acordeón siguió tocando y tocando detrás de la pared. Los charcos de luz que había en el piso se movieron al mostrador, luego a la pared, y finalmente desaparecieron por completo; esto significaba que ya era después del mediodía. Los campesinos de la mesa de al lado se alistaban para irse. El pequeño campesino se acercó a Marya Vasilyevna tambaleándose un poco para sacudir su mano; siguiendo ese ejemplo, los demás sacudieron la mano de Marya Vasilyevna al salir, uno por uno, y la puerta rechinó y se azotó nueve veces.
“Vasilyevna, alístese,” Semyon le dijo.
Se fueron. Y de nuevo iban a un ritmo lento.
“Hace tiempo estaban construyendo una escuela aquí en Nizhneye Gorodishche,” dijo Semyon, volteando a verla. “¡Se hacían cosas malvadas en ese entonces!”
“¿Qué, cómo?”
“Dicen que el presidente de la junta se embolsó mil fríamente, y el fideicomisario otros mil, y el maestro quinientos.”
“La escuela entera solo cuesta mil. Está mal armar chismes de la gente de esa manera, abuelo. Nada de eso tiene sentido.”
“No sé. Yo solo repito lo que dice la gente.”
Pero estaba claro que Semyon no le creía a la maestra. Los campesinos no le creían. Siempre pensaban que le pagaban demasiado, veintiún rublos al mes (cinco hubieran sido suficientes), y que ella se embolsaba la mayoría del dinero que recibía para leña y para el salario del conserje. El fideicomisario pensaba lo mismo que los campesinos, y él mismo ganaba algo por la leña y recibía un sueldo de parte de los campesinos por actuar como fideicomisario—sin el conocimiento de las autoridades.
El bosque, gracias a Dios, estaba detrás de ellos, y ahora sería un camino despejado y nivelado hasta Vyazovye, y ya no tendrían que viajar muy lejos. Todo lo que tenían que hacer era cruzar el río, luego las vías del tren, y luego estarían en Vyazovye.
“¿A dónde vas?” Marya Vasilyevna le preguntó a Semyon. “Toma el camino a la derecha, cruzando el puente.”
“Pero es lo mismo si vamos por acá, no está tan profundo.”
“Pues no vayas a ahogar al caballo.”
“¿Qué?”
“Mira, Hanov está conduciendo hacia el puente también,” dijo Marya Vasilyevna, viendo al equipo de cuatro caballos lejos a su derecha. “Creo que es él.”
“Segurísimo que es él. Así que no encontró a Bakvist en su casa. Qué estúpido es. ¡Señor, apiádate de nosotros! Está conduciendo por allá, ¿y para qué? Es dos kilómetros enteros más corto por aquí.”
Llegaron al río. En el verano es una corriente delgada, fácil de cruzar y normalmente ya seco en agosto, pero ahora, después de las inundaciones de primavera, era un río de doce metros de anchura, rápido, lodoso, y frío; en la orilla, y hasta el agua, había marcas de llanta frescas, así que había sido cruzado justo por ahí.
“¡Arre!” gritó Semyon con ira y ansiedad, jalando las riendas violentamente y moviendo sus codos como un pájaro mueve sus alas. “¡Arre!”
El caballo entró al agua hasta su panza y se detuvo, pero luego luego se movió de nuevo, esforzando sus músculos, y Marya Vasilyevna sintió frío en sus pies.
“¡Arre!” ella también gritó, parándose. “¡Arre!”
Llegaron a la otra orilla.
“¡Qué buen desastre, el Señor se apiade de nosotros!” murmuró Semyon, acomodando el arnés del caballo. “Es una aflicción, este Zemstvo.”
Sus zapatos estaban llenos de agua, las orillas de su vestido y de su abrigo estaban empapadas y goteando; el azúcar y la harina se habían mojado, y eso era lo peor de todo, y Marya Vasilyevna solo pudo sobarse las manos con desesperación y dijo:
“¡Ay Semyon, Semyon! ¡Qué tipo eres, de verdad!”
En el cruce de vías de tren, la pluma estaba abajo. Un tren exprés venía de la estación. Marya Vasilyevna se paró en frente del cruce, esperando a que el tren pase, temblando del frío. Ya se podía ver Vyazovye, y la escuela con el techo verde, y la iglesia con sus cruces como en llamas, reflejando el sol del atardecer; y las ventanas de la estación también parecían estar en llamas, y un humo rosado salía del motor… Y le pareció a ella que todo temblaba del frío.
Aquí estaba el tren; las ventanas, como las cruces de la iglesia, reflejaban la luz flameante; le lastimaba los ojos verlas. En uno de los vagones de primera clase, una dama estaba parada, y Marya Vasilyevna la vio de reojo cuando pasó enfrente. ¡Su madre! ¡Qué semejanza! Su madre había tenido el mismo cabello abundante, la misma frente, y esa misma manera de sujetar su cabeza. Y con una claridad asombrosa, por primera vez en esos trece años, ella pudo imaginar lúcidamente a su madre, a su padre, su hermano, su departamento en Moscú, el acuario con los pececitos, todo hasta el más mínimo detalle; de repente escuchó los sonidos del piano, la voz de su padre; se sintió como era en ese entonces, joven, guapa, bien vestida, en un cuarto brillante y calientito, con su propia gente. Un sentimiento de alegría y felicidad de repente la abrumó, y se agarró la cabeza en éxtasis, y dijo suavemente, implorando:
“¡Mamá!”
Y comenzó a llorar, sin saber por qué.
Justo en ese momento Hanov llegó con su equipo de cuatro caballos, y viéndolo ella imaginó una felicidad como nunca la ha habido, y sonrió y le asintió como si él fuera igual a ella, como si fueran íntimos, y le pareció a ella que el cielo, las ventanas, los árboles, todo brillaba con su felicidad, su triunfo. No, su padre y su madre nunca habían muerto, ella nunca había sido maestra, eso había sido un largo, raro, y opresivo sueño, y ahora había despertado…
Y de repente todo eso se desvaneció. La pluma estaba subiendo lentamente. Marya Vasilyevna, entumecida y temblando del frío, se subió a la carreta. La carroza con cuatro caballos cruzó las vías del tren y Semyon la siguió. El guardia del cruce se quitó su sombrero.
“Vyazovye. Hemos llegado.”
“The Schoolmistress”—extraído de la colleción The Schoolmistress and Other Stories publicada el 21 de febrero del 2006 en el Proyecto Gutenberg.
Tenemos una historia de conexiones perdidas, tú y yo. Hace años, cuando dijiste adiós desde el lanzamiento, mi vuelo estaba aterrizando en Zúrich. Había cambiado de avión, había sido desviada desde Fráncfort. Por eso te contestó mi buzón de voz. Hubiera contestado si hubiera podido, y te hubiera deseado suerte, aunque tú quisieras una vida sin mi. Nunca pude ver Europa satélite, como tú—solo Europa continente, donde conocí a mi primer esposo. El que deseé que fueras tú.
Cuando escuché tu mensaje, me dio gusto que estabas feliz—sí, siempre te he querido feliz, aún durante nuestro divorcio. Pensé en ti viajando a Alfa Centauri, el tiempo entre nosotros dilatándose como un portal. Lo imaginé como una película en cámara lenta. Estarías de regreso en cuarenta años. Yo tendría sesenta y cuatro, y tú solo tendrías la mitad de eso.
Guardé tu mensaje por semanas, hasta que lo borré por accidente. Se sintió simbólico. Seríamos más felices separados, pensé. Pero “separados” era siempre la manera en la que estábamos conectados. La palabra nos define en relación al otro: uno no puede estar separado sin el otro.
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Einstein pasó diez años pensando en un espejo que le preocupaba. Si viajaba a la velocidad de la luz y miraba en un espejo de mano, ¿vería su reflejo o no? Dejando a un lado cuestiones de vampirismo, o cuestiones de la calidad necesaria para que un espejo no se rompa a altas velocidades, la respuesta tiene que ser sí. La relatividad significa que no sabes qué tan rápido vas a menos que tengas un punto de referencia.
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Hemos estado juntos desde que tengo memoria. Solo niños, corriendo por los suburbios de Sacramento. Me gustabas porque tú sí jugarías con una niña. Yo corría más rápido, peleaba más fuerte, y pegaba más fuerte que cualquier niño—y lo sabía. ¿Recuerdas esa vez que jugamos a Capturar la Bandera y tú no podías encontrar la mía? La atoré en unos tubos de desagüe. Todavía se alcanzaba a ver la puntita. Eso cuenta.
Yo era la vecina de al lado—ningún peligro, de confianza, indeseable. Cuando tenía trece, y tú tenías dieciséis—estaba loca por ti. Pero tú estabas ciego. “Mejores amigos para siempre,” me dijiste.
Pensé que nunca me verías como una mujer de tu edad. Tenía que escuchar de todas las chavas con las que saliste. ¿Recuerdas esa pelirroja culera que le robaba cigarros a su abuela? Seguro le dio cáncer de pulmón.
“Mejores amigos,” también te dije. Estábamos juntos, pero separados.
Antes me preguntaba cómo hacerle para que me vieras. ¿Debería decirte lo que sentía por ti? ¿O quedarme callada y esperar a que me vieras?
Pero tú tomaste la decisión por mi: me dejaste y te fuiste a la militar. Así que yo me uní al Cuerpo de Paz—el opuesto polar de lo que tú hiciste. Esto nos unió de nuevo como imanes. Por eso terminamos viviendo juntos en San Francisco. Roomies y amantes.
No sabía, en ese entonces, claro—pero todo esto lo descifré en nuestro viaje a Alfa Centauri.
Dos imanes, separados, continúan ejerciendo fuerza el uno hacia el otro. Su poder vive en el espacio entre ellos.
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Einstein dice que nada se mueve a la velocidad de la luz, ya que entre más rápido vayan las cosas, más pesadas se vuelven.
Es verdad que mientras aceleraba, todo pesaba más: dos décadas de criar hijos, malabareando clases de flauta con mi carrera de fotografía, balanceando el peso de un matrimonio contra la independencia de la soltería. Pero el peso es relativo, y lo que es pesado en la Tierra es ligero en la luna y monstruoso en Júpiter. Aún así la masa es la misma. Entre más cambian las cosas, más permanecen igual.
Cuando pienso en los cambios en las vidas de mis padres—y en cuántas cosas más he visto, en menos años—pienso en la ley de Moore.
Mi mundo se duplica cada año. En algún lado en la antigua Italia, Galileo está buscando por el cielo con su telescopio, preguntándose por qué su vida no se siente tan plena como debería. Es porque yo lo tengo todo, cuatro siglos después—su vida, y la de otros millones.
La secuencia de duplicación sorprende a las personas que nunca lo habían pensado bien.
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Reno, una vez me dijiste. Reno, Nevada. Cuando vivimos en San Francisco, en ese mini-departamento arriba de la taquería en Mission District. ¿Recuerdas esa conversación? Estábamos sentados en ese horrible sofá café que rescataste de un basurero. Estabas calentando la cena en el micro, y el cuarto olía a curry. La neblina llegó a la ciudad y los dos usábamos suéteres viejos. Todavía no entendía la relevancia de Reno.
“Si nos separamos,” dijiste.
“¿Por qué Reno?”
“Está tierra adentro. Cuando el gran terremoto llegue a la bahía, Reno estará a salvo. O si hay un ataque de misiles o algo. Nadie le apunta a Reno.”
“Estás siendo paranoico,” te dije.
Te dio igual. “Ya sé.”
Habíamos estado viviendo juntos por seis meses. Éramos buenos roomies—los dos escandalosos, nada ordenados. Tú sacabas la basura y yo me encargaba del correo; los dos lavábamos los platos cuando era necesario, y nunca más que eso. No me importaban tus esquís de agua recargados contra el refri, o tu libro de física tirado entre las manchas de pizza de la alfombra. A ti no te importaba la manera en la que siempre azotaba puertas y cajones, sin importar lo silenciosa que intentaba ser. Era un buen arreglo. Pero no era lo que quería.
Sabía que me amabas, por supuesto. Estaba escrito en tus ojos cuando me mirabas, un problema sin respuesta clara. Cuando una fuerza irresistible se encuentra con un objeto inalterable, ¿qué sucede?
Se encuentran. Eso es todo lo que sabemos. En relación al otro, están en contacto. Desde adentro del objeto o de la fuerza, no hay manera de saber si estás en movimiento.
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Por un rato, yo era Caronte a tu Plutón, conservando las mismas caras el uno al otro mientras circulábamos sin fin.
Y en todo esto tú todavía pensabas en mí como una luna, y en ti como un planeta. Pero no es tan fácil como eso. Nuestra órbita es errática, una elipse entre círculos, un patrón poco convencional en un sistema solar normal. ¿Ves el sol, lejos, en la distancia? Aún cuando nuestra órbita pasa cerca del sol, toma cuatro horas para que su luz nos alcance. Es un punto central que nos mantiene capturados. Lo rodeamos para que no nos vayamos volando al espacio. Es un punto de referencia, y comprueba que siempre estamos en movimiento.
Seguimos moviéndonos, junto con todo lo demás. Aún si no podemos ver a dónde o cómo.
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Para cuando nos juntamos, fue más por conveniencia que por cualquier otra cosa.
Era lo que hacíamos: tener sexo, pelear, cortar, conocer a alguien más. Y luego, cuando la nueva relación se quemaba, como una cinta de magnesio flameada y desaparecida, nos encontraríamos de nuevo.
Lo mejor entre nosotros era el sexo. Nos peleábamos—oh, sí, nos peleábamos—y luego cogíamos para reconciliarnos. Duro, caliente, cachondo. Me entrarías justo antes de que estuviera lista—haciéndome lista—luego terminarías justo después de mi, los dos colapsaríamos juntos, atrapados en los pozos de gravedad del otro.
Cuando dormías, acariciaba tus dedos ásperos, llenos de callos, y las cortadas en tus pies que te salían por esquiar en agua y que cerrabas con Kola Loka. Yo pensaría en nuestra siguiente pelea, y mi cuerpo se estremecía queriéndote.
“Me caso contigo,” una vez dijiste, “si no encuentras a alguien más.”
Me reí porque pensé que estabas bromeando. Ni podías proponerme matrimonio bien.
Era el último empujón en la órbita decadente. Yo no iba a ser tu plan B. Desde la vez que dijiste eso, nuestra ruta hacia abajo era garantizada, calculable. Nos peleamos por el recibo telefónico, por las sobras de comida china, por el plato roto que no se barrió. Cuando me dijiste de tu nuevo trabajo reparando naves de relatividad, yo estaba contenta, en secreto. Tu trabajo te llevaría a Reno. Fuera de mi camino.
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Yo te había superado completamente, nos había superado—o por lo menos lo había hecho cuando te fuiste. Yo estaba lista para alguien nuevo.
Gunther, el ingeniero alemán, era todo lo que tú no fuiste. Así que me casé con él. Una vez que sabías sus primeros dígitos, se repetían en un patrón predecible. Era un maravilloso padre a nuestros dos hijos. Pensé en ti, a veces, cuando criaba a mis niños, perfectos cuadrados en su mundo racional. Nunca te olvidé.
Gracias a la genética, supimos sobre los problemas de corazón de Gunther desde antes de que sucedieran. Él duró más de veinticinco años, y luego desapareció. Mis hijos ya estaban viviendo por su cuenta, así que tenía tiempo y dinero. Era libre de escoger irracionalmente, así que comencé a esquiar en agua.
Cuando regresaste, estaba sorprendida de que hayas llegado a mi puerta—y hasta más sorprendida de que me quisieras. No pensé que te quedarías conmigo—un treintañero guapo con esta vieja seca. Decías y decías que te gustaba mi madurez, que pensabas que yo era sexy. Pero para mí era diferente. Te vi como a mis niños. Más como un hijo que una pareja.
Si no encuentras a alguien más.
Es una terrible propuesta. Hace que una mujer se sienta como si solo la estuvieras aguantando. Y sí encontré a alguien más. Llevaba veinticinco años felices con él, mientras tú solo atravesaste unos meses. Acumulé el peso de años—de una mujer construyendo décadas con su pareja, de una madre reviviendo al criar a sus hijos. Todo el peso que acumulé—sin mencionar mi nueva panza.
Pero me casé contigo de todos modos. Tú querías estar conmigo, lo dijiste. Todos tus pensamientos recientes te lo dijeron. Mi edad no importaba—aún me querías a mí, la mujer que habías amado todo este tiempo, tú lo dijiste.
En cuanto a mí, tenía todo lo que siempre había querido—pero no era lo que pensé que sería.
Una noche, después de hacer el amor en la playa, miré las estrellas. Brillaban con la luz de hace billones de años. Las estrellas nos ofrecieron tiempo separados. Por eso vendí todo lo que tenía—para ver lo que tú habías visto.
Las nuevas naves de relatividad eran aún más rápidas que la tuya había sido, y ahora estaban abiertas a turistas. Solo habían sido cuarenta años aquí, al final del día. Perdón que no te dejé una nota.
Pensé que todo era relativo.
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Gunther siempre era paciente conmigo. Lento. Esperaría a que yo tuviera un orgasmo, como si estuviera sosteniendo abierta la puerta del carro para que me suba, y luego se vendría rápidamente, y en silencio. A veces yo pretendía que él era tú para que las cosas fueran más excitantes. Una vez imaginé que él era Albert Einstein. Era el acento, lo juro.
Contigo, el tirón electromagnético nos unió. Podíamos ionizar un poco, visitando otras moléculas y formando uniones débiles—pero siempre regresábamos a estar juntos, circulándonos el uno al otro sin fin.
Un electrón y un protón. Tú y yo.
Por mucho tiempo pensé que yo era el electrón, girando en patrones salvajes a tu alrededor. Luego me di cuenta de que el electrón eras tú, porque yo siempre supe o dónde estabas o qué tan rápido ibas, pero nunca ambos.
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Así que te dejé y me fui a las estrellas, como tú lo habías hecho. ¡Alfa Centauri! La brillante estrella marcada en mi mente. Era una vacación para mi, un tiempito lejos de la Tierra. Por primera vez, vi las luces de cerca. La nave de lujo iba al 99% de la velocidad de la luz. Mucho más rápido de lo que tú fuiste, más rápido que antes.
Pensé que estarías muerto cuando yo regresara. Simplificaba las cosas. Ponía un alto a las peleas. Tú serías cenizas, como siempre habías querido. Ni siquiera tendría que ver tu cuerpo. Lo pensé, mientras miraba por la ventana de la nave, y me di cuenta de que todavía estaba pensando en ti. Ahí fue cuando me di cuenta de que no importa qué tan lejos me fuera, o qué tan rápido, aún respondo a ti en todas las maneras.
Cada acción produce una reacción igual y opuesta. Nuestro enlace me jala de regreso, y te amo.
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Razones por las cuales te he amado:
Sí.
Sí, otra vez.
Porque tú eres tú.
Ninguna de estas son amor, tal vez, pero son fuerzas de física. Y si el amor no está sujeto a la física, entonces no tiene lugar en nuestro universo. No puedo creer que eso sea cierto.
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Justo cuando regresé, tú te fuiste de nuevo, como una bola de metal pegándole a otra—el lado opuesto de nuestro juguete de energía cinética. Tú estabas por la galaxia de Andrómeda, moviéndote al 99.38% de la velocidad de la luz.
Más sencillo, de hecho. Tenía sesenta y ocho. Tú te habías ido.
Era tiempo de seguir adelante.
El mundo había cambiado desde que me fui. La expectativa de vida humana había subido a 150 años. Nunca lo había imaginado posible. Me quedaban décadas para la música, el arte, lo que sea que yo soñara. Mi salud era buena—se deshicieron de un tumor maligno en mi pecho y me hicieron un riñón nuevo, dos veces—pero fuera de eso, mi cuerpo siguió funcionando por años.
Pero la parálisis de mi sistema nervioso—eso no tenía cura. Elegí la criogénesis, esperando que encontraran una cura. Si la encontraban, años después, me revivirían y me curarían.
Fue emocionante. Me preguntaba si sería difícil dormir, como en Nochebuena—sin saber lo que la mañana de la Navidad traería. Pero claro, el congelamiento fue instantáneo. Mientras me acostaba en la cámara de congelación, estaba pensando: Reno. Ahí es a donde debí haber ido, cuando llegó el desastre. Estaba pensando en ti.
Y luego estaba congelada, como Caronte y Plutón.
—.—.—.—.—
Si soy un tren saliendo de Filadelfia a las 3:00, yendo a 80 kilómetros por hora, y tú eres un tren en las mismas vías saliendo de San Francisco a las 4:00, yendo a 90 kilómetros por hora, ¿a qué hora vamos a chocar y salir de las vías?
Más importante, si nos movemos a la velocidad de la luz, y apunto una luz hacia ti, ¿vas a parpadear y me vas a decir que te deje de cegar, o no me vas a ver hasta que ya es demasiado tarde?
Si Einstein está volando al lado de nuestro tren, viendo un espejo y preguntándose a dónde se fue su reflejo—¿vas a preguntarle si hay algo que puede estar quieto, o si todo siempre está en movimiento? En relación a todo lo demás, por supuesto.
Y pregunta sobre Reno. Si nuestros trenes chocan ahí, ¿deberíamos considerar que han dejado de moverse? ¿O siguen en movimiento en la Tierra, en relación a todo lo demás en el universo?
—.—.—.—.—
Todos estamos unidos en el mismo futuro, excepto tú. El tiempo se mueve tan rápidamente—acelerando hasta el punto en el que casi no podemos imaginar qué es lo que sigue. Me fui a dormir esperando ser curada. En vez de eso, la inteligencia artificial me despertó y me dijo que yo ya no necesitaba mi cuerpo. Descargó mi mente, y ahora veo. Tú y yo somos excéntricos, pero parte de un sistema solar, y ya sé a dónde pertenecemos. Viajar por circuitos para mí es fácil, expandir mi mente por toda la red—y luego condensarme tan diminuta que puedo ser insignificante en el universo, aquí en un rincón de una ciudad virtual.
Veo que han despachado una nave en tu búsqueda, moviéndose al 99.99% de la velocidad de la luz. Te alcanzará eventualmente. Te descargarán y te mandarán volando de regreso a mí. Aquí, donde pertenecemos. Creo que nunca dejé tu órbita.
—.—.—.—.—
Te escribí un mensaje largo para explicarte todo esto, pero creo que voy a borrarlo todo y dejar solo ocho palabras. Te cuento el resto cuando llegues—cuando nuestro movimiento perpetuo llegue a una parada relativa.
“I’m Alive, I Love You, I’ll See You In Reno”—extraído de la revista en línea Lightspeed Magazine, publicado en el 2010.
Es como estar en una ciudad hermosa en la noche de una inundación bíblica. Un millón de dólares—todos míos—ya gastados. Como una pelota de playa saltando suelta por el mar. Baby, apareces en mi avenida, baby, y los edificios caen a sus rodillas. Yo soy la inundación yo soy la inundación que los derriba. Yo soy el zoológico y los animales en él y te doy de comer de mi mano. Come de mi mano. Tienes que dejarme. Cada chico que he amado se arrancó la cara y te la dio. Todos ellos son tú. Es tu cara en lugar de estrellas y estrellas en movimiento, árticas—y tú eres el atar. La corona brillante de Cristo. Tú me haces soltarme desde el centro, soy una cosa derretida. Soy como fuego pero lento como piedra. Como si fuera el planeta y tú el eje. Sé el eje. Tú sé la cosa en la que giro. Arriba en lo ígneo. Arriba en la decadencia. Hazme una luna, creador de lunas. Woo. Así así así.
Barney Greengrass
Él es un gran ruso judío del Bronx. Sus manos son enormes. Toma el lápiz de su boca, marcas de diente en la madera, y le dice a ella, Tenemos una conexión psíquica. Él le toma la orden y regresa con cuatro servilletas para que ella anote sus respuestas. Ahora, mírame. Aleja la mirada. Cualquier ciudad. Tu helado favorito. Cualquier palabra en español. Cualquier número entre uno y mil. 978. FLOTACIÓN. CHOCOLATE. CHICAGO. No leí tu mente. La alimenté. Las respuestas lúcidas y como bloques y nuevas.
Vegas
Cuando Danny y su novia de muchos años terminan, ella ofrece, como consolación, hacerle su trabajo dental gratis. Ella es dentista. O, trabaja para una dentista. Ella lo pone bajo sedación. Danny está bajo tanta sedación, él revive la escena de un niño devorado detrás de plexiglás en el zoológico: el niño en un reto, el oso en el suelo, abierto, cortado. Ahí está el niño. Su cara es la de Danny. El oso es un oso polar viejo, el cielo ese azul loco. Mientras tanto la ex de Danny le arranca todos los dientes de su cabeza con ese instrumento que usan. Cuando él despierta, ella está en Vegas. Su novia actual, muerta de asco, no tarda nada en dejarlo, también. ¿Qué instrucción podríamos extraer de esta historia? ¿Qué debería hacer nuestro Danny?
Una Vez Escribí Un Cuento
Una vez escribí un cuento sobre un adicto al opio con un auto que se maneja solo.
Una vez escribí un cuento sobre un avestruz.
Una vez escribí un cuento sobre un niño ciego vestido en seda de superhéroe.
Una vez escribí un cuento sobre un colibrí ahogándose en un plato de crema.
Luego escribí un cuento sobre un adicto a los animales con una mula con dos orejas mordidas. La mula era Muescas. Siempre gentil. Cada noche de su vida, él le dijo a Muescas buenas noches hasta que al fin ella lo llevó lejos y desapareció.
Una vez escribí un cuento sobre hasta que la muerte nos separe. Extravagante, la noche de la boda, a nadie le alcanzaría para tanto lujo. La novia vestía de lentejuelas. La encontraron en el baño del motel. Su esposo la había acuchillado en la tina, las lentejuelas de la cama a la tina esparcidas como monedas, como escamas, como lentejuelas. Iridiscentes, incandescentes. Como una sirena, como un pájaro.
Una vez escribí un cuento sobre un niño que yo amé que destruyó todo lo que había hecho para mi y lo sigue destruyendo aún.
Una vez escribí un cuento sobre una Jennifer y un bebé llamado Lloyd y un judío.
Una vez escribí un cuento sobre ti.
Tú dijiste, ¿De qué se trata?
Yo dije, De ti.
Todos los cuentos extraídos del libro «I Was Trying To Describe What It Feels Like» por Noy Holland, publicado por Counterpoint Press en el 2017.